
¡Ho, ho, ho!
Los cascabeles sonaron, zigzagueando por las estrellas, las chimeneas y los copos de nieve que se unían a sus hermanos en la alfombra blanca que cubría el suelo de la ciudad. Sobre las casas, con luces apagadas, sobrevoló un objeto enorme, tirado por nueve bestias tan grandes como el gigante que azuzaba las riendas. Era un hombre barbudo, vestido de rojo, y montaba un trineo que, en efecto, era tirado por unas extrañas criaturas: renos en apariencia, pero sus patas estaban dotadas de diminutas alas que les permitían trotar por el cielo, como si de un suelo invisible dispusieran.
El reno que iba en cabeza iluminaba el cielo con una luz roja que no provenía de otro sitio más que de su hocico. El hombre, de rostro amable, aunque con una piel hecha de escarcha y viento, sonreía mostrando los colmillos que invadían su boca.
—¡Vamos, Rudolph! —gritó, y su voz se convirtió en un trueno que se escuchó por toda la ciudad—. ¡Esos regalos no se van a repartir solos!
A su espalda había un enorme saco, más grande que el propio gigante que ya medía más que un rascacielos. Sus manos solo tenían dos dedos, el pulgar y uno que servía de índice, medio, anular y meñique, como una manopla hecha de carne. Movió las riendas y el chasquido pareció un nuevo rugido del cielo.
—¡Deja de azuzarnos! —dijo una voz que tenía altibajos. Parecía la voz cambiante de un adolescente, desafinada y confusa—. ¡Si vuelves a hacer eso apago la luz y te buscas la vida!
El gigante miró al reno de la nariz luminosa, que a su vez le miró por encima del hombro.
—¡No harías eso, Rudolph!
—No me pongas a prueba gordinflón.
El hombre rió con fuerza, usando la letra «o» con una exageración que le daba simpatía y excentricidad.
—¡Vamos, Rudolph! No volveré a hacerlo, pero mueve esas alitas, tenemos muchas casas que visitar.
Los cascabeles se perdieron en la infinidad del cielo, y el gigante proyectó su silueta en la plenitud de la luna llena. Nadie le vio, nadie excepto un niño que desafiaba al sueño, invadido por las ganas de ver a alguien a quien llevaba esperando un año entero. ■
© 2016 M. Floser.