
Elementalmente. Imagen libre de licencia: Pexels.
Elementalmente es un relato de fantasía cómica perteneciente a la sección Muchificciones. En esta sección escribiré relatos de temática libre que ocurren en el Muchiverso, mi universo literario. Muchificciones es la sección principal de este blog.

DIEZ SOLDADOS. NI MÁS NI MENOS. Diez soldados rodeando a una mujer, formando un círculo amplio que se aseguraba de mantener las distancias con ella. No era para menos, porque esos diez soldados habían visto como la mujer había matado ya a veinte de sus compañeros, algunos amigos y otros… bueno, digamos que había deudas de póquer que ya no se iban a poder cobrar. Diez soldados caminando en círculos, sujetando espadas y lanzas con pulso tembloroso.
La mujer, por su lado, estaba sentada en el suelo, en medio del círculo humano. Con las piernas cruzadas y la espalda muy recta. Saboreaba con calma y deleite, con los ojos cerrados, un bocadillo de choped de gamusino al que le acababa de dar un buen bocado. Estaba, como ya he mencionado, sentada en el suelo, sobre un charco del agua de la lluvia de la noche anterior, mezclada con la sangre de los soldados que se había cargado sin siquiera moverse del sitio. Y estaba sentada en ese charco a pesar de ir vestida con pantalón de traje negro y chaleco gris sobre una camisa blanca, con corbata a juego con los pantalones. Cualquiera que amara mínimamente la moda la miraría con la misma aprensión que un amante de los libros mira a quienes doblan la esquina de las páginas.
—¡¿A qué esperáis?! ¡Atacad!
La orden, que fue tomada más bien como una simple sugerencia, venía de un tipo alto, gordo, con bigote espeso y rojo y ni un solo pelo más en toda la cabeza —a excepción de los que sobresalían de sus orejas y sus fosas nasales—. Estaba en lo alto de una torre de vigilancia, agarrado a los barrotes de madera y haciendo una serie de aspavientos que, la verdad, eran bastante ridículos.
—¡¿Por qué tenemos que atacarla?! —preguntó con tino un soldado bajito y delgaducho al que el yelmo le iba casi tan grande como la chupa de cuero.
—¿Cómo dices? —quiso saber el bigotudo.
—Digo que ¿por qué tenemos que atacarla? Ha dejado muy claro que es superior a nosotros.
El bigotudo no respondió en seguida. No le faltaba razón al delgaducho.
—¡Pues por el imperio! —contestó al fin, sin creérselo demasiado.
—Ya… La cosa es que a mí el imperio me debe dos meses de sueldo y cuando le pedí el día libre para ayudar a mi cuñada con la declaración de la renta, me los rechazaron…
—¡Si no la atacáis cometeréis traición!
—… novecientos terrys le tocó pagar a mi cuñada —continuó el soldado—. Acaba de ser madre y ha adoptado un hada. No puede permitirse esos gastos. ¿Me lo va a pagar el imperio? No creo…
La mujer le dio otro mordisco al bocadillo. Continuaba con los ojos cerrados.
—¿No pudo pagarlo a plazos? —le preguntó otro soldado a su compañero.
—Bueno, sí, pero el caso es que yo necesitaba el día libre para ayudarla y no me lo dieron. Ahora se me pide que ataque a esa mujer que, por un lado, no me ha hecho nada, y por otro seguramente me lo hará en cuanto le ataque…
La mujer asintió, sin abrir los ojos.
—… ¿Lo ves?
Hubo murmullos de aprobación. Aquel soldado, al que sus compañeros no estaban acostumbrados a escuchar hablar, esa tarde había decidido usar el idioma de la verdad.
El bigotudo, rojo de rabia, estaba viendo como la situación se le iba de las manos. Bajó de la torre hecho una furia, se acercó al círculo de soldados y los apartó. Caminó hacia el soldado delgaducho, lo cogió de las solapas de la chupa de cuero y empezó a zarandearlo.
—¡¿Quién te crees que eres, soldado?!
—Oh, mi nombre es Charls, encantado, señor.
—¡Silencio! Atacaréis a esa mujer y dejaréis que os mate u os mataré. ¡¿Entendido?!
El soldado miró a sus compañeros.
—Entonces las opciones que tenemos, si no le he entendido mal, señor, es morir o morir. ¿Es eso correcto?
—¡Sí! —dijo el gordo bigotudo escupiendo al soldado en la cara.
—Ya… Esto… ¿señor?
—¡¿Qué?!
—Detrás de usted…
—¿Qué pasa detrás dem…?
El bigotudo miró por encima de su hombro y vio como la mujer se había movido. Ni siquiera escuchó sus pasos en el gran charco de agua y sangre. Se movía como un gato. No, peor, se movía como un gato imaginario.
La mujer había abierto los ojos, que eran de un azul tan vivo que parecían brillar. Mirar aquellos ojos era como mirar el océano.
—Hola —dijo ella con voz tranquila—. ¿Podrías contestarme a unas preguntas? Claramente has perdido, es lo justo.
El bigotudo soltó al soldado con un empujón, llevó la mano a la espada y la desenvainó con agilidad. La sujetó entre él y la mujer, pero el arma temblaba mucho.
—Supongo que eso es un no…
El bigotudo alzó la espada, cerró los ojos y la descargó con fuerza sobre la cabeza de la mujer mientras profería un grito de rabia. En vez de encontrar pelo y carne, la hoja afilada golpeó algo duro que, sin embargo, sonó con un gran «¡chof!». El bigotudo abrió los ojos y vio que, delante de la mujer, había un muro de agua turbia, llena de barro y de sangre, que debía medir cerca de un metro ochenta. El filo de la espada estaba clavado en él. Apartó el arma y vio que se había mellado.
El muro de agua empezó a encogerse hasta que desapareció en el gran charco.
—¿Por qué los imperiales siempre atacáis a lo loco? —preguntó la mujer—. Hay que meditar las cosas, hombre.
El bigotudo, furioso como un toro al que le han dicho que tiene que trabajar en fin de semana, volvió a atacar. Del charco de agua se alzaban y desaparecían paredes a la misma velocidad que el hombre golpeaba. La mujer ni siquiera se movía. Seguía comiéndose el bocadillo.
—Necesitaría que dejaras de hacer eso —comentó acomodándose un buen pedazo de comida en la mejilla, para poder vocalizar.
Pero él no estaba por la labor. Iba a seguir atacando y el charco continuaría repeliendo cada uno de sus ataques.
—De verdad, necesito que pares.
Ataque.
Muro de agua y sangre.
Ataque.
Muro de agua y sangre.
—¡He dicho que pares!
El bigotudo lanzó un alarido de dolor. Soltó la espada y miró hacia abajo. Uno de sus pies había sido atravesado desde la planta hasta el empeine por lo que parecía una gran púa de agua sucia.
La mujer apretó los dientes y aspiró entre ellos, solidarizándose con el dolor de aquel pobre imbécil.
—Uf… eso tiene que doler —dijo—. Y mira la suciedad de esa agua. Espera, deja que te ayude. —El pincho de agua empezó a desaparecer. Dejó de asomar por el empeine y el bigotudo cayó al suelo—. Yo me miraría esa herida, se te va a infectar. ¿Podrás responderme ahora a unas preguntas?
—Que te jodan, elemental.
El bigotudo alzó la cabeza y escupió a la mujer, pero el escupitajo no alcanzó su objetivo, se quedó flotando en el aire entre ambos. La mujer negó con la cabeza.
—No me gusta que me escupan.
El gargajo empezó a estirarse en el aire, tomando la forma de un dardo afilado y viscoso, y salió disparado hacia la cabeza del bigotudo. Entró por el centro de la frente y salió por la nuca. El hombre se quedó quieto, con la boca abierta. ¿Acababan de matarle con su propia saliva? Se recordó a sí mismo que cuando Muerte, diosa de la muerte (valga la redundancia), viniera a por su alma, tenía que preguntárselo.
Cayó hacia delante en el charco, salpicando la ropa ya salpicada de sangre de la mujer y el bocadillo. Puso mala cara y lanzó la comida.
—A la mierda el bocata…
Miró a los soldados, paralizados como estatuas —todos menos uno, que estaba vomitando mientras decía: «¡Se lo ha cepillao con su propia baba! ¡Puags!»—.
La mujer hinchó los carrillos y soltó una pedorreta.
—¿Qué vais a hacer vosotros? Es que no me apetece mataros. No parecéis mala gente.
El delgaducho se acercó a ella, mirando el cadáver del bigotudo, que tenía la cara sumergida en el charco.
—Nosotros no queremos que nos mates —comentó.
—Eso está bien. Parece que tenemos intereses en común.
—¿Nos perdonarás la vida sin más, elemental?
—Si soltáis las armas…
Antes de que terminara la frase se escuchó un estruendo de armas metálicas golpeando el suelo.
—… Oh… ha sido fácil. Pues si además me respondéis a la pregunta que ese no ha querido responderme…
—¿Cuál es, elemental?
La mujer torció el gesto. No le gustaba que le llamaran elemental. Sí, vale, era una elemental, pero joder, ¿por qué la gente, cuando se enteraba, no le preguntaba nunca el nombre? Con lo bonito que es Álusur Lúnigek…
—Quiero saber dónde tienen encerradas a las otras elementales. Voy a rescatarlas.
El soldado miró a sus compañeros, incómodo. Si revelaba esa información, el imperio pediría su cabeza. Pero miró con mayor incomodidad al bigotudo muerto y los ojos azul oceánico de la elemental de agua. Había matado ella sola a veintiún hombres bien armados. Tragó saliva y pensó que, si a aquella mujer se le antojaba, podría convertir ese torrente de fluido en un arma. Podría hacer incluso que explotase dentro de su garganta y su cabeza terminaría medio sumergida en aquel charco asqueroso. Y todo por un imperio que se negaba a pagarle.
—Están en las minas del norte —se arrancó a hablar—. Las tienen esclavizadas. Han anulado sus poderes de alguna forma, no tengo ni idea de cómo, pero si buscas al viejo esclavista y le retuerces los cojones ciento ochenta grados, seguro que te lo cuenta. Vive en una cabaña en los bosques Lúgubres. Le faltan dos dedos de la mano derecha y su signo del zodíaco es cuchara, con ascendencia escarabajo pelotero. Esto… ¿qué más podría decirte? Supongo que…
—Creo que con eso es suficiente —le interrumpió Álusur antes de que le diera por contarle con cuánta regularidad iba el esclavista al váter—. Gracias por la información.
Giró sobre sus talones para alejarse de allí. Cuando se estaba marchando el delgaducho la llamó.
—Eh, elemental.
—¿Umm?
—Gracias por no matarnos y eso.
Álusur asintió con una sonrisa amplia. La verdad es que se alegraba mucho de no haber tenido que cargárselos. Aunque eran del ejército imperial y se merecían todo lo malo que les pudiera pasar, no le apetecía ser ella lo que les pasara.
—Cuidaos y, sobre todo, no vayáis a las minas. No creo que nadie de allí vaya a sobrevivir.
El delgaducho la miró boquiabierto mientras la mujer se largaba. No pensaba acercarse a ningún otro sitio donde hubiera elementales. De hecho, pensaba colgar el yelmo, dejar el ejército y buscar un trabajo en un sector menos arriesgado. Siempre le había gustado la fruta, quizá podía poner un puesto en alguna ciudad, una en la que no acostumbrara a haber persecuciones. Lo que menos le apetecía era tener que arrodillarse en medio de la calle para recoger mandarinas del suelo porque alguien se había estampado con su puesto mientras huía de seis orcos, dos trasgos y un troll, por decir algo. ■

