
Contrato de sangre. Imagen libre de licencia: Pexels.
Contrato de sangre es un relato de terror cómico perteneciente a la sección Muchificciones. En esta sección escribiré relatos de temática libre que ocurren en el Muchiverso, mi universo literario. Muchificciones es la sección principal de este blog.

SOBRE EL AMPLIO ESCRITORIO CAOBA , situado en una oficina que a su vez estaba situada en un nuevo edificio que a su vez estaba situado en la zona alta de la avenida Yrret, en la ciudad de Inuat, había una página negra y cinco frascos medicinales cilíndricos de plástico.
La oficina estaba decorada con muebles de Nidea, esa empresa en la que te cobran por unos armarios que vienen sin montar. Eso sí, todos los muebles en esa oficina eran de los caros, de esos que, aunque también tienes que montarte tú mismo, puedes presumir de que lo has hecho por quinientos terrys, dedicarle a la gente una sonrisa de superioridad, sentarte en tu silla Güatdefacman, que no es particularmente cómoda, y apoyar los pies en tu escritorio Åryuquidinmi.
Por los amplios ventanales podía verse la ciudad entera, estaban en el último piso y la línea del mar se dibujaba en el horizonte, con barcos que entraban y salían del puerto y otros que se dedicaban a luchar contra algún monstruo marino que se acercaba a la ciudad con ganas de follón.
Sentadas a cada lado del escritorio había dos mujeres. Una de ellas, con los pies apoyados en la esquina de la mesa, llevaba traje negro, impoluto, con camisa y corbata del mismo color. Los zapatos le brillaban con la luz del sol que entraba en la oficina. Tenía la cabeza rapada al cero y el pelo se reducía a una sombra blanca que resaltaba sobre la piel marrón oscuro. La mujer del traje estaba sentada en el lado bueno del escritorio, el lado que ocupa quien tiene la sartén por el mango, quien maneja el cotarro. Al otro lado había una mujer vestida con un chándal varias tallas más grande de lo que habría necesitado. Llevaba el pelo largo, castaño, enmarañado y tenía la piel del rostro tan ajustada al cráneo que se le marcaban los pómulos y las cuencas de los ojos.
La mujer del traje sonrió y jugueteó con una pluma estilográfica de punta dorada y mango de madera. Miraba a la del chándal con mucho interés, con unos ojos de pupilas rectangulares, como los de una cabra.
—¿Entonces? —dijo con una voz que sonó desdoblada, como si dos personas sin pizca de educación hablasen a la vez. Una de las voces era suave, dulce y la otra era grave y amenazadora—. ¿Firmará, señorita Clárez?
La del chándal se removió en su asiento, incómoda. Tenía la boca pastosa y los labios secos. Miró la hoja negra, luego los frascos medicinales y, por último, a la mujer del traje, que parecía divertirse con aquello.
—¿Tiene algo de beber? —preguntó la señorita Clárez con voz afónica y débil—. Necesito agua.
—Claro. ¿Agua, dice? Puedo darle güisqui, vodka, un kalimotxo…
—Agua, por favor.
—Agua será.
La del traje chasqueó los dedos y, sobre el escritorio, tras un suave ¡plop!, apareció un vaso de agua fría, con pequeñas gotas resbalando por el cristal.
Clárez cogió el vaso, todavía más incómoda, y bebió agua.
Deliciosa.
Fría.
Como recién cogida de un manantial.
—Gracias —dijo Clárez.
—De nada, lo incluiremos en el precio de la transacción —respondió la del traje, con una sonrisa salvaje llena de colmillos. La voz grave parecía divertirse mucho más que la voz suave—. ¿Firmará?
Clárez miró fijamente a los ojos de la del traje, cosa que no era fácil porque, aunque Clárez no tenía nada en contra de las cabras —de hecho, un amigo suyo de la universidad tenía una relación excesivamente estrecha con una cabra, que escondía en su habitación y cada vez que balaba decía que era el sonido de su móvil—, le aterraba cruzar la mirada con aquella mujer. Pero se obligó. Cuando una se está muriendo, decide que ya no va a dejarse llevar por el miedo y deja de preocuparse por lo que le puede pasar o lo que pensarán de ella si se come el último trozo de pizza.
Suspiró y bajó la mirada a los cinco frascos de plástico. Cinco frascos como los cinco meses de vida que le habían dado los médicos.
—Firmaré —dijo por fin.
La del traje sonrió de oreja a oreja y, por alguna extraña razón, aquello a Clárez le pareció más amenazador, más petrificante, que si se hubiera levantado de la silla y hubiera usado aquellas dos voces suyas para amenazarle con arrancarle el corazón con sus propias manos y comérselo delante de ella si no firmaba.
—¡Perfecto! —dijo la del traje—. En ese caso, tenga usted esta pluma y firme al final de la página.
Clárez cogió la pluma y la hoja negra y miró extrañada a la mujer.
—Está vacía —dijo justo antes de un ataque de tos que sonaba como el tubo de escape de la escoba de una bruja que no consiguiera arrancar.
—¿Lo está? —La del traje seguía sonriendo. Luego, con intención de sonar intimidante, añadió—: ¿realmente lo está?
—Esto… sí… está vacía, mire…
Clárez alzó la hoja negra, completamente en blanco, o bueno… en negro, y se la mostró a la del traje.
—¡Oh, mierda! —exclamaron las voces de la del traje—. Ese no es el formulario. —Le arrancó la hoja de las manos, la metió en un cajón de su escritorio y empezó a rebuscar, encorvada hacia delante. Le dedicó varias sonrisas avergonzadas y, por fin, sacó una nueva página—. Tenga usted, este es el correcto. Culpa mía.
La hoja era parecida a la otra, pero a la vez era distinta. Era negra y todo eso, pero de un negro que solo se podía describir con la palabra sobrenatural. Sí, ese era exactamente el tono de la página que Clárez tenía delante, negro sobrenatural.
—Pero… también está vacía…
La del traje se humedeció los labios, se colocó bien el traje, que se había arrugado un poco al encorvarse, se pasó las manos por la cabeza como si quisiera peinarse un pelo largo que no tenía, carraspeó y dijo:
—¿Lo está? ¿Realmente lo está?
Al decir aquello y, antes de que Clárez pudiera responder que sí, coño, que sí, que lo estaba, ésta sintió un dolor atroz en el brazo que sostenía la pluma. Se remangó la sudadera y, en sus delgados brazos, vio como las venas se movían bajo la piel, como mangueras bombeando agua, como gusanos arrastrándose por la tierra. En la página negra empezaron a aparecer letras rojas.
Primero un título en negritas —o en rojitas—, alineado a la izquierda:
CONTRATO DE SANGRE
En los datos de la empresa figuraba un único nombre: Luciafer.
Clárez se comprometía, al firmar ese contrato que se estaba escribiendo con su propia sangre, transmitida de sus venas a la página por algún conjuro macabro, a entregarle su alma a aquella mujer, a Luciafer, la demonia, a cambio de recuperar la salud, de decirle adiós a todas esas medicinas.
Podría volver a vivir.
Tendría una segunda oportunidad.
Una vida sin alma.
—¿Es mi…? —empezó a preguntar Clárez con dificultad. El dolor empezaba a hacer que se marease. Se le nubló la vista.
—¿Sangre? —interrumpió Luciafer—. Sí, lo es. Es un contrato de sangre, de su sangre. Irrompible. Si firma, su alma será mía, pero vivirá. Quizá muera de vieja, rodeada de sus nietas o sus gatos o sola, como a usted le venga en gana. Podrá decidir. Yo ahí ni pincho ni corto. A no ser que quiera que pinche y corte, en ese caso tengo otro contrato que quizá podría interesarle.
Decidir. Menudo verbo.
Hay que decir una cosa sobre Luciafer: sería capaz de convencer a un terraplanista de que el mundo tiene en realidad forma de ornitorrinco tumbado panzarriba en una agradable tarde estival.
—Si firma tendrá la posibilidad de decidir quién quiere ser el resto de su vida, señorita Clárez —añadió la demonia.
—¿Serán más de cinco meses?
—Eso no puedo asegurarlo. Puede vivir cuarenta, cincuenta o sesenta años más, pero también puede ser atropellada por uno de esos putos patinetes eléctricos cuando salga de este edificio. Alguien debería hacer algo con esos putos patinetes eléctricos. ¿No cree usted, señorita Clárez?
Luciafer no recibió respuesta. Clárez estaba mirando el contrato y sujetándose el brazo de la pluma, que seguía bombeando sangre. La hoja estaba casi completa, solo faltaba la línea de puntos en la que debería firmar.
—¿Qué implica que le ceda mi alma? —preguntó la del chándal.
—Oh… pues veamos, cómo se lo puedo explicar… ¿Ha visto usted El Padrino?
Es un buen momento para hacer un inciso. Es importante aclarar que hay ciertas cosas que son famosas en los seis lados del cubo del mundo. Cosas como El padrino, Mundodisco, las croquetas, que gustan en todos los lados y las smash burgers que no gustan en ninguno.
—Sí. Mi preferida es la tercera —respondió Clárez tras el inciso necesario.
—¿En serio? —preguntó Luciafer escudriñando el rostro de Clárez.
—Sí, en serio. ¿Qué ocurre?
—Creo que es la primera persona que dice eso sin reírse.
—Creo que Al Pacino está sensacional…
—Al Pacino siempre lo está. ¿Sabe cuál es mi película favorita del bueno de Al?
—¿Pactar con el diablo? —aventuró Clárez.
—No, esa no la he visto. Me enfado cuando hacen una peli sobre mí. Supongo que es como cuando un policía ve una peli policiaca y le grita a la pantalla: «¡ESO NO ES ASÍ!» o «¡¿QUIÉN TE HA ENSEÑADO A COGER UN ARMA, IDIOTA?!», ¿sabe? Me ocurre lo mismo. No… mi peli favorita de Al es 88 Minutos. Buenísima. ¿La ha visto? —Clárez negó con la cabeza. Había empezado a sudar por el dolor que sentía en el brazo—. Pues se la recomiendo. Cuando terminemos podría verla. Creo que está en Praim Vidio. —Luciafer se interrumpió y se quedó pensando—. ¿De qué estábamos hablando?
—Le he preguntado qué implica que le ceda mi…
—¡Ah, sí! El padrino… —dijo Luciafer interrumpiendo a Clárez—. Digamos que a cambio de que le devuelva la salud, usted estará en deuda conmigo. Algún día necesitaré que usted me devuelva el favor y tendrá que hacer lo que yo le diga.
—¿Y si me niego a hacer lo que me diga?
—¿Ve esas pastillas?
Clárez asintió.
—¿Siente ese dolor en el brazo?
Clárez asintió.
—¿Siente tentaciones de arrancárselo a bocados para dejar de sufrir?
Clárez asintió.
—Si no hace lo que yo le diga cuando yo se lo diga, cogeré su alma y jugaré con ella. Jugaré y jugaré y, créame cuando le digo esto, señorita Clárez, ese día recordará el dolor que siente hoy, el que ha sentido con su enfermedad, en lo desgraciada y mal que le han hecho sentir todas esas pastillitas que se tiene que tomar, y las echará de menos. Me suplicará que pare, que deje de jugar con su alma, pero no lo haré. Intentará suicidarse, pero yo se lo impediré. Si decide cortarse las venas, se las regeneraré, si intenta envenenarse con pastillas, haré que las vomite. Haré de su vida una tortura y solo me detendré cuando acepte hacer lo que le pido. ¿Lo ha entendido? —todo aquello lo dijo con una sonrisa plácida, como quien dice: «Hoy voy a dedicar el día a tumbarme en el sofá a ver pelis».
El dolor del brazo remitió. El contrato estaba escrito. Las letras de sangre brillaban sobre la hoja negra.
—¿Lo ha entendido, señorita Clárez? —repitió Luciafer.
—Es usted un monstruo —dijo Clárez con odio y asco.
Luciafer se sonrojó y sonrió.
—Señorita Clárez, por mucho que usted me adule no va a conseguir que me ablande. Nadie lo ha conseguido y llevo unos cuantos años por aquí.
Clárez miró la hoja. Al final, a la derecha, había una línea horizontal bajo la que podía leerse Marciela Clárez Malaventura. Marciela suspiró, sujetó la pluma con seguridad y acercó la punta a la página. Dudó, pero un vistazo a los cinco tarros de plástico llenos de pastillas hasta la mitad, la terminó de convencer.
Descansó la punta de la pluma sobre la página e hizo un trazo rápido. Al hacerlo sintió un latigazo de dolor en el brazo. La filigrana era roja, como el resto del contrato. «Una firma de sangre», pensó Clárez. Hizo otro trazo, con una raya larga, ignorando el dolor punzante del brazo. Luego escribió su nombre con una letra que habría sido bonita si no le hubiera temblado el pulso por la tortura que estaba sufriendo. Cuando terminó su firma dejó la pluma sobre la hoja y se venció sobre el respaldo, sudando y jadeando.
—Perfecto, señorita Clárez. Ha tomado usted la decisión correcta.
Marciela miró a Luciafer.
—¿Y ahora? ¿Qué debo sentir? ¿Cuándo notaré algo? ¿Cuándo ocurrirá alg…?
—Ya ha ocurrido, señorita Clárez.
—¿Qué quiere decir?
Luciafer chasqueó los dedos y, junto al escritorio, apareció un gran espejo. Marciela dio un respingo, pero no por la aparición del objeto, sino por la persona que le devolvía la mirada desde el reflejo: era ella, o una versión suya que había olvidado hacía mucho tiempo.
Clárez se levantó de la silla con una facilidad que le asombró. No estaba cansada, no se sentía enferma. Caminó encogida, pero no porque no pudiera erguirse, sino como camina alguien que no quiere asustar a un exhibicionista al que ansía fotografiar. Se acercó al espejo y se miró primero los pómulos, rosados y plenos, incluso redondos. Bajo sus ojos no había ojeras y los mismos ojos brillaban con vitalidad. Tenía los labios jugosos, no cortados. Rojos y no morados. Se palpó la piel suave y apartó los dedos como si le hubiera dado calambre. Estaba tersa y se alejaba significativamente de la forma del cráneo.
Se le humedecieron los ojos y dejó que las lágrimas le bañaran las mejillas. Miró a Luciafer, que sonreía al mirarla. Esta vez en su sonrisa no había nada más que ternura.
—¿Soy yo? —preguntó Marciela.
—Es usted, señorita Clárez. Disfrute de su salud y recuerde, no se atreva a rechazarme.
Clárez volvió a girarse hacia el espejo, pero ya no estaba. Miró a Luciafer, pero también había desaparecido. Estaba en una oficina vacía, sin muebles. Parecía el despacho de un inversor que ha timado millones de terrys a sus clientes y ha decidido que es un buen momento para largarse a tomar el sol a Pratchettlandia.
Marcela se miró los brazos, no podía verse las venas. Apretó el puño y entonces las vislumbró, marcándose en el interior de las muñecas, apenas visibles, apenas un tono verdoso camuflado por el color saludable de su piel.
Rio y lloró a la vez. Estaba sana, estaba viva. No tenía alma, se la había entregado a la demonia, pero lo que le había dolido todos esos años no había sido el alma, había sido el cuerpo. Cada fibra, cada órgano, cada músculo y articulación. Podía vivir sin alma y lo iba a hacer. ¿Su primer deseo? Alquilar un patinete eléctrico, llevaba un rato pensando en ello. Eso y ver 88 Minutos tirada en el sofá, con una tarrina de helado y una manta. Eso para empezar. Luego, a partir del día siguiente, retomaría su trabajo. Quizá le costase un poco ponerse al día, pero ahora tenía tiempo y echaba mucho de menos descuartizar a alguien. ¿La policía habría dejado de buscarla? Llevaba demasiado tiempo inactiva, pero ahora podía seguir con su obra. La víctima número veintiséis iba a caer y sería un asesinato muy especial. ¡Uh! Tenía que comprarse una motosierra nueva. ■

