MICROFICCIÓN 269: Un café post mortem

En la imagen el suelo típico de Barcelona, con su baldosa característica con la rosa de Barcelona, también conocida como Panot. En todo el suelo se proyectan las sombras de las hojas de los árboles. El título del relato es: Un café post mortem.

Un café post mortem. Imagen del relato: Pexels.

Un café post mortem es un relato de fantasía cómica perteneciente a la sección Microficciones, en ella publico historias de temática libre. Microficciones es la categoría principal de este blog.

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CUANDO AGATHA CHRISTIE ABRIÓ LOS OJOS tuvo que lanzarse a un lado para no ser arrollada por un coche negro y amarillo. Lo vio alejarse mientras tocaba el claxon y el conductor, en el lado incorrecto del coche, sacaba el brazo por la ventanilla y le enseñaba un dedo a todas luces inapropiado.
      —Aparti’s, tros de quòniam! —gritó el conductor que ahora sacaba medio cuerpo por la ventanilla e incluso estuvo a punto de chocar contra una farola.
      Agatha Christie no entendió lo que aquella persona le dijo, pero por el tono estaba casi segura de que no había sido nada bonito. No le pareció que le estuviera pidiendo que le diera recuerdos a sus allegados de su parte.
      Miró a su alrededor, intentando ignorar a la gente que se la quedaba mirando. Estaba ocupada pensando. Que ella supiera, estaba muerta. Murió en 1976, en un accidente de tráfico. Una muerte que le pareció decepcionante. Recordaba perfectamente el encuentro con la dama de la guadaña, porque también le resultó decepcionante. Esperaba más. No se lo dijo a la Muerte, por supuesto. Eso no habría estado bien.
      —¿Dónde estoy? —dijo en su inglés del sur de inglaterra. Una chica se paseó por delante suyo con la vista clavada en un aparato que le iluminaba la cara con una luz blanca. Un chaval llevaba unos auriculares, pero a alguien se le había olvidado añadirles un cable y una mujer en traje estuvo a punto de atropellarla, a pesar de estar en la acera, con algo que quería parecerse a una bici, pero que se conducía sin pedales y de pie. Entonces tuvo a bien añadir una segunda pregunta—: ¿Cuándo estoy?
      Se acercó a un hombre bajito, sin dientes, que llevaba un sombrero y le dijo si sería tan amable de explicarle dónde estaban. El hombre la miró de arriba abajo. Lo cual a Agatha, que siempre había preferido mirar a la gente de abajo arriba, porque le parecía más práctivco, le resultó extraño. El abrió la boca y dijo las palabras:
      —Tu mai sista inglis mai!
      Agatha Christie arqueó una ceja. «Oh my!», pensó. No entendió ni una palabra de lo que dijo aquella persona. «Qué inglés tan cerrado —le añadió su mente—. Debe ser escocés». El hombre se encogió de hombros y siguió su camino.
      Agatha le echó un vistazo a una placa en la fachada del edificio más cercano. Passeig de Gràcia. Giró sobre sí misma y se encontró con un edificio precioso cuyo tejado parecía hecho de escamas. A su derecha había un quiosco. Algunos diarios deportivos anunciaban en primera página que el Barça había vuelto a perder, esta vez con un equipo de quinta regional cuyos jugadores tenían entre 30 y 50 años. Los demás periódicos mostraban banderas amarillas con cuatro franjas rojas y aunque Agatha no entendió lo que ponía, distinguió una palabra: Barcelona.
      La noticia decía: «Barcelona se prepara otro año para celebrar sant Jordi. Autores como Megan Maxwell, Ángel Martín, Los tres señores que se hacen llamar Carmen Mola y muchos más, estarán firmando ejemplares en paseo de Gracia y Fnac de plaza Cataluña entre otros muchos puntos de la ciudad».
      —Estoy en Barcelona —dijo Agatha con su aguda capacidad deductiva.
      Miró entonces la fecha del periódico: lunes, 22 de abril de 2024.
      —¡Oiga usté! —gritó una voz dentro del quiosco—. ¡Esto no es una biblioteca! Si quiere el periódico páguelo.
      Agatha dejó el periódico en su sitio y salió pitando de allí.
      —¡Será posible la vieja! —le reprendió el quiosquero, pero la mujer solo entendió: «¡Blebla bloblible bla blibleja!».
      Una joven se le acercó con una sonrisa de oreja a oreja. La boca abierta de par en par.
      —Vas de la escritora esa inglesa que escribía de asesinos, ¿no?
      —Pardon me?
      —¿Cómo se llamaba? ¡Ah, sí! Ágata Ruiz de la Prada, ¿no? Buen cosplay.
      Se colocó unos auriculares diminutos, también sin cables, y se alejó. Agatha Christie empezaba a enfadarse. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Cómo era posible que estuviera viva? ¡¿Cómo había viajado en el tiempo?! ¡¿Por qué aquella gente no hablaba ni potato de inglés?! De repente notó una ansiedad, una irritabilidad creciente, una necesidad, aunque no sabía de qué tenía necesidad hasta que se miró el diminuto reloj de pulsera. Las cinco de la tarde. Necesitaba un té. Todo el mundo que la conocía —o que la conoció— sabía que hasta que no se tomaba su té de las cinco no era inglesa. Entró en un local que parecía una cafetería y le pidió a la camarera un té.
      —¿Tu jir or teic agüei? —le preguntó la chica en un intento sobrehumano de hablar algo que se pareciera al inglés.
      —For here, darling.
      —Yu gou tu de sit an ai gou yor ti for yu —dijo la joven y, ante la cara de confusión de la clienta, añadió enérgicamente—: sit, sit, señora, sit.
      Agatha Christie se sentó en una silla de madera. La mesa era redonda, de mármol, con patas de hierro forjado. El sitio olía a café y a dulces. Se le antojó una pasta, pero le dio pereza pasar por el trance de tener que pedirle a aquella encantadora joven unilingüe que le explicase qué pasteles tenían, así que se limitó a coger una servilleta de papel y limpiar con desagrado la mesa, que tenía algunas miguitas de su anterior ocupante.
      La puerta se abrió y entró una chica de unos treinta años, alta, gorda, con el pelo castaño en media melena, los ojos verdes enmarcados por unas gafas de pasta y una naricilla respingona con un aro en el centro. Era una joven preciosa. Llevaba un vestido pin up rojo, con medias negras y unas botas altas que parecían militares, con cadenas y puntera de hierro. Pidió algo en catalán y luego esperó a que la joven unilingüe le cobrara. Debió decirle a ella también que se sentara, porque la del vestido empezó a mirar a su alrededor, buscando un sitio libre. De repente sus ojos se cruzaron con los de Agatha Christie y hubo una mezcla de reacciones. Primero frunció el ceño en algo que, en el lenguaje universal de las miradas, significaba: «Tu cara me suena de algo, pero no te situo». Luego se alzaron y sus ojos se abrieron. «¡Ya te situo!», significaba aquella mirada. Agatha miró a su espalda por encima de un hombro, luego hizo lo propio con el otro hombro, para asegurarse de si aquella desconocida estaba mirando a otra persona. Nunca se había considerado egocéntrica.
      La joven se acercó a ella y le habló en un inglés impecable, con acento divertido.
      —¿Es usted?
      A lo que Agatha solo pudo responder que sí, que ella era ella, esencialmente porque hasta donde podía saber, no era otra.
      —Quiero decir… ¿es usted Agatha Christie?
      Agatha sonrió de oreja a oreja y asintió enérgicamente.
      —No me lo puedo creer. ¿Cómo es posible?
      Agatha se encogió de hombros y pensó que, ahora que encontraba a una persona que sabía hablar en inglés, no estaba diciendo absolutamente nada. Quiso ponerle remedio y dijo:
      —No lo sé.
      Algo era algo.
      —¿Puedo sentarme con usted? —preguntó la joven. Agatha Christie le hizo una seña con la mano, invitándola a ocupar la silla vacía que tenía enfrente—. No me puedo creer que esté sentada con Agatha Christie. Me llamo Rocío Solà. Quiero ser escritora, ¿sabe?
      —No me digas —respondió Agatha justo cuando la camarera traía su té y miraba con mala cara a Rocío. En la mente de la camarera paseó el pensamiento: «Podríais habérmelo pedido todo junto y así no tendría que dar dos viajes», pero eso a Agatha Christie se le escapó y Rocío pareció no prestarle demasiada atención, así que siguió—: No entiendo qué está pasando. He abierto los ojos y por poco me atropella un coche amarillo y negro…
      —Un taxi —aclaró Rocío.
      —… y luego la gente no dejaba de gritarme y había gente mirando pantallas pequeñas…
      —Teléfonos móviles.
      —… e iban escuchando música, aunque sus auriculares no tenían cables… y montaban bicis sin sillín ni pedales, que tenían que llevar de pie…
      —Patinetes eléctricos. Prohibidos en el metro, porque uno explotó o algo así.
      —… ¡Y luego miro un periódico y veo que estamos en el año 2024! Yo debería estar muerta, querida.
      La camarera le trajo a Rocío su café y una porción de pastel que tenía muy buena pinta. Tenía cobertura blanca y el bizcocho era rojo. Agatha Christie se relamió, pero por suerte para su flema británica, Rocío no le vio hacerlo.
      —Es curioso —dijo Rocío—, porque ayer mismo fue mi cumpleaños. Me han caído 30 ya, ¿sabe? Y antes de soplar las velas alguien me dijo: «Si pudieras tomarte un café con cualquier autor o autora, viva o muerta, ¿quién sería?» y dije: «Ojalá me pudiera tomar un café con Agatha Christie» y entonces soplé las velas.
      Las dos le dieron un sorbo a sus bebidas y, mientras lo hacían, abrieron los ojos en una sincronización perfecta. Agatha señaló a Rocío, esta dejó la taza y se tapó la boca con las dos manos.
      —You! —exclamó Agatha Christie entre enfadada y sorprendida.
      —Oh shit! —dijo Rocío.
      Y una chica pasó por delante de la mesa. Era la que se había acercado a Agatha en la calle, con aquella sonrisa radiante. Miró a Rocío, le dio un par de toques en el hombro con el reverso de los dedos y, señalando a Agatha, le dijo:
      —¿A que se parece un montón a Ágata Ruiz de la Prada, la escritora esa de asesinatos?
      Y se fue a esperar un chai late mientras sonreía y negaba con la cabeza ante lo conseguido del cosplay de aquella mujer.



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