Microficción #134

•FELIZ NAVIDAD•

Siempre era igual, el 25 de diciembre de cada año se montaban en el coche e iban de cacería. Desde que sus padres habían muerto y Robert, su tío, se había hecho cargo de él, se había visto involucrado en lo que el hombre solía llamar «el negocio familiar». Las luces de la ciudad le deslumbraban, veía a la gente cargada con regalos, asegurando árboles de navidad sobre los techos de sus coches. La cena de nochebuena, para él, había consistido en una lasaña mal descongelada en el microondas y una lata de cerveza. Luego pronto a dormir para estar descansado para aquel día.
    Aún recordaba el primer año que acompañó a su tío Robert a la cacería, el año en el que para él se terminaron los adornos navideños y las felicitaciones, donde cambió el coche teledirigido por un juego de cuchillos y su propia pistola. Robert había mandado grabar su nombre en todas sus armas, decía que era necesario que las armas tuvieran un dueño.
    —¿Qué hora es? —dijo su tío, no pretendía que le respondiera, de hecho ya estaba mirando el reloj del coche mientras lo preguntaba—, este año están tardando.
    Robert era un hombre alto, delgado, con los pómulos marcados y una barba espesa, rojiza. No tenía pelo en la cabeza y sus ojos azules le daban la apariencia de un loco. De su boca sobresalía un mondadientes que movía con soltura de una comisura a otra.
    —Aparecerán, como siempre.
    Su propia voz le pareció pastosa, cansina. Estaba harto de aquella costumbre, estaba harto de pasar el día de Navidad en un coche con su tío. Siempre escuchaba lo mismo, las mismas quejas, luego se limitaban a esperar y, de repente, cinco minutos de acción. Así era siempre, esperas largas, luchas cortas.
    Robert detuvo el coche en una calle vacía, también el motor y quedaron iluminados únicamente por las farolas de la calle.
    —¿Toca esperar? —preguntó con reproche.
    —Sabes que sí. Come algo.
    Ese algo era comida china que habían cogido antes de empezar la cacería. Cogió una caja con tallarines, separó dos palillos de madera unidos por el extremo superior, empezó a comer, sorbiendo los tallarines para meterlos en la boca y notó que su tío le miraba mal.
    —Perdón.
    Dejó de sorber, dejó de hacer ruido, estaban escondidos, vigilando, perdiendo el tiempo.
    —Este año están tardando —repitió su tío.
    —Aparecerán —dijo él con la boca llena— como siempre —masticó un trozo de bambú y dejó que bajara por su garganta. No tenían nada de beber, solo unas botellas de agua con una cruz pintada en cada una— ¿No hemos traído nada de beber?
    —Tú has comprado la comida —no era un reproche, solo una obviedad.
    El coche empezaba a enfriarse y tuvo que colocarse bien la cazadora de cuero negro que llevaba puesta. Se echó la capucha de la sudadera gris que llevaba debajo de la chaqueta por encima de la cabeza y siguió comiendo sin perder de vista la calle.
    —¿No comes? —le preguntó a su tío.
    —Cuando acabemos. Tengo el estómago cerrado. ¿Por qué coño están tardando tanto este año?
    —Hay menos gente celebrando la Navidad, la gente tiene menos dinero, o sus familias están fuera del país. Es normal, no hay mucha felicidad de la que alimentarse últimamente.
    —¿Desde cuándo eres un experto?
    Se encogió de hombros y siguió comiendo mientras vigilaba la calle.
    —Sabes que es verdad. ¿De qué felicidad se van a alimentar los espíritus? ¿De la tuya? ¿De la mía? Seguro que conmigo se hinchan, «uuuuh, mirad ese mortaaaal, es muy feliz comiendo tallarines el día de Navidad con el amargado de su tíiiio». Come un poco, anda.
    —Cuando acabemos, listillo. No me gusta la actitud que tienes ultimamen…
    No terminó la frase, su sobrino le golpeó con los palillos en la frente, señaló la calle y bajó del coche. Robert miró y lo vio, un hombre de unos sesenta años, alto, delgado y, como todos los espíritus, traslúcido y emitiendo un extraño fulgor blanquecino. Sus ropas eran de otra década, lo que quería decir que llevaba tiempo muerto o que murió recientemente con un fondo de armario algo anticuado. El hombre bajó del coche y siguió a su sobrino que ya se había sacado la pistola de la parte trasera del pantalón. Llevaba en la mano derecha el arma y en la izquierda una de las botellas de agua con la cruz pintada. Por fin empezaba la cacería, los fantasmas no se alimentarían de la felicidad de los mortales, no pensaba permitirlo.

© M. Floser.

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