Microficción #135

•SANTUARIO•

—¡Mierda!
    En cuanto lo dijo una mano abierta voló hacia su cogote.
    —¡Auch! Maestro, eso duele.
    —No puedes decir esas cosas en un lugar sagrado.
    —¡¿Qué más da?! No es momento para remilgos, maestro.
    —Da mucho, jovencito. Tienes que aprender a respetar y a saber estar. No puedes comportarte como un salvaje en un lugar por el que han paseado tantos héroes y tantos hombres santos.
    —Pero maestro…
    —¡No hay peros que valgan! Recibirás un correctivo por tu comportamiento. Recuerda, jovencito, que en el mismo lugar en el que tú te dedicas a blasfemar, ha meditado el gran sacerdote Furengan. No olvides, jovencito, que donde tú ensucias el aire con tus palabras ha muerto el más valioso de los guerreros por proteger el pergamino del poder absoluto.
    —Pero… ¡maestro!
    —No hay excusas para tu comportamiento. Vamos, jovencito, tendrás que aprender por la fuerza lo que significa el respeto a tus ancestros.
    —¡Maldita sea, maestro!
    La mano volvió a volar hacia él pero esta vez se agachó y la esquivó.
    —¡Deje de golpearme y mire!
    El maestro se giró hacia donde señalaba su joven aprendiz y vio la urna de cristal en la que solía estar el pergamino del poder absoluto. Estaba vacía.
    —Alguien ha robado el pergamino, maestro.
    Los ojos del anciano se abrieron de golpe, su boca se entornó y su respiración se aceleró. Se llevó las manos a la cabeza pelada y empezó a alternar su mirada entre la urna y su aprendiz.
    —¡Mierda!

© M. Floser.

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