MUCHIFICCIONES 9: La posesivición

En la imagen vemos el primer plano de unas manos sujetando lo que parece un libro sagrado. Además, de las manos cuelga un rosario largo. Son manos femeninas, así que entendemos que se trata de una monja, porque la persona va vestida con una sotana o hábito negro. El relato se titula: La posesivición.

La posesivición. Imagen libre de licencia: Pexels.

La posesivición es un relato de terror cómico perteneciente a la sección Muchificciones. En esta sección escribiré relatos de temática libre que ocurren en el Muchiverso, mi universo literario. Muchificciones es la sección principal de este blog.

TÍTULO IMAGEN

CUANDO SE LEVANTÓ AQUELLA MAÑANA, en la quietud del convento, la madre Parras no esperaba recibir la llamada que recibió. La llamada que, aunque suene a topicazo, le cambiaría la vida para siempre. Bueno, el resto de su vida, porque la que vivió antes de la llamada ya venía cambiada de serie.
      La mañana había transcurrido como de costumbre: se levantó, rezó sus oraciones y se fustigó durante unos minutos con un látigo de tres colas. No se flageló por los pecados que había cometido —era una mujer recta, de unos valores que rozaban la obsesión—, si no por los pecados que podía cometer. Aquellos latigazos matutinos eran una llamada de atención a su yo del futuro. Algo parecido a cuando en la antigüedad clavaban cabezas en picas para enviarles mensajes a sus enemigos. Por suerte luego inventaron los post-its y el correo, y poco a poco cambió la manera de comunicarse de la sociedad. En la actualidad se ven pocas cabezas clavadas en picas en las plazas de los pueblos, con leyendas como: Oye, Piter, ¿puedes mirar si nos queda leche? Voy al súper. P. D. Soy Chandra. P. P. D. No te olvides de sacar a Garibolo a que haga sus cosas, grabadas a cuchillo en la frente. Aunque había gente que, de vez en cuando, decía cosas como: Echo de menos aquellos tiempos. Ahora no se puede hacer nada, todo es políticamente incorrecto…
      La madre Parras desayunó en el gran comedor, con el resto de las monjas, solo que, a diferencia de ellas, que compartían grandes mesas y se sentaban en largos bancos, la madre Parras comía sola en una mesa situada de tal forma que podía vigilar a todas aquellas jóvenes imperfectas. De vez en cuando lanzaba miradas tan afiladas como cuchillos a alguna de las monjas que apoyaban los codos en la mesa, no se sentaban rectas o incluso se atrevían a sacarse algún moco y lanzárselo a las gachas a la compañera que se sentaba en frente.
      Una monja vieja, mucho más vieja que la madre Parras, entró en el gran comedor, se acercó a ella, se inclinó hacia delante y le susurró algo al oído. Las monjas se callaron de golpe y trataron, sin éxito, de escuchar qué le estaba susurrando la vieja. La madre Parras asintió y siguió comiendo tranquilamente mientras la vieja abandonaba el comedor.
      Solo cuando se hubo terminado las gachas y se limpió con delicadeza las comisuras de la boca dándose toquecitos con una servilleta de tela, se levantó, muy erguida, hizo una leve reverencia a las monjas, que respondieron con una inclinación de cabeza —excepto una monja nueva que, para desesperación de la madre Parras, gritó: ¡Que pase usté un güen día, madre superiora!—, y abandonó el comedor con paso ligero, aunque muy elegante.
      Lo que la vieja monja le había dicho era que tenía una llamada importante. La mismísima suma sacerdotisa, la figura más importante de la congregación, le estaba llamando a ella y solo a ella.
      La madre Parras entró en su despacho: un lugar discreto, austero. Lo único que podía considerarse decorativo era un cuadro enorme en blanco que pretendía representar a Sacsé, la diosa creadora —como la diosa no tenía una forma definida, si no que podía ser lo que le diera la gana cuando le diera la gana, se le solía representar en las pinturas no representándola en absoluto—. Había un escritorio grande, de madera maciza, con una silla de oficina que parecía bastante cómoda. Sobre el escritorio había papeles ordenados, un vaso de mármol lleno de bolígrafos y lápices y un teléfono descolgado.
      Se sentó en la silla, respiró profundamente, cogió el auricular que descansaba en el escritorio y se lo llevó a la oreja.
      —Al habla la madre Parras —dijo—, dígame.

Un día después de la llamada, la madre Parras se detuvo delante de un chalé de fachada blanca. Llevaba un abrigo grueso y un maletín en la mano enguantada. El chalé tenía la puerta y las ventanas negras y un pequeño jardincillo delantero mal cuidado. Un sendero de piedra comunicaba la puerta principal con la acera. Había una cerca de maderas puntiagudas pintadas de blanco y un buzón clavado en el césped.
      Era de noche y una farola de luz mortecina iluminaba a la mujer. La madre Parras miró su reloj: las diez menos veintitrés. El último vuelo se había retrasado y ella estaba agotada, pero daba igual, el trabajo era el trabajo y no todos los días una tiene la oportunidad de hacer algo como lo que ella iba a hacer.
      Se acercó a la puerta y llamó usando la alabarda. No le gustaba tocar el timbre, porque nunca sabes qué melodía estridente puede sonar. En una ocasión llamó al timbre de una casa que sonaba como la cancioncilla infantil: El perro de dos cabezas se ha llevado el marcapasos del abuelo. La madre Parras sintió un escalofrío al recordar aquella maldita melodía.
      La puerta se abrió y una mujer de mediana edad apareció. Tenía ojeras muy oscuras, el pelo lacio y despeinado y por su rostro parecía no haber dormido en meses.
      —¿Señora Macnil? —dijo la madre Parras. La mujer asintió. Parecía que en cualquier momento fuera a romper a llorar y parecía también que era algo que le pasaba muy a menudo—. Soy la madre Parras, me envían de la congregación por lo de su hija.
      La señora Macnil, efectivamente, rompió a llorar. Se sacó un pañuelo de papel de la manga del jersey. Estaba muy arrugado y la madre Parras supuso que aquel no era el primer uso. Puso cara de asco, aunque la señora Macnil no se dio cuenta, porque se estaba secando las lágrimas con aquel pañuelo, con el que primero se había sonado la nariz.
      —¿Puedo pasar, señora Macnil?
      La mujer se echó a un lado e invitó a la madre Parras a pasar al interior.
      En el domicilio hacía un frío del carajo. Mucho más que afuera. En cuanto entró, notó como su respiración se convertía en vaho. Miró a su alrededor. Estaban en el recibidor. A la derecha había una escalera ascendente y a la izquierda una puerta cerrada de cristal.
      La madre Parras pensó en quitarse el abrigo, pero joder, hacía tanto frío que podía cortar el cristal de la puerta con sus pezones.
      —¿Está su hija arriba, señora Macnil?
      La mujer asintió sin dejar de llorar.
      —¿Hay alguien más en casa?
      La mujer asintió de nuevo.
      La madre Parras suspiró.
      —Necesito que me hable, señora Macnil. ¿Quién más hay en casa?
      —Mi-mi-mi-mi muj-mu-muj-mujer —dijo la señora Macnil, haciendo un esfuerzo enorme por hablar entre sollozos.
      La madre Parras asintió.
      —¿Nadie más?
      La señora Macnil negó.
      —Pe-pe-perdón. No-no-no hay nadie m-m-m-más.
      —¿Dónde está su mujer?
      La señora Macnil no respondió esta vez, solo señaló hacia arriba con la cabeza. La madre Parras asintió.
      —Me gustaría ver a su hija… —La madre Parras abrió el maletín que llevaba, sacó una carpeta y empezó a revisar los papeles— Rigan. Luego hablaremos usted, su mujer y yo. ¿De acuerdo?
      El rostro de la señora Macnil sufrió un cambio. Se convirtió en una máscara de terror y su mirada se deslizó escaleras arriba. Empezó a temblar, a moquear y a hiperventilar.
      —Solo dígame dónde está y yo iré a verla. Puede quedarse aquí.
      —N-n-no. Le-le-le… le acompa-acompa-pa-paño.
      La madre Parras volvió a suspirar. En realidad, habría preferido ir sola. La gente le daba mucha pereza.
      Subieron las escaleras. La señora Macnil encabezó la marcha. A cada escalón que subían, la temperatura iba descendiendo. La madre Parras, además del frío, sintió una presión en el pecho, una incomodidad muy parecida a cuando subes en el ascensor con alguien que no te cae especialmente bien, solo que peor, con un componente maligno.
      —Mi pequeña lo está pasando muy mal —dijo la señora Macnil.
      La madre Parras no respondió.
      —Habla de una forma extraña. Nunca la habíamos escuchado hablar así. Además de repente le dio por comerse todas las verduras del plato sin rechistar. ¡Es horrible!
      Llegaron al primer piso. Había dos habitaciones y un lavabo. La señora Macnil se acercó a una de las puertas cerradas, puso la mano en el pomo y suspiró. El vaho salió de su boca como humo de puro.
      —Madre Parras, ayude a mi hija, por favor.
      —Es mi intención, señora Macnil. Abra, veamos a la pequeña Rigan.
      La señora Macnil asintió. Cerró los ojos, apretó los labios, se llevó la mano libre al pecho, como si tratara de sujetarse el corazón para que no le latiera tan fuerte, y abrió la puerta.
      La sensación inmediata que azotó a la madre Parras fue la de que algo terriblemente malo estaba pasando ahí dentro. Entró en la habitación. Estaba oscuro, pero de alguna forma podía ver el interior, como si ni siquiera la oscuridad tuviera claro cómo tenía que comportarse. Las paredes, cubiertas de papel pintado, estaban llenas de arañazos y en algunas zonas el papel estaba desgarrado y desprendido. Los muebles parecían arañados por un tigre y mordidos por un lobo. El frío ya no era ni siquiera soportable. La ventana estaba cerrada y había una estufa, pero aquel dormitorio parecía la sección de congelados del súper. Había una cama grande, en la que una niña parecía descansar. Tenía las muñecas y los tobillos atados con sábanas a la estructura metálica de la cama. A su lado, sentada en una mecedora con margas de zarpazos, había una mujer que presentaba el mismo estado de salud física y mental que la señora Macnil. La mujer se levantó. Estaba muy delgada y la ropa que llevaba le iba enorme. Sin duda en otro momento la había llenado del todo, pero ahora podías meter sin problemas las dos manos por el cuello de la camisa negra que llevaba.
      —¿Madre Parras? —preguntó la mujer acercándose a ella con la mano extendida. La madre Parras se la estrechó, asintiendo con la cabeza—. Soy Charon Espenser. Ella es Rigan.
      Rigan… Podría haber pasado por una niña normal de no ser por todas las pústulas que tenía en la cara. Su piel era verduzca y tenía los labios pálidos y cortados y el pelo encrespado. La cría abrió los ojos, quizá al escuchar su nombre, quizá al notar la presencia de otra adulta en el dormitorio. Sus ojos… amarillos como la mostaza y con unas pupilas estrechas, alargadas, felinas. Unos ojos terribles, malignos, antinaturales.
      —Hola, Rigan —dijo la monja intentando ignorar la tentación de salir de allí—. Soy la madre Parras.
      —¿Qué pasha, tronca? —respondió la cría con una voz excesivamente grave—. ¿Tiesh papel de liar? Me apetece mazo un calo.
      La madre Parras miró a la señora Macnil, que había lanzado un sollozo y se tapaba la cara con las manos. Luego miró a la señora Espenser.
      —Desde que empezó todo esto habla así —explicó la señora Espenser—. Su voz… no sé de quién es, madre Parras, pero esa no es nuestra hija.
      —¿Podrías decirnos cómo te llamas? —preguntó la madre Parras a la niña.
      La mocosa empezó a reírse con un sonido desesperante. Parecía el rebuzno de un asno.
      —¿Que quién shoy? Posh claro, tronca. No te rallesh. ¡Relaja la raja! No m’hash reshpondío… ¿tiesh papel de liar? ¿Nosh hacemosh un peta?
      —Lo siento, no fumo.
      —Posh un chupito, ¿no? Un güishcola.
      —Tampoco bebo.
      —Posh shi no fumash, ni bebesh… Al menosh follarásh, ¿no, pava?
      La madre Parras no iba a responder. Recordaba perfectamente la llamada. La suma sacerdotisa le había informado de que la pequeña Rigan Macnil estaba poseída. La primera posesión que la congregación presenciaba en siglos. La suma sacerdotisa le había advertido, además, de que el demonio que había poseído a la cría intentaría provocarle, pero que no debía ceder a las provocaciones. Buscará la forma de sacarle de sus casillas, no lo permita, madre Parras, no deje que el diablo se meta en su cabeza. No pensaba hacerlo. Si algo había aprendido en su carrera como monja, era controlar sus emociones. No se dejaba llevar fácilmente por provocaciones ajenas. Se consideraba así misma una roca inamovible.
      —¿Echamosh un polvete o qué, madre Puerrosh? —preguntó Rigan.
      La madre Parras se lanzó contra la niña y sus madres tuvieron que detenerla y sujetarla.
      —¡Soltadme, que la mato! —gritaba—. ¡Vuelve a llamarme Puerros y te arruño la cara, hija del infierno! ¡Puerros tus muertos!
      —¡Madre, contrólese! —gritaba la señora Espenser.
      —¡¿Pero que le ha dado?! —exclamó la señora Macnil.
      —¡Dos hostias con la mano abierta es lo que necesita! ¡Dejadme, que le quito el demonio a guantás!
      Tuvieron que sacarla de la habitación, cerrar la puerta tras ellas y dejar a la pequeña Rigan sola, riéndose con sus rebuznos y gritando groserías y canturreando ¡Madre Puerrosh! ¡Madre Puerrosh! ¡Maaaaadre Pueeeeerhoooosh!.
      La madre Parras intentó entrar en la habitación un par de veces, pero las dos madres se lo impidieron y la obligaron a bajar a la planta de abajo.
      Cuando se sentaron en el sillón, la señora Espenser le trajo una tila doble. La madre Parras cogió la taza con mano temblorosa. Dio un sorbo a pesar de que el agua estaba hirviendo y bajó la cabeza.
      —Discúlpenme —dijo la madre Parras.
      —¿Qué coño ha pasado ahí dentro? —quiso saber la señora Macnil, cuya tartamudez había desaparecido por su enfado.
      —Perdonen. Es por lo de Puerros, era mi mote en el colegio. No sé cómo lo ha podido saber, pero es algo que hacía tiempo que no escuchaba. No es excusa. Disculpen, pero… ¡ES QUE LA MOÑEO! —gritó al techo, como pretendiendo que la pequeña Rigan le escuchara desde el piso superior.
      Las dos mujeres se miraron y luego miraron a la monja con cierta compasión.
      —Rigan sabe cosas que no debería saber —explicó la señora Macnil—. Es capaz de… Diosas, seguramente pensará que estamos locas, pero es capaz de leer los pensamientos de la gente. Además, empezó a hablar en una lengua extaña.
      —¿Una lengua extraña? —se interesó la señora Parras.
      —Sí… la grabamos con el móvil mientras dormía, pero no entendemos nada de lo que dice. Mire….
      La señora Espenser sacó su teléfono, abrió la aplicación de la grabadora de voz, buscó un archivo y le dio al play. Lo que sonó fue la voz de su mujer diciéndole cosas picaronas, cosas como Cuchufleta mía, Házmelo como tú sabes o ¡Retuércemelos! ¡Retuércemelos!.
      —¡Disculpe —dijo la señora Espenser sonrojada, tratando sin éxito detener la grabación—, no es esto…!
      La voz de la señora Macnil se calló y en su lugar empezó a sonar la de Rigan, pero no era aquella voz que ella había escuchado. Tenía ahora una voz nasal, aguda y aquel idioma en el que hablaba…
      Parlo sense vergonya, parlo en català…, decía la niña, i si m’equivoco torno a començar.
      —¿Usted entiende lo que dice? —preguntó la señora Macnil.
      La madre Parras negó con la cabeza.
      —¿Hay más? —quiso saber.
      —Sí —respondió la señora Espenser. Buscó el archivo, intentando asegurarse de que no ponía otro momento de intimidad con su mujer.
      Cagondena! Collons! Gamarús! Cap de suro! Figaflor! Poca-Solta!. La voz de la grabación se calló y luego empezó a cantar: Soool solet, vine’m a veure, vine’m a veuuuure! Sooool solet, vine’m a veure que tin freeed…
      —Nunca habíamos escuchado ese idioma —dijo la señora Espenser—. De repente empezó a hablar así. Luego cambió a esa forma en la que habla ahora. Parece… no sé… parece que le pese la lengua o que se haya dado un golpe en la cabeza. Y dice cosas como pavo, tronco, cantidubi, oqueimaquei, me las piro, vampiro, efectiviwonder… No entendemos nada.
      —He oído hablar de esas expresiones —explicó la madre Parras—, formaban parte del lenguaje popular de antiguas civilizaciones. Podríamos decir que son lenguas muertas.
      … Siiii tens fred, posa’t la capa, posa’t la caaaaapa!, continuó la niña en la grabación. Si tens fred, posa’t la capa i el barreeeet!
      —¿Algo más? —preguntó la monja.
      —Sí —respondió la señora Macnil—. También empezó a decir frases en nuestro idioma, pero no tenían ningún sentido.
      —¿Tienen alguna grabación?
      —Sí, sí. Mire…
      ¡Se ha matao Paco!, dijo de repente la voz de Rigan. Era una voz normal, de niña. La madre Parras preguntó si esa era su voz normal y las madres asintieron. Pero ¿usted quién es? Pos la verdá es que nunca me habían preguntao eso… ¡Se va haber un follón que no va a saber ni ónde s’ha metío! ¡No oigo ná!
      —De acuerdo, puede pararlo. Está claro que lo que me dijo la suma sacerdotisa es cierto. Su hija ha sido poseída por un demonio.
      Las madres de Rigan, aunque sabían que se trataba de eso, no pudieron evitar llevarse las manos a la boca.
      —¿Cuántas exorcistas han intentado curar a su hij…?
      —¡Madre Pueeeeeeeeeerrosh! —gritó de repente la niña desde su cama—. ¡Le pica el chirri! ¡Madre Pueeeeeeeeeerrosh! ¡A la madre Puerros le pica abajo! ¡A la madre Puerros le pica el badajo! ¡Madre Pueeeeeeeeeerrosh! ¡Puerrosh!, ¡Puerrosh!, ¡Puerrosh!, ¡Puerrosh!
      —¡Se acabó!
      La madre Parras, sin dar tiempo a las dos mujeres a reaccionar, salió corriendo escaleras arriba y se metió en la habitación con intención de arrastrar a esa mocosa diabólica de los pelos si hacía falta. Le iba a enseñar ella a no llamarla Puerros nunca más.
      Lo que se encontró al entrar fue horrible. La niña no estaba atada, si no sentada en el borde de la cama, mirándola fijamente con una sonrisa terrible. No estaba sola en la habitación, si no que estaba acompañada por una docena de niñas vestidas como monjas. Las niñas sonreían de la misma forma perversa que la pequeña Rigan. Todas y cada una de ellas señalaron a la madre Parras a la vez y empezaron a gritar ¡Puerros!, ¡Puerros!, ¡Puerros!, ¡Puerros!, ¡Puerros!, ¡Puerros!, ¡Puerros!
      La madre Parras se tiró al suelo de rodillas, se tapó las orejas y empezó a gritar y a llorar, a mecerse. Suplicaba que se callaran, que dejaran de llamarla así, pero las voces de las niñas sonaban cada vez más fuerte, acompañadas por la risa desquiciante y rebuznante del demonio que habitaba el cuerpo de la pequeña Rigan.
      La monja se levantó y con un grito desesperado echó a correr hacia la ventana y saltó, atravesando el marco y el cristal. Cayó en picado al vacío y se estrelló contra el suelo. Su cuerpo quedó reventado como una sandía madura lanzada desde lo alto de la torre de Rapunzel.
      Las madres de Rigan entraron en la habitación. Miraron a su hija, tumbada en la cama, atada de pies y manos. La mocosa sonreía, las miraba y luego miraba la ventana destrozada. Las mujeres suspiraron y negaron con la cabeza.
      —Otra más —dijo la señora Espenser.
      —Sí… —afirmó la señora Macnil.
      —¿Es la cuarta que se tira por la ventana?
      —La quinta —corrigió la señora Macnil.
      —A lo mejor deberíamos tapiar la ventana para que no pase más.
      —Puede que sea buena idea. ¿Qué vamos a hacer con Rigan?
      La señora Espenser miró a su hija y suspiró de nuevo.
      —Tendremos que llamar para que nos manden otra exorcista, ¿no? No podemos dejarla así.
      —Voy a llamar a la congregación. ¿Recoges tú esos cristales? Y si quieres luego pedimos algo de comer… ¿sushi? Vale, pues sushi… —se quedó un momento mirando a su hija, que seguía sonriendo—. También voy a pedir unos rollitos de primavera. Un día es un día.

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