
En la silla
Esperó a que el ruido cesase. No prestó atención a las cuerdas que le unían a la silla, tampoco a los olores que se mezclaban a su alrededor: el humo de los puros, el metal de la sangre, el agrio del vómito, y el inconfundible olor dulce de un sudor que evidencia una diabetes mal tratada. Tenía los ojos fijos en un punto cualquiera, ocultos tras unas gafas de sol que servían solo para que los demás no vieran la necrosis que le había dominado los globos oculares. Una necrosis que, pese a las evidentes desventajas, le había otorgado otros dones. Por ejemplo, podía saborear el miedo en el aire. El terror sabe ácido y a aceite quemado. Todos aquellos idiotas que le miraban desde el otro rincón de la habitación, intentando cortar la hemorragia nasal algunos, otros tratando de recolocar algún que otro hueso de su cuerpo, sabían a miedo, parecían bidones de aceite en llamas.
Se escuchó un golpe seco, inconfundible: alguno de los gañanes le dio una palmada en el pecho a alguien.
—¡Atácale, joder! —dijo con una voz grave. Era al que le había pateado la nuez.
—¡Y una mierda! Atácale tú, a mí me ha roto la mano.
El hombre sonrió, orgulloso, como si acabaran de halagarle. Podía presumir de haber pateado el culo de seis hombres mientras estaba amarrado a una silla atornillada al suelo. Y lo mejor de todo: ni siquiera se le había descolocado el sombrero.
—¡El jefe nos va a matar! ¡Nos va a matar, joder!
El de la nuez tocada estaba temblando de miedo, los dientes le castañeaban, los huesos parecían maracas, y el sudor de su diabetes empezaba a empalagar el ambiente.
—¡Un puto ciego! —dijo martilleando el arma y apuntando al hombre de la silla—. ¡Nos ha pateado un puto ciego!
Vació el cargador, y cada disparo resonó en el eco de la habitación cerrada, como un grito ensordecedor que amenazaba con quedarse eternamente en los tímpanos de todos. Las balas dieron en el blanco, pero no consiguieron el efecto deseado, el hombre de la silla no murió, seguía sonriendo, como había pasado con los otros quince cargadores vacíos que se esparcían por el suelo de hormigón. Porque el ciego ya estaba muerto, y la necrosis de sus ojos ocultos ya dejaban clara muestra de ello. No se puede matar a un muerto, pero un muerto en cambio… un muerto siempre puede matar a un vivo. ■
© 2016 M. Floser.