
La mano del mono. Imagen: M. Flóser.
La mano del mono es un relato de fantasía cómica perteneciente a la sección Muchicubes. En esta sección escribiré relatos ambientados en el Muchiverso, mi universo literario, inspirándome en lo que aparezca en los dados Story Cubes. Muchicubes es un ejercicio de escritura que se encuentra dentro de la sección Muchijuegos.

EL INICIO DE UNA HISTORIA SIEMPRE ES lo más complicado de todo, porque ¿cómo empiezas a contar algo que, por ejemplo, podría haber cambiado el mundo para siempre? Érase una vez parece casi frívolo y Cuenta la leyenda es demasiado infantil. Supongo que la mejor forma de empezar es, simplemente, haciéndolo, ¿no? Además esta no es una de esas historias, esta solo le ha cambiado la vida, como mucho, a tres personas. Así pues…
Cuenta la leyenda que en la entrada de un pueblo perdido de la mano de Sacsé, la diosa creadora, había un cartel de madera clavado en un poste que rezaba:
No es que la gente hiciera demasiado caso a la señal, muchos pensaban que era una broma local, otros que tampoco había que ser tan exagerados y otros simplemente no sabían leer. Daba igual que las noticias hubieran declarado aquel lugar como zona altamente peligrosa de la leche, la gente iba de visita como quien lleva a su perro a cagar al parque y luego morían o desaparecían o desaparecían muriendo. Si le preguntasen a las diosas habrían llamado a eso justicia divina, aunque en realidad lo habrían llamado Justicia nuestra o, en su defecto, Eso te pasa por gilipollas.
El pueblo en cuestión se llamaba Lecuar Riscuchua, que significaba algo así como Cuidao ande pones el pie, más o menos. Estaba situado en Linirk un país en el sureste del primer lado del cubo del mundo. Se consideraba al sitio con mayor concentración de abismales del planeta. Entre sus bosques había dragosaurios —una mezcla entre dragones y dinosaurios que en realidad no suponían ninguna diferencia con los dinosaurios o con los dragones—, lobhombres —lobos que se convertían en hombres al mirar la luna llena y sentían la necesidad imperiosa de beber cerveza y dejar claro lo machos que eran—, conejovejas —la verdad es que nadie tiene claro si fue un conejo el que se cortejó a una oveja o fue al revés, el caso es que se le considera un animal maligno, impío, porque es bastante incómodo de mirar— y los fuegos fatuos —unas llamas flotantes que se creían la gran cosa y que no tenían amigos porque nadie les aguantaba—. En las montañas de Lecuar Riscuchua vivía el yeti, pero no molestaba a nadie, él se dedicaba a lo suyo: bajaba las montañas, se acercaba a la civilización y se aseguraba de dejar sus huellas en el suelo para que los humanos pudieran decir cosas como: «¡Eh, mira esa huella, es enorme!». Aunque tenía que reconocer que le molestaba cuando confundían su pisada con la del bigfoot. ¡Por favor! Ese idiota no le llegaba ni a la suela de los zapatos —entre otras cosas porque no llevaba zapatos—.
Un día llegó al pueblo un hombre. Era a todas luces el tipo de hombre al que no quieres invitar a tu cumpleaños. Un hombre desagradable que caminaba como si estuviera planeando algo y, de hecho, se frotaba siempre las manos como si ese algo estuviera casi planeado. Tenía un aura oscura, tenebrosa. La gente, al verlo caminando por las calles de Lecuar Riscuchua, se apartaba. Las madres tapaban los ojos a sus hijos y los hijos se los tapaban a sus ositos de peluche o a sus muñecas. Los perros se cubrían los suyos con sus propias orejas. Era un hombre que se ganaba el desprecio ajeno con solo respirar y, en cada pestañeo, la gente sentía más repulsión. No vestía de forma horrible, de hecho, llevaba un traje elegante que le quedaba como un guante y aunque solo tenía pelo en las sienes y en la nuca, no le quedaba mal. Podía decirse que era un hombre objetivamente atractivo. Lo que hacía que aquel individuo despertara esa antipatía era su actitud. Era una actitud que decía sin hablar: «Podría comprarme todo este pueblucho de mala muerte, cagarme en él, restregaros a todos por mis cagados y luego venderlo por el doble de lo que pagué» y realmente podía hacerlo, principalmente porque tenía el dinero para ello y, secundariamente, porque comía mucha fibra.
El hombre no prestaba atención a la gente que se arrimaba a las paredes de los edificios y a los escaparates y puertas de los comercios para apartarse de su camino. Estaba acostumbrado a ese tipo de reacciones y sabía disfrutarlas. Se desplazaba ligero, un poco encorvado hacia delante, y lucía una sonrisa de medio lado que era enervantemente perfecta. Una niña se cruzó en su camino y él, lejos de detenerse o esquivarla, siguió adelante. Fue la madre de la cría la que, tirando del brazo de su hija, la apartó del camino del hombre.
Caminaba con la determinación del que sabe adónde va.
Lo sabía. Sabía que tenía que seguir por calle Leguin, girar a la derecha por calle Weis hasta llegar al paseo Jemisin. Luego bajaría por ahí hasta ver el mar y tomaría la calle Funke, a la izquierda. No era un paseo demasiado largo y con su caminar llegaría a la calle Funke en unos diez minutos. Allí estaba el teatro Bardugo. No, su intención no era ver ninguna obra. Odiaba todo tipo de ocio, él solo vivía para ganar dinero y nunca dejaba de hacerlo. Ganaba dinero incluso cuando estaba en el retrete, donde, por cierto, se sentaba muy recto y miraba al frente, porque lo de leer mientras cagaba —o leer en general— no iba con él. Ni siquiera ojeaba la etiqueta del bote de champú. Aquel hombre generaba dinero constantemente, era el fundador de una empresa muchimillonaria que hacía, entre otras cosas, instrumentos de tortura. Le gustaba su trabajo, le encantaba su empresa, la idea de contribuir al sufrimiento ajeno le provocaba erecciones, solo que no las aprovechaba, porque si había algo que odiaba más que el ocio, era el placer. No, definitivamente no iba a entrar al teatro, lo que tenía que hacer al llegar era girar por el callejón que quedaba a la izquierda del edificio, ir a la parte trasera y bajar unas escaleras que daban a una puerta decorada con todo tipo de estupideces horteras y supersticiosas: herraduras, patas de conejo, tréboles de cuatro hojas y un geranio, que no daba suerte, pero alegraba la entrada.
El hombre alzó la mano para llamar a la puerta, pero una voz femenina, añeja y temblorosa, gritó desde el interior:
—¡Adelante, está abierta!
El hombre no era dado a sorprenderse, pero tuvo que reconocer que a cualquier otra persona aquello le habría impresionado. Giró el picaporte y empujó. La puerta estaba un poco atascada, porque la habían pintado de lavanda tantas veces que la pintura había hecho que ahora la hoja fuera más grande que el hueco del marco. El hombre tuvo que ayudarse del hombro para abrir y cuando lo logró, una campana situada en el dintel sonó frenética.
El interior de aquel lugar apestaba a incienso y a perfume barato de mujer. No había mucha luz, solo un par de docenas de velas repartidas por todas partes. De los techos colgaban telarañas claramente falsas y las paredes estaban pintadas de negro con estrellas blancas.
El ambiente era asfixiante.
—Ya va, ya va —dijo la voz.
Al fondo había una puerta, solo que no tenía hoja, en vez de eso tenía una cortina de borlas de madera. De ella, provocando un sonido parecido al de una maraca mal utilizada, salió una vieja. Vestía toda de negro, excepto por un delantal rosa. Tenía el pelo, completamente gris, sujeto en un moño tan prieto que, supuso el hombre, si se lo soltase, la piel de la cara le caería como si estuviere practicando puenting. La mujer cargaba una pila de libros
—Un momentito, por favor —dijo la anciana, colocando los libros en un mostrador.
El hombre empezó a golpear el suelo con sus zapatos negros, caros, brillantes. La vieja se percató.
—Las prisas no son buenas consejeras, ¿sabe usted?
El hombre chasqueó la lengua.
—Mi tiempo vale dinero, señora —dijo con una voz que, si bien no era especialmente molesta, conseguía sacar de quicio a cualquiera. Era por el tono, ese tono que, usado con un camarero, solo puede conseguir que este escupa en el café antes de servírtelo.
—Ya veo… —dijo la vieja a la que no le impresionaban ese tipo de bravuconadas.
El hombre observó a la mujer. No estaba acostumbrado a que su presencia provocara indiferencia. No sabía qué sentir al respecto.
La vieja se sentó junto a una mesita redonda cubierta por un mantel púrpura, tenía un centro de mesa circular hecho con ganchillo y, en el centro de este, una bola de cristal colocada en un pedestal negro.
—Bueeeeeno —dijo sin mirar al hombre.
Luego por fin posó sus ojos en él, lo miró de arriba abajo y le dedicó una sonrisa desdentada. Aquello repugnó al hombre, que le daba mucha importancia a la pulcritud del aspecto físico. Para él una dentadura sin dientes era como… bueno, como la nata desnatada, no tenía ningún sentido.
La mujer le invitó a sentarse en la silla que quedaba al otro lado de la bola de cristal.
—¡Bienvenido al gabinete de madame Losetodo! Yo soy madame Losetodo, por cierto. Dígame, señor Asol, ¿qué puedo hacer por usted?
El hombre abrió mucho los ojos.
—¿Cómo ha sabido mi nombre?
—No sería una adivina como Diosa manda si no fuera capaz de adivinar, ¿no cree usted?
—Entonces sabe lo que puede hacer por mí.
—Lo sé, pero nuestros lectores no. Esto es un relato, señor Asol, sea bueno, por el bien de la trama.
El señor Asol, de nombre Allaman, suspiró, miró a cámara y negó decepcionado. No le gustaba verse obligado a hacer cosas.
—Estoy buscando un objeto poderoso.
—¿Un consolador? —La vieja soltó una carcajada—. Perdone, señor Asol, soy muy de la broma.
La piel de Allaman Asol se enrojeció. Carraspeó, incómodo, y siguió hablando:
—He oído que aquí, en Linirk, hay un objeto capaz de cumplir los deseos de cualquier persona. Vengo de un país al norte de aquí.
—Lo sé. ¿Qué tal es Martnas en esta época del año?
—Fructífero —respondió él—. No he venido a hablar de mi país.
—Usted lo ha mencionado, no yo.
—Solo para ponerle en contexto. Allí no tenemos objetos mágicos.
—¿No tienen consoladores?
Madame Losetodo se dio cuenta de que había abusado de la broma, carraspeó y le hizo una señal al hombre para que continuara.
—Mi empresa va bien. Es la más rica de mi país incluso nos compran guillotinas en las Islas Flotantes y esperamos con ganas la apertura de los portales para vender en los otros lados del cubo del mundo.
—Impresionante —mintió la vieja.
—El caso es que aunque mi vida profesional es perfecta, tengo problemas en el aspecto sentimental.
Madame Losetodo se acomodó en la silla, aquello le interesaba.
—Hace una semana que una de mis principales socias ha mostrado cierto interés por mí. Un interés de carácter amoroso y con muestras claras de… bueno, de deseo, ya me entiende.
La vieja asintió.
—Sí, comprendo. Déjeme adivinarlo, que para eso es mi trabajo, usted tiene miedo de no estar a la altura, ¿no es así? Teme que cuando la mujer le conozca descubra que es usted un hombrecillo despreciable, patético y miserable sin nada más que ofrecer que su fortuna y que, quizá, no sepa cómo satisfacerla en la cama. ¿Es así?
El señor Asol miraba a la vieja con la boca abierta.
—Pues no… la verdad es que no había pensado en eso.
—Oh…
En defensa de madame Losetodo hay que decir que los poderes adivinatorios no son una ciencia exacta.
—Verá usted —continuó él intentando ignorar lo que le acababa de decir aquella vieja chocha—, lo que yo quiero es encontrar la Mano del mono para pedirle una serie de deseos.
—Ya veo —se aventuró ella de nuevo—. Quiere pedirle don de gentes.
—¡¿Quiere dejar de decir esas cosas?! ¡No, diantres, no! Lo que quiero pedirle es ser menos deseable, para que mi socia deje de estar perdidamente enamorada de mí.
—Oh… —repitió madame Losetodo.
—¿Usted sabe dónde puedo encontrar la Mano del mono?
Para quien no lo sepa, la Mano del mono es un objeto mágico. Su nombre no engaña a nadie, es una mano de mono con los dedos extendidos. Un objeto capaz de cumplirte un deseo por cada uno de sus cinco dedos. Cada vez que cumple uno, encoge un dedo y al llegar a cinco te pega un puñetazo. El ojo hinchado merece la pena si sabes qué pedir, aunque los expertos siempre aconsejaban que el último deseo fuera un bistec crudo o una bolsa de guisantes congelados.
—No podría dedicarme a lo que me dedico si no supiera algo tan sencillo.
El señor Asol habría sonreído si no fuera porque le parecía una actividad del todo innecesaria.
—¿Cuánto quiere por decirme el paradero de ese objeto? ¡Necesito que deje de desearme! ¡Necesito dejar de ser tan irresistible!
Madame Losetodo lo pensó detenidamente. ¿Cuánto podía pedirle? Aquel cabrón estaba forrado, pero no era estúpido. Si le pedía demasiado se iría a otra vidente y si le pedía demasiado poco, bueno, la verdad era que, desde hacía ya un rato, le apetecía ir a comprarse un consolador nuevo, el suyo estaba muy ajado y unos días atrás había visto uno que no era precisamente barato, pero que cuando llegabas al orgasmo te ofrecía un cigarrillo y fuego.
—Dos mil ochocientos cincuenta y dos terrys, ni un terry más ni un terry menos.
El señor Asol se levantó de la silla. Madame Losetodo pensaba que acababa de tirar por la borda un buen negocio y que aquel cabronazo se daría la vuelta y saldría de su local, pero en vez de eso se llevó la mano al bolsillo trasero del pantalón y sacó una billetera de piel. La abrió, miró en el bolsillo superior, empezó a contar y sacó un fajo de billetes, luego abrió una cremallera y volcó el contenido del bolsillo en la palma de su mano, contó algunas monedas y luego le ofreció el dinero a la vieja.
—Aquí tiene dos mil ochocientos sesenta terrys.
Madame Losetodo juntó las dos manos, formando un cuenco, y dejó que el señor Asol dejara caer el dinero en sus palmas. Lo contempló y sonrió.
—Me debe usted ocho terrys —dijo él.
—¿Cómo dice?
—El cambio, señora.
—Madame, y podemos dejarlo así. El redondeo da buena suerte.
—Usted ha dicho dos mil ochocientos cincuenta y dos terrys, ni un terry más, ni un tery menos. Me debe ocho terrys.
Ahora entendía madame Losetodo cómo se había hecho muchimillonario aquel hijo de putero. Se levantó de la silla, se dirigió a la trastienda, tras la cortina de borlas, y al cabo de unos segundos volvió con un monedero. Lo abrió y empezó a contar monedas. Sacó dos monedas de dos terrys y seis de un terry y se las dio al señor Asol de mala gana.
—Gracias —dijo él—. Ahora dígame dónde está la Mano del mono, por favor.
Madame Losetodo estaba ensimismada contando el dinero y fantaseando con lo que podría hacer en la intimidad de su dormitorio a partir de ahora. Pensó, además, que iba a tener que empezar a fumar.
—Señora —dijo él con impaciencia.
—Madame —corrigió ella.
—Lo que sea. ¿Dónde está la mano?
La vieja se lo quedó mirando con odio. ¡Qué hombre más pesado! Pero le sonrió, porque además sabía que le molestaba sobremanera que lo hiciera. Se acercó mucho a él, hasta el punto de que el señor Asol tuvo que inclinarse hacia atrás para alejar su cara de la de aquella vieja.
—¿Puede apartarse, por favor?
El señor Asol obedeció, dando un amplio paso a la derecha, sin dejar de encorvarse hacia atrás. Madame Losetodo se acercó a una vitrina, la abrió y, poniéndose de puntillas todo lo que pudo, trató de coger algo del estante superior con la punta de los dedos. Lo cazó y su cara se llenó de satisfacción. Tiró de él, acercándolo al borde del estante y dejó que cayera por las propias leyes de la física. Lo cogió al vuelo y se acercó al señor Asol sosteniendo una mano de chimpancé de tamaño natural y pelo natural y naturaleza natural.
Se la ofreció.
El señor Asol la cogió.
El señor Asol la contempló.
El señor Asol miró a la vieja.
El señor Asol miró la mano.
El señor Asol se puso rojo de rabia.
El señor Asol gritó.
—¡La tenía todo este tiempo y aun así me ha pedido dos mil ochocientos cincuenta y dos terrys!
—Y ni un terry más, ni un terry menos —le recordó ella.
—¡Me ha timado!
La vieja reaccionó como si le hubieran dado un bofetón.
—¡¿Cómo se atreve?! ¡¿Sabe usted con quién está tratando?! ¡Si quiero puedo hacer que su empresa se vaya al carajo! —pensó en eso y supo que no era una buena amenaza. Aquel cabronazo era capaz de levantar otra. Era imbécil, era despreciable, pero olía a éxito—. ¡O hacer que todas las mujeres con las que se cruce a partir de ahora le deseen con lujuria!
El señor Asol lanzó un grito de espanto, se llevó la Mano del mono al pecho, como si fuera la suya y dijo:
—¡No será capaz!
—Oh, créame, señoritingo, sería muy capaz. ¡Ahora coja esa maldita mano y lárguese de aquí!
El señor Asol salio corriendo. Correr no le gustaba, porque correr hace que los músculos se tonifiquen y solo le faltaba eso al pobre, volverse más irresistible todavía. Además correr te hacía sudar y lo que menos quería era generar feromonas que pudieran contentar entrepiernas ajenas. ¡Maldita vieja! Además de timarle iba a conseguir que se le lanzaran a los brazos. Menos mal que tenía la mano en las manos, valga la redundancia. Sonrió, aunque lo negaría incluso en presencia de sus abogados, y se preparó para pedir el primero de sus cinco deseos. Miró al cielo y, aunque no creía demasiado en el más allá, reprendió mentalmente a sus padres por haberse esmerado tanto cuando lo engendraron. «Si me hubieran hecho menos agraciado», pensó. Pero eso ya daba igual, porque por fin iba a poder ser infeliz e ignorado. ■

