
Navidad temprana. Imagen libre de licencia: Pexels.

TUMBADA EN UNA HAMACA, contemplando el ir y venir de las olas, una anciana sorbía de una pajita sumergida en una deliciosa piña colada. El cielo estaba despejado, el sol brillaba con fuerza y los niños formaban castillos de arena en la orilla. El verano acababa de empezar. Tres meses de vacaciones más que merecidas.
El teléfono móvil sonó inoportuno e indeseado, como un pedo en un ascensor. La vieja, sin dejar de sorber, se puso las gafas, colocándolas un poco caídas, casi en la punta de la nariz, y miró la pantalla. Una videollamada de esas que estaban tan de moda y que ella detestaba con todas sus fuerzas. Puso el pulgar arrugado en el icono de llamada, lo deslizó hacia la derecha y en la pantalla del teléfono apareció una cara con forma de castaña. La piel era rosada, pero no tanto como las mejillas o la nariz aguileña. Tenía cejas muy espesas, rojas y ojos pequeños y negros como los de un oso de peluche, las orejas puntiagudas brotaban de un gorro picudo verde con con franjas blancas y un cascabel en la punta.
—¡Mamá, gracias a Diosa que la encuentro! —dijo el tipo al que el teléfono identificaba como Skinky.
La anciana sorbió un poco de piña colada y miró a Skinky con indiferencia.
—Hey —dijo por fin sin demasiado entusiasmo—. ¿Qué tripa se te ha roto ahora?
Skinky miró tras él y gritó:
—¡Estoy hablando con ella, Sizxy! ¡Pues se lo diré cuando me dejes decírselo! ¡Ya, ya sé que es urgente! ¡Bueno, pues no puedo decirle nada si estoy hablando contigo! ¡Eso lo serás tú, Sizxy! Maldita sea mi estampa, lo que tiene uno que aguantar.
La anciana dio otro sorbo de su bebida. Estaba acostumbrada a esas peleas y había tomado demasiados cocteles como para que le importara lo más mínimo.
—Mamá, es horrible, una calamidad, un desastre, un… un…
—¿Una atrocidad?
—¡Una atrocidad!
—Y supongo que también será un follón de tres pares.
—¡Lo es!
Skinky jadeaba.
—¿Me vas a decir qué narices pasa, Skinky? Quiero ir a bañarme, el agua está buenísima.
—Son los humanos, Mamá. Los humanos.
—¿Qué han hecho ahora? ¡No me digas que han cancelado The Crown!
—¡Peor!
La anciana meditó aquello, no se le ocurría nada peor. Estaba enganchadísima a esa serie.
—Han empezado a poner turrones en los supermercados, Mamá.
La anciana escupió un buen chorro de piña colada, sus ojos se abrieron como platos y se acercó mucho a la pantalla.
—¡¿Cómoooooooooo?!
—Mamá, no la veo bien, aléjese un poco.
—¡¿Los turrones?! ¡Pero si estamos en junio!
—¡Exacto!
—¡¿Qué coño le pasa a esa gente?! Cada año más pronto. ¡El año pasado al menos esperaron a Halloween, pero esto ya roza la locura! ¿Turrones en junio?
—Y roscones de reyes.
—¡Ah, no, eso sí que no! No puede ser, Stinky. Los roscones de reyes no. ¿Qué parte de «roscones de reyes» no entienden? Los roscones de reyes se comen el día de Reyes. ¡Si es que viene en el propio nombre! Eso es así desde que el tiempo es tiempo.
Skinky asentía enérgicamente al otro lado de la pantalla.
—¿Qué hacemos, Mamá? Si siguen así empezarán las compras navideñas en breve.
La anciana dejó de mirar la pantalla, en su lugar posó la vista en el paisaje y suspiró. Skinky veía su rostro desde abajo, la imagen abarcaba desde la papada a los gruesos pelos nasales. La mujer empezó a negar con la cabeza.
—Acabo de llegar, no es justo. ¿No puedo tomarme unas vacaciones? Me las merezco. —Suspiró—. ¿Tenemos juguetes suficientes para una tirada de emergencia?
—Me temo que no, Mamá. Las Navidades pasadas fueron una locura, ya lo sabe. Hacía años que no se gastaban los juguetes de esa manera. Tendríamos que empezar de cero.
—¡Qué hijos de puta! —gritó la anciana, haciendo que algunos turistas con las pieles rojas como el gazpacho la miraran—. Mierda, no queda más remedio. Tendré que volver. ¡Con lo bonito que es esto! En fin. Envíame el trineo, Skinky. Si tienes que despertar a Rudolph lo despiertas. Si yo no puedo descansar, aquí no descansa ni Diosa.
—¿Quiere el traje, Mamá?
—¿Estás tonto? ¿Cómo me voy a poner eso con el calorazo que hace? No, no… he traído algunas camisas hawaianas y algún que otro pareo, es lo que hay.
—¿Quiere que avise a su marido?
—¡Pfff! Deja a ese gordo borracho tranquilo, hace dos años que no se pasa por el taller y no le hemos echado de menos. No, yo me encargo, como siempre. Mamá Noel salvando la Navidad.
No se despidió, colgó la llamada y resopló. De verdad que aquello era bonito, no quería irse, pero el deber la llamaba. Quizá podría volver el año siguiente, aunque si las cosas seguían así y esos malditos humanos continuaban adelantando las navidades cada vez más, se veía trabajando en el taller los 365 días del año. Cómo le gustaría poder jubilarse y que dejaran de tocarle las narices.
Buscó a un camarero, le señaló la copa y esperó a que este asintiera. Sí, tenía que volver al polo Norte, pero nadie le impedía tomarse otra piña colada mientras llegaba su transporte. ■