MUCHITELLING 1: Zapato de tacón

En la imagen vemos un zapato de tacón blanco tirado en el césped. Es un primer plano, así que solo vemos la hierba y el zapato, tiene algunos diamantes incrustados por todo el talón y el tacón. El relato se titula: “Zapato de tacón”.

Zapato de tacón. Imagen libre de licencia: Pixabay.

Zapato de tacón es un relato de fantasía cómica perteneciente a la sección Muchitelling. En esta sección escribiré relatos ambientados en el Muchiverso, mi universo literario, pero todos serán retellings de cuentos clásicos. Muchitelling es un ejercicio de escritura que se encuentra dentro de la sección Muchijuegos.

TÍTULO IMAGEN

LA DETECTIVE GRIMM SE ENCONTRABA EN LA sala de observación, a su lado estaba su compañera, la detective Andersen y al otro lado del cristal de visión unilateral, sentada, esposada a una mesa de acero, estaba la sospechosa. No parecía incómoda en aquel lugar, se sentaba con la espalda recta y la mirada al frente. Era una joven rubia, de ojos azules, preciosa, vestida con un chandal desgastado.
      Jacelm Grimm medía un metro setenta, tenía el pelo castaño y vestía una cazadora vaquera sobre una sudadera gris, la capucha sobresalía del cuello de la cazadora. Se comparó con aquella joven de chandal y chistó. No se consideraba una mujer fea, incluso podría asegurar que era guapa, pero aquella que tenía delante estaba en otra liga. «Debería ser ilegal ser tan guapa», pensó. Pero no lo era, ella sabía algo de leyes.
      —¿Qué opinas, Jacelm? —preguntó la detective Andersen en voz baja a pesar de que sabía de sobras que la sospechosa no podía escucharlas.
      —No lo tengo claro, Hantian —respondió la detective Grimm—. No tiene antecedentes, pero mírala. La hemos detenido por asesinato y parece que esté sentada en una sala de cine, esperando pacientemente a que empiece la puta película. Hay algo raro en ella.
      Grimm miró a Andersen. Ella también le parecía preciosa. Siempre se lo había parecido. Recordaba los primeros años en los que trabajaron juntas. El comisario le dijo a Grimm que iba a conocer a su nueva compañera y ella protestó, porque esto es una historia de detectives y se esperan unos mínimos, como que la protagonista grite cosas como: «¡Yo trabajo sola, jefe!» o algo por el estilo. Y lo hizo, créeme que lo hizo, pero en cuanto Hantian Andersen entró en el despacho del comisario, con aquellos ojos color miel, su piel siempre bronceada, sus labios carnosos y su pelo negro muy ondulado, su metro ochenta y sus músculos definidos, decidió que, después de todo, tampoco estaba tan mal la idea de tener una compañera. La soledad estaba sobrevalorada.
      La detective Andersen asintió en la sala de observación. Estaba de acuerdo. Aquella misma tarde habían llegado a la casa donde la sospechosa trabajaba como limpiadora y ni siquiera parecía sorprendida cuando le enseñaron las placas y le leyeron sus derechos.
      —¿Cómo quieres hacerlo? —preguntó Andersen—. ¿Polí buena y poli mala?
      Grimm pensó en ello. Normalmente era una buena táctica, solía funcionar, pero había algo en aquella mujer que no le cuadraba. No sabía por dónde atacar y no era algo que acostumbrara a pasarle.
      —Creo que simplemente tenemos que tantear el terreno —dijo al cabo de un momento—. ¿Vamos?
      Como si fuera una pregunta retórica se dirigió a la puerta, sin esperar respuesta. Una agente le entregó una carpeta de cartulina llena de papeles y una bolsa de plástico que contenía un zapato de tacón lleno de sangre, salió de la sala de observación, abrió la puerta contigua y entró en la sala de interrogatorios seguida siempre por su compañera.
      —Buenas noches, señora Cianderela —dijo sin ninguna emoción la detective Grimm.
      —Señorita —corrigió la sospechosa.
      Tenía una voz dulce, claro que tenía una voz dulce. No podía tenerla de otra forma.
      —Lo siento, señorita Cianderela. Somos las detectives Grimm y Andersen, del departamento sobrenatural de la policía.
      Las detectives se sentaron al otro lado de la mesa de acero y observaron de frente a la detenida. «Joder, desde aquí es incluso más guapa», pensó la detective Grimm. Tenía una nariz respingona y el rostro plagado de pequitas adorables, los labios de un bonito color rojizo y las pestañas más espesas que Grimm hubiera visto jamás. Tenía las manos, de manicura impecable, apoyadas sobre la mesa con los dedos entrelazados.
      La detective Grimm colocó la carpeta cerrada y la bolsa con el zapato encima de la mesa. La sospechosa ni siquiera lo miró.
      —¿Quiere algo de beber? —preguntó—. ¿Tiene hambre?
      —No, gracias, estoy bien, detective —respondió la sospechosa tranquilamente.
      «Sí que estás bien, sí», pensó Grimm y se odió por ello. ¿Qué coño le estaba pasando? Normalmente su mente no funcionaba así. Parecía… parecía… ¡Un hombre! Sacudió la cabeza y vio que la sospechosa le sonreía, lo que provocó que su corazón diera un vuelco.
      —¿Usted está bien, detective? —la voz no parecía querer sonar sensual y, sin embargo, sonaba así.
      —Esto… sí, estoy bien, señorita Cianderela.
      La detective Andersen le dedicó una mirada que, a todas luces, quería decir: «¿Estás segura? Estás rara de cojones». Grimm apartó la vista de los ojos de su compañera, claramente sonrojada.
      —Dí-Díganos, señorita Cianderela, —dijo la detective Grimm—, ¿dónde se encontraba entre las diez y las doce de la noche de ayer?
      Cianderela volvió a sonreír.
      —Durmiendo. Lo recuerdo porque me desperté a eso de las once, sudando del calor, y tuve que desnudarme para volver a meterme en la cama. Esta noche ha sido terriblemente calurosa.
      La detective Grimm tragó saliva. Ahora mismo era ella la que tenía mucho calor. No pudo evitar deslizar la mirada hacia abajo, repasando los labios de la sospechosa, su cuello y su cuerpo, cuyas formas no se distinguían bajo aquel chandal ancho. No podía subir la mirada, se había quedado encallada en la cremallera de la chaqueta de chandal o quizá más allá. Se empezó a imaginar a sí misma bajando la cremallera despacio, mirando a la sospechosa a los ojos, se la imaginó mordiéndose los labios y aquello hizo que sintiera un cosquilleo en el estómago. Estaba excitándose mucho. No entendía nada, aquello era del todo inapropiado.
      «Me está haciendo algo —pensó la detective Grimm—. Esta hija de putero me está haciendo algo».
      Se levantó de la silla, tocó el hombro de la detective Andersen y salió de la sala de interrogatorios, dejando la carpeta y la bolsa con el zapato encima de la mesa. Hantian se levantó y la siguió, disculpándose con la sospechosa.
      En el pasillo, Jacielm se apoyó en la pared, separó el cuello de la sudadera y de la camiseta interior y empezó a abanicarse con la mano mientras resoplaba. Le echó un vistazo a su compañera, que se reunía con ella con cara de confusión.
      —¿Qué coño ha sido eso? ¿Qué te pasa?
      —No lo tengo claro. Creo que me está haciendo algo, Hantian. Dime una cosa, ¿te parece guapa?
      A Hantian pareció ofenderle esa pregunta.
      —¡¿A qué viene esto, Jacelm?! ¡¿Te está poniendo cachonda una sospechosa?!
      —¡Calla y responde! ¿Te parece guapa?
      —¡Yo que sé! Sí, supongo que sí. Una chica normal.
      —Normal… Descríbemela.
      —¿Cómo dices?
      —Que me la describas. Descríbeme a la sospechosa.
      Andersen puso los ojos en blanco.
      —¿En serio? A ver… es rubia de bote. Tiene los ojos marrones, con ojeras. La nariz un poco desviada y los labios cortados por el frío. Tiene una verruga en la barbilla y…
      —Yo no veo eso —la interrumpió Jacelm.
      —¿De qué hablas?
      —No veo la nariz desviada, no veo los labios cortados, no veo la verruga ni las ojeras. Veo a una mujer perfecta. La mujer más perfecta que he visto en mi puta vida, Hantian. Su pelo es rubio natural y sus ojos son azules.
      —Son marrones, Jacelm y tiene las raíces más negras que los pelos del sobaco de un orco.
      —Te digo que para mí son azules y es rubia natural. ¿Y sus manos?
      —Qué les pasa a sus manos.
      —¿Cómo son?
      —No sé. No me he fijado en sus manos. ¿Tú te has fijado en sus manos?
      —Me he fijado en sus putas manos, Hantian, me he fijado hasta en el hueco que hay entre peca y peca.
      —No tiene pecas.
      —Entremos y fíjate en sus manos. Dime si tiene la manicura hecha. ¡Ya sé que sueno como una loca! Simplemente hazlo, por favor.
      —A sus órdenes.
      Hantian entró en la sala de interrogatorios y luego entró Jacelm Grimm, mirando a la sospechosa como si estuviera mirando directamente al demonio, un demonio precioso y con el que querría tener más que palabras. Se sentaron de nuevo en las sillas delante de la señorita Cianderela, que mantenía su expresión confiada.
      Hantian Andersel echó un vistazo a las manos de la mujer, se acercó al oído de su compañera y le susurró:
      —Se muerde las uñas y se arranca las pieles. Tiene los dedos llenos de heridas y las uñas hechas una mierda.
      La detective Grimm asintió, sonrió por primera vez desde que empezó el interrogatorio y sin más dijo:
      —¿Puede deshacer el hechizo, señorita Cianderela? No tengo tiempo para estas tonterías.
      La mujer, lejos de sorprenderse, se rio.
      —Me sorprende que se haya dado cuenta, detective. ¿Faltaba mucho para que se lanzara sobre mí?
      Los ojos azules de la sospechosa lanzaron un impulso de luz blanca y, desde el punto de vista de la detective Grimm, la imagen de la mujer cambió gradualmente como si alguien corriera un velo. No, como si alguien arrancara una costra y dejara a la vista una herida sangrante. La verdadera Cianderela se presentó delante de la detective, tal como la había descrito Hantian, y todo lo que había sentido: aquel calor interno, aquellas palpitaciones en zonas de las que solo hablaba con mujeres de su confianza, aquellas ganas irrefrenables de decirle a aquella mujer que llevar tanta ropa le parecía un estorbo, de saltar por encima de la mesa y besarla como si fuera un billete de lotería premiado, desaparecieron con la misma velocidad con la que aparecieron.
      —¿Cómo lo ha hecho, señorita Cianderela? ¿Una poción? No… porque no se habría pasado el efecto a voluntad. Definitivamente un hechizo.
      —No quiera saberlo todo, detective. Lo que me sorprende es que a su compañera no le haya afectado —dijo la mujer mirando ahora a la detective Andersen.
      La detective se encogió de hombros, haciéndose la tonta, como si no supiera de qué le estaban hablando. Sí que lo sabía. Grimm y Andersen eran brujas y trabajaban en el cuerpo de policía, en el departamento sobrenatural, ocupándose de aquellos casos que a los policías normales se les quedaban grandes. ¿Había que perseguir a un vampiro? Podías contar con ellas. ¿Encontrar al sospechoso de asesinar a un unicornio? Ellas eran las adecuadas.
      De pequeña, Hantian Andersen cayó en un caldero con restos de varias pociones y desde entonces es inmune a la magia. Ni pócimas, ni hechizos. Si otra bruja le apuntaba con la varita y le lanzaba el hechizo Bimba!, la estela de energía vital simplemente rebotaba contra ella como una pelota de ping pong. Lo máximo que provocaba en ella, era tener que sacudirse la ropa para quitarse los residuos de magia y decir algo como: «¡Oye, que el jersey es nuevo!».
      —Está bien —dijo la detective Grimm tras un suspiro. Se encontraba mucho mejor—. Dejémonos de tonterías. ¿Reconoce esto?
      Acercó la bolsa que contenía el zapato ensangrentado a la sospechosa, arrastrándola con los dedos por la superficie pulida de la mesa. La señorita Cianderela lo miró, luego negó con la cabeza.
      —No quedan bien con mis chándales, detective. Como ve soy una mujer humilde.
      «Humilde mi coño», pensó la detective.
      —¿Sabe dónde lo encontramos, señorita Cianderela?
      —¿En una tienda de segunda mano? Mire toda esa sangre, detective. Debería pedirles que le devuelvan el dinero.
      La detective Grimm sonrió. La detective Andersen no. Ahora era ella la que empezaba a sentir una atracción irrefrenable hacia la sospechosa, solo que la suya tenía más que ver con partirle la nariz de un puñetazo.
      —No, señorita Cianderela, estaba en la escena del crimen, junto con el cadáver de Güiljem Charmin, el heredero de una de las mayores fortunas del Muchiverso. ¿Lo conoce usted?
      La sospechosa volvió a negar con la cabeza.
      —No veo demasiado la tele, detective. Soy más de Nefris, ¿sabe? Le recomiendo la sección de true crimes, seguro que le encantan.
      La detective Andersen, harta, dio un golpe en la mesa y tanto la sospechosa como la detective Grimm dieron un respingo.
      —¡Eh! —gritó a la señorita Cianderela—. ¡Basta de tonterías!
      La sospechosa se recompuso rápidamente y volvió a adoptar su sonrisa tranquila.
      —Sí, eh… gracias, detective Andersen —dijo Grimm cuando el corazón dejó de galoparle en el pecho—. ¿Está usted segura de que no conocía el señor Charmin, señorita Cianderela?
      —Completamente.
      La detective Grimm miró a su compañera y le sonrió. Abrió la carpeta y sacó una foto, la deslizó por la mesa y la dejó delante de la sospechosa.
      Se veía a un hombre o algo parecido: la cabeza era una cosa informe, llena de sangre y agujeros por todas partes. Estaba tumbado sobre césped inundado por un charco de sangre. Junto a él estaba el zapato de la bolsa.
      La sospechosa miró la foto. No parecía incómoda con lo que estaba viendo.
      —Perdone —dijo la detective con tono burlón—. En esa foto quizá no se le reconozca demasiado. Pruebe con esta.
      Sacó una foto más de la carpeta. Era la típica fotografía para un documento de identidad. En ella aparecía un hombre joven, con el mentón cuadrado y una buena mandíbula. La nariz afilada, algo aguileña, los labios bonitos y un bigote negro. Los ojos marrones y el pelo recién cortado, con la raya en medio y un tirabuzón cayéndole por la frente.
      La sospechosa miró las dos fotos sin inmutarse. Luego miró a las detectives y volvió aquella sonrisa suya.
      —No sé quién es, detectives.
      —Me imaginaba que diría eso. ¿Y a ella la conoce?
      La detective Grimm sacó de la carpeta un folio, en él había un dibujo. El retrato robot de una mujer preciosa, con el rostro lleno de pecas. Tenía los rasgos perfectos: los ojos simétricos, la nariz respingona, la barbilla fina.
      La señorita Cianderela lo miró, sacó el labio inferior y negó.
      —Lamento no ser de ayuda.
      —Oh, no se preocupe, en realidad lo ha sido y mucho. —La detective cogió el retrato robot y lo contempló—. Es normal que no le suene. ¿Sabe lo curioso, señorita Cianderela? Que a mí sí que me suena esta mujer. ¿Sabe de qué? No, claro que no. Yo se lo digo, no se preocupe. ¿Sabes tú de qué me suena? —le preguntó esta vez a su compañera. La detectiver Andersen negó—. Hace un momento estaba sentada ahí mismo —dijo señalando a la sospechosa que por primera vez reaccionó—. Rubia natural, ojos verdes, nariz respingona, labios carnosos, color rojo, precioso, el rostro lleno de pecas. Tal como la describieron los testigos que la vieron hablar con el señor Charmin. Luego ha deshecho el conjuro y la sospechosa ha desaparecido. A usted no le suena, señorita Cianderela porque usted no eligió su apariencia al lanzar el hechizo, ¿verdad? Solo lanzó uno, un conjuro de belleza, para gustar a todo el mundo. En ese sentido debo felicitarla, porque funcionó.
      Por primera vez la señorita Cianderela se sintió incómoda. No le estaba gustando la dirección que tomaba esa conversación.
      —La vanidad, señorita Cianderela. Es un arma de doble filo.
      Los ojos de la sospechosa se movían frenéticos, de la bolsa a la foto de carné, de la foto de carné a la de la escena del crimen y de esta al retrato robot. Estaba pensando, su cerebro funcionaba a toda prisa.
      —Lo que dice es ridículo, detective —dijo, aunque ni ella misma se lo creía—. ¿Me está acusando de matar a una persona sin pruebas y asegura que soy yo basándose en un retrato robot al que ni siquiera me parezco?
      —Tiene razón, es absurdo. Posiblemente un juez diría que me he vuelto loca. Por suerte podemos seguir contando con la vanidad, señorita Cianderela. —La detective cogió la bolsa con el zapato dentro y miró en el interior del calzado—. Usted misma ha dicho que este zapato no combina con sus chándales, ¿verdad? Supongo que por eso, porque no está acostumbrada a tener cosas tan bonitas, tuvo la necesidad de dejar claro que esto le pertenecía, ¿no es así, señorita Cianderela?
      La detective le mostró el interior del talón del zapato. En el forro, cosida, había una etiqueta en la que ponía: «Propiedad de la señorita Cianderela, si se perdiese, por favor, devuélvanlo a la avenida Bella Suan número…».
      Los ojos de la sospechosa se abrieron como platos y lo siguiente pasó tan rápido que nadie tuvo tiempo de pensar demasiado, solo de reaccionar. En las manos de la señorita Cianderela apareció una varita mágica terminada en forma de estrella, con grabados intrincados por todo el mango. Lanzó el conjuro Rilismi contra las esposas y estas se abrieron y cayeron sobre la mesa de acero provocando un ruido metálico muy molesto. Se puso en pie, se colocó en la esquina de la sala de interrogatorios, con la espalda pegada al rincón, ambas detectives desenfundaron las varitas que llevaban en las cartucheras y la apuntaron. Entraron varios agentes e hicieron lo mismo con sus pistolas. Todos le pedían que soltara el arma, alguno que otro preguntaba qué había pasa’o. La sospechosa apuntaba a unas y a otros frenéticamente.
      —Cianderela, no la joda más —dijo la detective Andersen—. Deje la varita en el suelo, empújela hacia mis compañeros y ponga las manos en la cabeza.
      —¡No lo entienden! ¡Yo solo quería que me vieran! ¡Quería dejar de ser la limpiadora! ¡Quería mi felices para siempre!
      —Suelte el arma —dijo un agente con bigote cano.
      —¡No! ¡Atrás u os convierto en… en… en tertulianos del corazón!
      —¡No quiere hacer eso, señorita Cianderela! —advirtió la detective Grimm—. Solo empeoraría las cosas.
      —¡¿Empeorarlas?! ¡Mírenos! ¡Nada puede ser peor!
      Al verse acorralada se puso la varita en la sien. Empezó a llorar. No, las cosas no tenían que haber acabado así, pero ella iba a decidir cómo y cuando. Abrió la boca para lanzar el conjuro que le hiciera volar la cabeza, pero se confundió y, en vez de lanzarse el hechizo Cabum!, se lanzó el hechizo Balún, su cabeza se convirtió en un globo rojo y ella empezó a alzarse. Se puso nerviosa, se acercó demasiado la varita a la cabeza hinchada, una de las puntas de la estrella se clavó y su cabeza explotó con un fuerte estruendo que ensordeció a todo el mundo. El cuerpo de la sospechosa cayó al suelo, con algunos pedazos de goma por aquí y por allá —siendo aquí la mesa de acero y allá el cristal espejo de la sala—.
      —¿Qué coño ha sido eso? —preguntó la detective Anderseln, metiéndose el índice en la oreja y sacudiéndolo enérgicamente.
      Su compañera guardó la varita, se acercó al cadáver de la mujer, sacó del bolsillo un pañuelo y cogió el arma. Incluso a través de la tela del pañuelo notó el cosquilleo de la magia en la yema de los dedos.
      —Esta varita es de un hada madrina, no es de una bruja. —Miró a los agentes—. Registrad la casa de la sospechosa, algo me dice que el señor Charmin no es su única víctima. —Entonces se dirigió a la detective Handersen—. Creo que mató al hada madrina y le robó la varita. Mierda, estoy hasta el coño de este trabajo. Qué ganas de unas vacaciones. —Miró el cadáver. Metió la varita del hada madrina con mucho cuidado en una bolsa de plástico que le estaba ofreciendo una agente, resopló y le dijo a su compañera—: Te invito a un ramen, tengo hambre.

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