MADRE
Desde que me mudé a casa de Laura vi la puerta de hierro macizo que había a los pies de la cama, y se convirtió casi en una obsesión. Nunca me gustó, nunca me gustó la pequeña abertura con barrotes que aquella puerta tenía, y que daba a la completa oscuridad. Cada vez que entraba en la habitación la miraba y mi corazón se retorcía.
Aquella noche pasó por primera vez: mi pareja y yo nos preparábamos para dormir cuando el crujir de una cerradura resonó violentamente y aquella puerta se abrió acompañada de un quejido incómodo. Laura y yo nos sentamos y abrazmamos, pero al mirarla a ella vi que su expresión no solo mostraba miedo, sino también conformidad, como si supiera lo que estaba a punto de pasar. Miré la puerta entreabierta y de la rendija negra salieron varios tentáculos disparados hacia nosotros. Abracé a mi novia para protegerla y empecé a sacudirme para librarme de esos apéndices asquerosos que jamás llegaron a tocarme. No fui consciente de que nada me sujetaba hasta que escuché un grito vestido con la voz de Laura. Abrí los ojos y vi que sus piernas estaban envueltas en aquellos tentáculos viscosos. Estuve a punto de desmayarme, la respiración se me aceleró hasta tal punto que mis pulmones no podían administrar el aire, y mi corazón latía tan fuerte que la sangre era bombeada sin control. Entonces noté que los tentáculos tiraban de ella y yo hice fuerza con mis brazos. Fue inútil, aquella cosa se la llevó a la oscuridad que moraba tras la puerta de hierro. Mi pareja me miró a los ojos antes de desaparecer y su grito me desgarró el alma.
—¡Por esto odio a mi madre!
En aquel momento no entendí qué quería decir. Corrí para salvarla, pero la puerta se cerró en mis narices. Me asomé a la ventana con barrotes y me tuve que apartar para esquivar el pie de Laura que asomó abruptamente. Lo sujeté y me prometí que no lo soltaría. Entonces, allí en la oscuridad, la vi: el rostro de la madre de Laura con una sonrisa desencajada y unos ojos completamente blancos que brillaban. El desconcierto de mi visión hizo que perdiera las fuerzas y el pie de Laura se me escapó y se perdió en aquella negrura espesa.
Llamé a la policía y les expliqué lo que había pasado. No me creyeron, como era de esperar. Seguía hiperventilando, sentado en el sofá con la cabeza apoyada en mis manos. La horrible imagen de mi suegra bañada por las sombras me acosaba. En aquel momento escuché el chasquido de una gruesa cerradura seguido de un portazo, abrí los ojos y corrí hacia la habitación, allí estaba Laura, tumbada en la cama en posición fetal, llorando desconsoladamente. La abracé y la besé, pensaba que la había perdido para siempre.
—¿Qué ha pasado, Laura? —pregunté con la voz encogida.
—M-mi ma-madre —respondió entre sollozos.
—¿Qué le pasa a tu madre?
—E-el mons-monstruo… mi-mi madre…
No necesitaba preguntarle, lo había visto yo mismo. La besé y le pedí perdón por haberla soltado. Me dijo que no tenía que disculparme, pero yo sentía que le había fallado.
Entonces la puerta volvió a sonar y los tentáculos aparecieron de nuevo. Las piernas de Laura se vieron rodeadas por aquellas cosas, pero esta vez no pensaba soltarla. Me tiré encima de ella y me sujeté al somier para que no pudiera llevársela. Era inútil, aquel demonio tenía una fuerza descomunal. La cama se empezó a levantar y yo no sabía qué hacer.
—No te preocupes —dijo Laura con una tranquilidad inquietante—, estaré bien. Volveré antes de que te des cuenta, mi amor, siempre ha sido así.
Me negaba a aceptarlo, no volvería a soltarla. «Siempre ha sido así», las palabras resonaron en mi cabeza como un eco maldito. No me importaba cuánto tiempo llevara ocurriendo, ahora yo estaba en la vida de Laura, y no permitiría que nada ni nadie le hiciera daño. La solté y me abalancé sobre la puerta e introduje la mano en la rendija rápidamente. Noté la textura de una maraña de pelos pegajosos, cerré el puño y tiré con fuerza. Los tentáculos soltaron a Laura y se encogieron cuando saqué a la criatura del foso negro. La lancé al suelo junto a la cama y abracé a Laura. Lo que veíamos era espantoso, una cabeza humana, llena de pelo, cuyo rostro pertenecía a mi suegra. El cuerpo de la criatura era una amalgama de tentáculos rosados y gelatinosos. El engendro empezó a retorcerse y su piel silbaba como el maíz al fuego.
—El aire la está matando. ¡Sálvala! —gritó Laura mirándome con sus ojos vidriosos a los míos confusos. Quería que salvase a aquel monstruo repugnante que parecía llevar toda la vida haciéndole sufrir. No hice nada y aquella cosa falleció entre terribles sufrimientos, retorciéndose en el suelo. Abracé a Laura y ella se apretó contra mí. En realidad no quería que la salvara, quería librarse de ella, pero su subconsciente llevaba tanto tiempo aguantando el dolor, que se había acostumbrado a él y había dejado de verlo como algo malo. La miré a los ojos y con el corazón encogido por lo que acababa de pasar, le declaré una vez más mi amor, pero esta vez mi voz sonaba con la experiencia del miedo a perderla. Entonces me di cuenta de que mi vida sin ella no tenía sentido porque ella era mi vida.
© 2015 M. Floser.