MUCHINICIOS 1: Lo que sea necesario

En la imagen vemos a una joven pelirroja, con pecas. Está tumbada bocarriba de tal forma que la vemos en horizontal, con la cabeza apuntando a la derecha de la imagen. Lleva una camiseta de tirantes negro, ligeramente escotada, pero la imagen se corta en el margen izquierdo a la altura del escote. Está tumbada sobre el fondo negro. El relato se titula: “Lo que sea necesario”.

Lo que sea necesario. Imagen libre de licencia: Pexels.

Lo que sea necesario es un relato de terror cómico perteneciente a la sección Muchinicios. En esta sección escribiré relatos ambientados en el Muchiverso, mi universo literario, partiendo de la frase que da inicio a otras novelas. Muchinicios es un ejercicio de escritura que se encuentra dentro de la sección Muchijuegos.

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EL INICIO DEL RELATO DE HOY PERTENECE AL LIBRO ‘LORE’, DE ALEXANDRA BRACKEN:
Captura de pantalla de la primera página del libro “Lore”, de Alexandra Bracken, donde se puede ver el primer párrafo entero, pero he subrayado la frase: «Se despertó notando el roce áspero bajo su cuerpo y un olor a sangre mortal».

Inicio del libro Lore, de Alexandra Bracken.

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SE DESPERTÓ NOTANDO EL ROCE ÁSPERO del suelo bajo su cuerpo y un olor a sangre mortal. No conseguía recordar qué había pasado. La última imagen que le venía a la mente tenía que ver con un monstruo, una sonrisa terrible y la cabeza de un hombre saltando por los aires y rebotando en el asfalto como un balón de fútbol. Pero eso no podía ser, ¿no? Era parte de un sueño. Aunque, ahora que lo pensaba, ella no tenía tanta imaginación.
      Se incorporó y vio el cadáver del hombre, tumbado bocarriba sobre un charco de su propia sangre. La cabeza estaba más allá, iluminada por las luces de los faros de un coche que se había detenido. Alguien le hablaba. Una mujer. Probablemente la conductora del coche que le estaba alumbrando. En su voz había urgencia, pero Vanna estaba aturdida y escuchaba el sonido de su voz amortiguado.
      —¡Eh, muchacha! —gritó la mujer, chasqueando los dedos delante de su cara, con la rabia que da eso.
      Vanna sacudió la cabeza y se centró en los ojos de aquella desconocida.
      —¿Sí? —preguntó y su voz sonó áspera. Le dolía la garganta.
      —¿Estás herida? —quiso saber la conductora.
      ¿Herida?, pensó Vanna. ¿Por qué iba a estar herida? Vanna miró a la mujer. Le tenía que hacer una pregunta, pero se sentía estúpida. La hizo igualmente.
      —¿Estoy viva?
      La mujer titubeó.
      —¿Supongo? —Cuando vio que Vanna no respondía, sino que se limitaba a mirarse las manos, le cogió por la axila y tiró de ella para ayudarla a ponerse en pie. Lo logró, aunque no fue fácil—. Vamos, te llevo al hospital.
      —Nada de hospitales.
      Vanna no sabía por qué dijo eso. Además no lo dijo con urgencia, no lo dijo con miedo, simplemente lo dijo, como quien dice: «El mío descafeinado, por favor» o «Creo que me voy a hacer un tatuaje nuevo» o incluso «Lo siento, pero estoy cómoda con mi compañía telefónica, gracias».
      —Déjame al menos llevarte a casa —dijo la mujer—. ¿Sabes dónde vives?
      Puede que fuera porque Vanna no era del todo consciente de lo que le había pasado y no había asimilado todavía que la habían encontrado tirada en medio de la carretera, por la noche, junto a un cadáver decapitado, pero miró a la mujer extrañada por aquella pregunta.
      —Sí, claro que sé dónde vivo. ¿Cómo no voy a saber dónde vivo? Vivo en… vivo en… En la calle… con… Mierda, no sé dónde vivo.
      —Se acabó, nos vamos al hospital.
      La mujer tiró de su brazo en dirección a la puerta del copiloto del coche. Vanna no se movió ni un milímetro, parecía estar anclada al suelo.
      —¡He dicho que nada de hospitales!
      Vanna empujó a la mujer y esta salió por los aires y se estampó contra la luna delantera de su coche, que se hundió, llenando los asientos de cristales. Vanna se quedó mirando sus manos y pensando en lo que acababa de sentir: se había sentido cansada de todo, harta, como si algo en su interior solo tuviera ganas de gritar, hundiendo la cabeza en un cojín. La mujer había sido el cojín y sus manos el grito frustrado.
      Se acercó a ella.
      —Lo siento, no era mi intención…
      Pero la mujer no respondía.
      —¿Señora? ¿Necesita usted que la lleve al hospital? ¿Oiga?
      Cuando estuvo cerca del coche escuchó un ruido. Alguien estaba llamándola, pero no por su nombre, sino con un sonido siseante provocado por una lengua perversa pegada a un paladar maligno. Vanna miró a su alrededor.
      Pss, pss, volvió a sonar.
      Vanna giró sobre sí misma, buscando el origen de ese sonido.
      ¡Estoy aquí, idiota!, dijo una voz que parecía provenir del interior del coche.
      Vanna echó un vistazo por la ventanilla. No había nadie en el coche. Se iba a apartar, volver a interesarse por la mujer, cuando algo llamó su atención. Se fijó en su reflejo en la ventanilla. Era ella y, a la vez, no era ella. Sus ojos eran negros como una noche sin estrellas, no tenía ni iris ni pupilas, su boca era un horror de colmillos y la lengua se lamía de forma nerviosa los labios cortados.
      Hola, Vanna, dijo su reflejo.
      —¡Aaaaaaaaaaah! —dijo Vanna con toda la razón del mundo.
      ¡No grites, imbécil! ¿Quieres llamar la atención?
      Vanna se palpó la cara, pero el reflejo de la ventanilla no, no hizo absolutamente nada más que mirarla y sonreír.
      —Estoy soñando, debe ser eso. Quizá estoy en coma.
      Istiy siñindi, dibi sir isi. Quizí istiy in quimi. La cara de aquella cosa de la ventanilla estaba llena de impaciencia. Déjate de hostias, imbécil, no tenemos tiempo para eso. Tienes que deshacerte de los cuerpos.
      —¿Qué eres tú?
      Soy tú, pero mejor, dijo aquella cosa. Soy elque aparece cuando las cosas están jodidas. ¿Recuerdas aquella vez, cuando Sushane Esmiz no quería dejarte el color amarillo limón, y se lo clavaste en el ojo?
      —No…
      Claro, porque yo me encargué de eso y sufrí el castigo mientras tú estabas vete-tú-a-saber-dónde tocándote el coño. Te expulsaron un mes entero y tus padres te castigaron todo ese mes sin salir de tu cuarto. ¿Pero estuviste tú encerrada? ¡No señora! Yo me comí el castigo. ¿Recuerdas cuando Roller Jarris te dijo que te habías puesto un calcetín de cada color por error, metiste una pastilla de jabón dentro de los calcetines y empezaste a golpearle hasta que lo mandaste al hospital?
      —¡Por las diosas, claro que no!
      Porque lo hice yo por ti. Luego me encerraron en el correccional durante un tiempo, mientras tú descansabas en un rincón placentero de tu cerebro. ¿Recuerdas cuando en ese mismo correccional una matona te dijo que te regalaba su vaso de leche porque ella era intolerante a la lactosa y le rajaste el brazo con el vaso de cristal?
      —¡No, joder! Espera… ¿le rajaste con un vaso? Pero si no hizo nada malo, estaba dándote la leche.
      ¡Sabes lo que podría haberte hecho la lactosa!
      —¡Nada de nada, yo no soy intolerante a la lactosa!
      ¡Pero eso ella no lo sabía y te dio la leche igualmente!
      Vanna estaba ahora caminando en círculos, con las manos en la cabeza. Notó el pelo acartonado por la sangre seca del hombre. Se giró, miró el cadáver decapitado y se llevó las manos a la boca.
      —¿Qué ha hecho ese para que lo mates?
      ¡Pfff! El muy hijo de putero quería saber cómo se llegaba a Sord.
      —¡¿Y por eso lo has decapitado?!
      ¿Tú sabes llegar a Sord?
      —No…
      ¡Yo tampoco! ¿Qué querías que hiciera, que le dijera que no lo sabía?
      —¡OBVIAMENTE!
      Sí, claro, y confesar que no lo sé todo. ¿Tú has visto mi cuenta de Zrids? ¿Te has paseado por alguna red social últimamente? Nadie reconoce no saber las cosas, Vanna, por todas las diosas, despierta. No puedes ser tan inocente. Ahora coge los cuerpos, el coche y deshazte de ellos.
      —No pienso hacerlo —dijo Vanna, intentando ignorar el hecho de que estaba hablando con su propio reflejo o una versión demoníaca de su reflejo.
      Su imagen en la ventanilla abrió la boca, pero la cerró. Lo hizo varias veces.
      ¿Que no piensas hacerlo?, dijo por fin.
      —Eso he dicho.
      ¡Me lo debes!
      —¡¿Cómo que te lo debo?!
      ¿Recuerdas cuando Fibi Guachinton, te dijo en la universidad que había leído en el periódico que ese fin de semana llovería y tú le rajaste el cuello de lado a lado?
      —¡No! ¿La mataste por eso? Pensaba que se había mudado.
      ¡Teníamos planes para ir a la playa!
      —¡No es un motivo para matar a alguien! ¡Fibi Guachinton no tenía la culpa de que lloviera ese fin de semana!
      ¡Pero nos afectó mucho la noticia!
      —¿Y el cadáver?
      Yo me encargué.
      Vanna lanzó un grito de desesperación y se alejó del coche.
      ¡Vanna Güendolín Gutman, vuelve aquí inmediatamente! ¡Vanna! ¡VANNA! ¡No pienso chuparme una cadena perpetua por tu culpa! ¡Te dejaré sola y cumplirás tú la condena! ¡Vanna! ¡Vanna!
      Vanna siguió caminando. Miró el cadáver del hombre decapitado y la mujer, que debía estar muerta porque su cabeza estaba torcida en un ángulo antinatural. Se alejó y se alejó y mientras se alejaba pensó en ella misma en la cárcel. No podían meterla en prisión, ¿no? Sus huellas no estaban en ningún sitio. ¿O sí? Contempló la escena. A decir verdad sus huellas podían estar por todas partes. ¿Y si encontraban esos cadáveres y la relacionaban con el resto de crímenes que le había dicho esa cosa de la ventanilla? Era probable que estuviera teniendo un brote psicótico y que nada de aquello fuera real, pero no podía arriesgarse. No sabía si había más cadáveres, pero solo con esos podía estar segura de que no volvería a ser libre nunca más. Moriría en prisión y seguramente le pondrían un grillete a su fantasma.
      Regresó a la ventanilla del coche y observó aquel reflejo perverso. Suspiró.
      —¿Cómo me deshago de los cuerpos?
      ¡Esa es mi Vanna! Mira, lo primero va a ser meterlos en el maletero del coche. No te cabrán los dos, así que seguramente les tendrás que partir las piernas. No, no vomites en la escena del crimen. No es buena idea. Cuando los tengas en el maletero, monta en el coche y conduce lejos. Aprovecha que es de noche. Llévalo a un sitio por donde no pase nadie. No sé, a la sección de comida vegana del supermercado. Es un chiste, hija. Qué poco sentido del humor. No sé, llévalo al desierto.
      —¿Dónde coño quieres que encuentre un desierto?
      ¡Pues yo qué sé! Llevalo a un bosque o donde te salga del coño. ¿Tengo que hacerlo yo todo? Cuando estés, tienes que quemar el coche, pero primero arráncale los dientes a esos dos. ¡No vomites, coño! Tienes que hacerlo, así será más difícil que los identifiquen.
      —¿Y luego? —preguntó Vanna intentando ignorar el deseo imperioso de vomitar.
      Qué sé yo… vete a casa y pide una pizza. Yo de ti me masturbaría, pero creo que a ti todo esto no te pone demasiado cachonda, ¿no?
      —Más bien no.
      Vanna miró los cadáveres. ¿De verdad iba a hacer eso? Entonces miró al reflejo.
      —Si normalmente tú te encargas de estas cosas, ¿por qué no lo haces esta vez?
      La versión perversa de Vanna encogió los hombros en el cristal de la ventanilla.
      Porque ahora mismo me viene fatal, chica. Estaba en medio de una partida de póquer con las otras y, joder, estaba a punto de ganar por una vez. Va, espabila, no creo que quede mucho para que salga el sol.
      Vanna obedeció sin siquiera pensarlo demasiado. Cogió el cadáver del hombre por los tobillos y tiró de él, arrastrándolo por el asfalto, dejando un reguero de sangre que salía de la zona donde debería haber estado su cabeza. Abrió el maletero del coche y trató de levantarlo. No era fácil, aquel cabrón pesaba como… bueno, como un muerto. Consiguió meterlo en el maletero. Volvió a la parte delantera del coche, cogió la cabeza por los pelos y la lanzó con el resto cuerpo. Luego cogió el tobillo de la mujer y tiró de ella. El cadáver cayó del capó del coche al asfalto con un sonido horrible, la arrastró, recorriendo el mismo camino que con el otro cadáver y la tiró al maletero. Le costó menos, la mujer también pesaba como un muerto, pero como uno mucho más ligero.
      Tal como le había dicho su reflejo, no cabían los dos.
      «Mierda», pensó.
      Resopló, cogió una pierna de la mujer y la dobló por la rodilla en la dirección contraria a la articulación. Crujió y un hueso asomó por la tibia. Hizo lo mismo con la otra pierna y esta vez pudo cerrar el maletero. Reprimió el vómito una vez más y se sorprendió ser capaz de hacerlo. «Bueno, técnicamente no es la primera vez que lo haces», pensó.
      Se subió al coche y, antes de emprender la marcha suspiró, trató de relajarse y entonces un pensamiento le vino a la cabeza.
      —¡¿Cómo que las otras tú?! ¡¿Cuántas yoes hay?!

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2 comentarios en “MUCHINICIOS 1: Lo que sea necesario

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