
Blanca como la nieve. Imagen libre de licencia: Pixabay.
Blanca como la nieve es un relato de fantasía cómica perteneciente a la sección Muchitelling. En esta sección escribiré relatos ambientados en el Muchiverso, mi universo literario, pero todos serán retellings de cuentos clásicos. Muchitelling es un ejercicio de escritura que se encuentra dentro de la sección Muchijuegos.

ESPEJO, ESPEJITO MÁGICO —Empezó a decir la bruja mirándose en un espejo ovalado que flotaba en medio de una gran sala abovedada—. ¿Quién es la persona más hermosa del Muchiverso? Soy yo, ¿verdad? Quiero decir… mírame… —dijo señalándose de arriba abajo y luego de abajo arriba—. ¿Quién podría haber más hermosa que una servidora?
El reflejo de la bruja, esvelto, alto, de rostro pálido y labios pintados de negro, con pestañas gruesas que enmarcaban unos preciosos ojos verdes, se tambaleó como si, en vez de cristal, fuera la superficie de un lago mecido por la brisa de verano y luego desapareció. En el cristal o, mejor dicho, dentro de este, apareció un rostro terriblemente blanco. No tenía ojos, solo dos pozos negros y su boca se arqueaba en una sonrisa grotesca. Cualquiera que viera aquella cara, habría pensado que quizá no era la más indicada para opinar de belleza.
El rostro del espejo carraspeó, su sonrisa se ensanchó, dándole un aspecto todavía peor y luego, tras meditar largo y tendido sobre la pregunta que le había hecho la bruja, dijo:
—Pedro Pascal es la persona más hermosa del Muchiverso, mi señora.
La bruja puso los ojos en blanco.
—Aparte de él, espejo, no me toques el higo… ¿Quién es la persona más hermosa del Muchiverso, sin contar a Pedro Pascal?
De pronto parecía que la cosa que había en el interior del espejo se estuviera pellizcando el mentón para pensar con más ímpetu, pero lo curioso era que no tenía manos.
—Quizá Blanca, la hija de su difunto marido, mi señora.
La bruja bufó.
—¡¿Esa?!
—Me temo que sí, mi señora. Tiene la belleza física y la belleza interior, además hace unas croquetas que te mueres. Hasta Koroque, la diosa de las croquetas, ha reconocido en alguna ocasión que, si alguien pudiera competir con ella, sería Blanca.
—Pero si está muy pálida —replicó la bruja—. Parece que tenga nieve por piel.
—Lo que hace que su belleza parezca espectral, mi señora.
La bruja estaba paseándose por la sala, en círculos, frustrada y tramando alguna maldad.
—No puedo permitir que esa huerfanucha de mierda me supere en belleza.
—¿Qué quiere decir, mi señora?
—Tengo que acabar con ella de alguna forma. Quizá pueda contratar a un sicario, que le arranque el corazón y me lo traiga en un táper de esos de cristal. Quizá podría envenenar una manzana y ofrecérsela… No, eso no tiene sentido. ¿Qué joven de veintidós años acepta manzanas? Tendría que ser otra cosa. Nunca he envenenado una pizza. Supongo que el proceso es el mismo, pero no tengo claro si el veneno lo tengo que rociar después de hornearla o mezclarlo con la salsa de tomate… Tiene que haber una forma más sencilla de matarla…
—¿No cree que es un pelín excesivo, mi señora?
La bruja se detuvo y miró confusa al espejo.
—No entiendo…
—Está planeando un homicidio porque alguien es más hermoso que usted. No sé… ¿no cree que sería mucho mejor acudir a terapia? ¿Trabajar en su autoestima?
La bruja se quedó en silencio un segundo. Luego estalló en carcajadas.
—Terapia dice… ¡Ja! ¡Muy buena esa, espejo! Si los personajes de cuentos fuéramos a terapia, no habría ni una sola historia escrita en el mundo. Terapia… No te tenía por humorista, espejo.
La cabaña estaba rodeada de flores blancas, doradas, rojas, púrpuras. Había plantas y un camino que iba desde la puerta principal hasta perderse en la espesura del bosque. El interior era acogedor. Nada más entrar había una mesa larga con siete sillas. A la derecha estaba la cocina, separada del resto de la estancia por una larga barra con siete taburetes. Una chimenea daba calor a siete pufs azules y entre el piso de abajo y el superior, había siete dormitorios, no demasiado grandes.
En el jardín trasero había una joven de cabello negro y piel tan blanca que la gente solía decirle cosas como: «¿Estás enferma?» o «¿No te gusta tomar el sol?» o «¡Largo de mi casa, vampira!». Sus ojos eran negrísimos y sus labios tenían un bonito color cereza natural. Llevaba un vestido azul, manchado de tierra y verde de las plantas. Estaba de rodillas, plantando unas semillas que algún día se convertirían en una preciosa planta trepable —no es lo mismo que una planta trepadora. Las plantas trepadoras son aquellas que trepan y las trepables son aquellas que tú puedes trepar—.
El nombre de la muchacha era Blanca y se lo habían puesto, no por su piel pálida, si no por la abuela de su abuelo, que se llamaba así y era una bellísima persona —excepto si le tocabas el chichi, que entonces tenía un carácter…, pero bueno, como todo el mundo, ¿no?—.
Podía decirse que Blanca era feliz en aquella cabaña. Había escapado de casa cuando su padre murió y supo que iba a tener que convivir con su madrastra, una bruja un poco imbécil, las cosas como son. Huyó y se adentró en aquel bosque, lleno de criaturas dignas de un cuento de hadas. Había visto, en su camino hacia aquel lugar, buhombres, que eran hombres que se convertían en búhos con la luna llena, había visto drilococos, que eran unos cocos muy extraños que caían de los árboles y una vez en el suelo, lejos de quedarse ahí, se ponían a reptar y se convertían en una especie de boca que te perseguía y, si te pillaba, si bien no te mataban, te dejaban los tobillos en carne viva. Había visto también centauros, había visto basiliscos y había visto incluso excursionistas meando en los árboles.
Cuando llegó, la cabaña estaba ocupada por siete hombrecillos de piel cetrina, con grandísimas narices y ojos pequeños y negros, sin iris ni pupilas, orejas puntiagudas y terribles bocas repletas de colmillos.
—¡Hola, amigos! —gritó Blanca cuando encaró el camino que llevaba a la entrada principal.
—¡Aaaaaaaaaaaah! —gritó una de aquellas criaturas antes de salir corriendo.
Las demás siguieron a su compañero, se adentraron en el bosque y nunca más las vio. Blanca decidió quedarse en la casa, a esperarles, y ahora ya llevaba viviendo sola cerca de un año. No era una mala vida, aunque odiaba cuando el repartidor de periódicos se retrasaba. Le gustaba leer su horóscopo de buena mañana, mientras se tomaba un café.
Aquella mañana, cuando plantaba las semillas, escuchó una ramita crujiendo tras ella. Se giró y se encontró cara a cara con un tipo enorme, barbudo, vestido con camisa de cuadros y tejanos. Tenía una bolsa de piel cruzándole el poderoso pecho. Llevaba en la mano un hacha y, aunque ahora estaba paralizado como quien juega al Escondite Inglés, parecía haber estado caminando de puntillas.
—¡¿Quién eres?! —preguntó Blanca, espantada. Hacía demasiado tiempo que no veía a nadie y, ahora que lo pensaba y miraba a aquel tipo de arriba abajo, no le desagradaba lo que estaba viendo. La camisa del hombre se ajustaba a unos pectorales y unos bíceps musculados—. ¿Me quieres? Digo… ¡¿Qué quieres?!
El hombre suspiró. A la mierda el plan. Lo de acércate con sigilo y a tomar por culo se había ido, efectivamente, a tomar por culo.
—Esto… mi nombre es… Jax. Soy… cazador.
—¿Y qué quieres de mí? —Blanca, después de preguntar eso, se imaginó en la cocina, sentada en la barra, con la falda por las caderas y el rostro de aquel barbudo entre sus…
—Vengo a matarte —dijo el cazador, mandando al carajo la fantasía de Blanca.
—¡¿A mí?! ¡¿Por qué?!
El cazador pensó en eso. La verdad es que no tenía claro por qué tenía que matar a aquella muchacha. La mujer que le había contratado solo le había dicho: «Si no lo haces, te convertiré en comercial de telefonía» y se le erizaron los pelos de todo el cuerpo y, créeme, es mucho pelo que erizarse.
Se encogió de hombros y alzó el hacha.
—¡Oh, no, socorro! —gritó Blanca, teatral como pocas.
El cazador se la quedó mirando. Aquel precioso rostro, su pelo, el cuello largo y aquel hombro, la clavícula. Tragó saliva y su mente empezó a imaginarse cosas que le ponían nervioso y colorado.
Blanca cogió la pequeña pala puntiaguda que usaba para agujerear la tierra y se la clavó al cazador entre las piernas, acertando justo en los testículos, que, dentro de los tejanos apretados, habían quedado sin la protección del pene, que estaba visiblemente erecto debido a los pensamientos lujuriosos del hombretón.
El cazador lanzó un grito agudo de dolor y el hacha se le escapó de las manos. Se clavó en el suelo y él cayó de rodillas cuando Blanca extrajo la pala. Se llevó las manos entre las piernas, que se llenaron de sangre y se quedó tumbado en la tierra.
—¡Mis huevos! —gritó—. ¡Me has apuñalado en los huevos!
El cazador miró a Blanca, que se había puesto de pie y había cogido su hacha. La muchacha estaba ahora mirándole con una sonrisa salpicada de sangre, la sangre de sus testículos. Blanca alzó el hacha sobre su cabeza y, cuando la iba a descargar, el hombre le dio una patada en el tobillo que hizo que perdiera el equilibrio. Blanca cayó al suelo de espalda. El hacha dio un par de vueltas en el aire y cayó de lleno en el centro de su rostro, partiéndolo en dos.
El cazador trató de ponerse de pie. El dolor de su entrepierna era atroz. Miró el rostro dividido de la muchacha. Estaba bizca, mirando con ambos ojos la hoja ensangrentada del hacha que ahora formaba parte de su cabeza. El hombre escupió al cadáver.
—¡Hija de putero! —exclamó.
Sacó un cuchillo de una vaina que tenía en los riñones, se arrodilló con esfuerzo, ignorando la punzada de dolor que sintió entre las piernas, y pensando, brevemente, en si se le volvería a levantar la polla alguna vez. Apuntó la hoja del cuchillo hacia el pecho de Blanca y se lo clavó. Hizo un corte, introdujo la mano y le sacó el corazón. Metió la mano en la bolsa de piel y sacó un táper de cristal. Lo abrió, introdujo el corazón y devolvió el táper cerrado a la bolsa. Se levantó y se alejó del cadáver, cojeando, con la pierna llena de sangre, que iba cayendo por la pernera del pantalón, formando un reguero.
—¡Maravilloso! —gritó la bruja al contemplar el corazón que descansaba en el táper de cristal—. ¡Esa mocosa está muerta! —Miró al cazador, que ahora estaba casi más pálido que su hijastra—. Me estás dejando el suelo perdido de sangre, hombre. Vamos largo de aquí, tengo asuntos que atender. —Esperó a que el cazador se fuera, tambaleándose, luego se dirigió al espejo, con una sonrisa de oreja a oreja y formuló la pregunta de nuevo—: Espejo, espejito mágico, ¿quién es la persona más hermosa del Muchiverso… —pensó en ello y añadió—: aparte de Pedro Pascal?
El reflejo de la bruja volvió a sacudirse en el cristal y apareció aquel rostro terrible sin ojos.
—Bueno, la verdad es que hay una muchacha… Lleva cerca de cinco años dormida por un conjuro. Es una verdadera belleza.
—Estás de broma, ¿verdad? —dijo la bruja asqueada.
—Me temo que no, mi señora.
—Pensaba que si mataba a esa mocosa yo sería la más hermosa del Muchiverso.
El espejo calló para meditar bien sus siguientes palabras, pero, como no encontraba una forma amable de decirlo, lo dijo sin más:
—¿Te has vuelto loca o qué coño te pasa?
La bruja, que no estaba acostumbrada a que le hablasen así, se sacudió como si le hubieran dado un latigazo en la espalda.
—¿Cómo dices, espejo?
—Vamos a ver… —Ahora parecía que la cosa del espejo se estuviera pellizcando con impaciencia el tabique nasal, pero como no tenía manos…—. Has mandado matar a una chavala de veintidós años porque era más hermosa que tú y, no solo eso, si no que le pediste a ese imbécil que le arrancara el corazón y te lo trajera en un táper de cristal. Por cierto, no sé si quiero saber qué cojones vas a hacer con eso. ¡¿Y en serio crees que eso te va a hacer ser la persona más hermosa del Muchiverso aparte de Pedro Pascal?! ¡¿Estás borracha o qué?! Eres una persona horrible, quizá una de las más horribles del mundo, del Muchiverso y de todos los universos conocidos. Sin apartes que valgan. ¡Por el amor de todas las diosas! ¡Ve a terapia de una puta vez, tía loca!
La cosa del espejo desapareció y en su lugar regresó el reflejo de la bruja, que tenía la cara desencajada: la boca abierta, los ojos también y sus fosas nasales igual. Estaba pálida y, a la vez, roja de rabia. Se había quedado helada en medio de la sala, sujetando con fuerza el táper que contenía el corazón de su hijastra. Bueno, vale, pensó, quizá sí que era cierto que podría haber llevado toda esa situación de otra forma. Luego pensó en esa mocosa que llevaba cerca de cinco años durmiendo. Así que era más hermosa que ella, ¿no?
—¡Cazador, ¿sigues ahí?! ¡Tengo otro trabajito para ti! —dijo. Luego miró al espejo de reojo—. Terapia, dice… ¡Ja! ■

