MUCHIFICCIONES 2: Tres deseos

En la imagen vemos una lámpara persa que parece la lámpara mágica de Aladdin, donde vive el genio capaz de cumplir tres deseos. No se ve nada más, está posada en una superficie blanca a la que le da mucha luz. El relato se titula: “Tres deseos”.

Tres deseos. Imagen libre de licencia: Pexels.

Tres deseos es un relato de fantasía cómica perteneciente a la sección Muchificciones. En esta sección escribiré relatos de temática libre que ocurren en el Muchiverso, mi universo literario. Muchificciones es la sección principal de este blog.

TÍTULO IMAGEN

EL FUEGO VERDE DE LA HOGUERA ROMPÍA la oscuridad de una noche sin luna. Frente al calor de la lumbre, una mujer de cabello blanco a pesar de su aparente juventud, se sentaba en el suelo, con la espalda apoyada en un tronco caído y sujetaba un palo en cuyo extremo había ensartado una lagartija. La mujer tenía los ojos amarillos, como todos los de su especie, y vestía una chupa de cuero negro, pantalones tejanos negros y botas a juego. Junto a ella, también posada en el tronco, había una espada.
      Su nombre era Gerarda del Río —el de la mujer, no el de la espada. El arma había recibido el nombre legendario de Espada— y era una brujera. No hay que cometer el error de confundir brujera con bruja. Primero porque las segundas son abismalmente más poderosas y segundo porque en general las brujeras no llevan sombreros puntiagudos, ni agitan varitas mágicas. No, Gerarda era una mutación genética, como los bulldogs franceses o las nectarinas. Era una cazadora de monstruos.
      Se cree que las brujas llevan dos espadas: una de plata para matar a las criaturas sobrenaturales y una de acero para luchar contra los humanos. Suele ser así, es cierto, pero Gerarda del Río no, ella se dio cuenta mucho tiempo atrás que si bien es cierto que el acero es inofensivo contra los monstruos, los humanos mueren igual si les cortas la cabeza con una espada de plata, una de acero, una de oro o con una de plástico muy afilado. Los humanos son más agradecidos para morir que los vampiros, los zombis, las lamias o los ogros, ellos no se andan con tantos remilgos a la hora de estirar la pata. Por ejemplo, si tiras a una gárgola desde lo alto de un campanario, lo único que conseguirás es un socavón en el suelo, pero si lanzas un humano… bueno… ¿de dónde crees que salió la idea de las smash burgers?
      Cerca del fuego estaba la moto de Gerarda. Estaba muy orgullosa de aquel trasto. Era negra, siempre reluciente y cuando encendía el motor rugía como un dragón. Adoraba tanto aquella moto que la había llamado Pescadilla.
      De vez en cuando se escuchaban ruidos en la maleza, pero Gerarda estaba tranquila, en ese bosque los únicos abismales que había eran sombras y esas nunca se acercan al fuego. La hoguera que había encendido la brujera duraría toda la noche, así que estaba a salvo.
      Las sombras eran abismales que, como su propio nombre indica, estaban hechas enteramente de sombra. Había algunas pequeñas como conejos y otras altas como jirafas, pero todas ellas eran vulnerables a la luz. Si una sombra te alcanzaba no te mataba, pero te dejaba muy mal cuerpo, como cuando entras en el dormitorio de tus padres y los pillas follando.
      —Debería dormir un poco —dijo Gerarda en voz alta. A veces, sobre todo cuando llevaba muchos días viajando sola, en silencio, necesitaba escuchar su propia voz—, mañana va a ser un día largo. Se supone que la lámpara mágica está en este bosque.
      Escupió un huesito de lagartija al fuego y se lo imaginó desapareciendo, calcinado, reducido a cenizas. Sonrió. Luego se tumbó bocarriba y se colocó la espada en el pecho y se abrazó a ella.

La mañana llegó justo cuando se terminó la noche, como suele pasar en estos casos. Gerarda abrió los ojos amarillos y se encontró por un lado con el sol brillando más allá de las copas de los árboles y por el otro cara a cara con un gnomo que estaba de pie sobre su pecho, contemplándola con mucha atención, masajeándose el sombrero rojo. Debía medir unos cuarenta centímetros. Gerarda observó la barba blanca del ser, su piel tostada, aquellos ojos negros, sin iris ni pupilas, su ropa hecha de hojas y aquel gorro rojo puntiagudo. La verdad, pensó rápidamente Gerarda, era una suerte que el gnomo tuviera puesto el gorro, pues todo el mundo sabe que esos seres tienen la polla en la cabeza y nadie quiere que lo primero que ve al despertarse sea un hombrecillo con un pene flácido —en el mejor de los casos— saliendo de su frente o una vagina en la coronilla.
      —Buenos días —dijo la brujera—. ¿Serías tan amable de dejar de tocarte la chorra mientras me miras?
      El gnomo arrugó el semblante y mostró una dentadura formada completamente por colmillos afilados como cuchillos. Unos dientes amarillos entre los que a Gerarda le pareció ver trozos de perejil, pero que en realidad era musgo.
      El gnomo intentó morder a Gerarda, pero la brujera fue rápida y lo lanzó al suelo, a varios metros de distancia, de un solo bofetón. La criatura se levantó, sacudió la cabeza y empezó a maldecir a Gerarda con una voz muy aguda y en un idioma incomprensible para la mayoría, pero la brujera estaba muy lejos de formar parte de la mayoría. El gnomo estaba rojo de rabia y volvió a despotricar en aquel idioma.
      —¡Ñac ñac ñacñac! ¡Ñac ñac ñac ñacñacñac!
      —¡Ooooye! ¿Besas a tu madre con esa boca?
      El idioma de los gnomos es de lo más curioso. Solo conocen dos consonantes, la Ñ y la C y una vocal, la A, así que han tenido que exprimirlas al máximo. Por ejemplo, la palabra ñac puede significar pan, pero también puede significar polla o ibuprofeno. Es posible escuchar la frase ¡Ñac, ñac ñacñac ñac ñacñacñac ñac! que significa: ¡Rápido, tráeme un ibuprofeno, que se me ha caído una barra de pan congelada en la cabeza y ahora me duele la polla!. Todo depende del contexto, claro está.
      El gnomo echó a correr hacia Gerarda a una velocidad absurda. La brujera lo perdió de vista y no volvió a dar con él hasta que le saltó en la cara. Le empezó a arañar y trató de morderla otra vez, pero Gerarda lo cogió del primer sitio que pudo y lo apartó de su cara. Notó algo raro en su mano: primero tela gruesa y áspera, como felpa y luego algo sólido, alargado y blando al principio, pero que en seguida se empezó a endurecer. Gerarda miró y vio que le estaba cogiendo por el gorro rojo.
      —¡Qué asco! —exclamó y lanzó al gnomo por los aires—. ¡¿Te has empalmado?!
      El gnomo lanzó una risa llena de ñacs. Gerarda se frotó la mano contra el pantalón, cogió la espada y la desenvainó. El gnomo, lejos de asustarse al ver la hoja pulida y brillante, lanzó un suspiro de admiración. La brujera miró al gnomo y luego la espada.
      —¿Te gustan las cosas brillantes?
      El gnomo asintió y se apretó el sombrero con una mano, marcando a través de la tela lo mucho que le gustaban las cosas brillantes.
      La criatura corrió hacia Gerarda, pero esta vez no la pilló por sorpresa. Alzó una mano y la movió en el aire para hacer el símbolo de Gelditu. Un símbolo rúnico brilló en el aire y el gnomo se quedó congelado como una estatua. El sello Gelditu servía a las brujeras y brujeros para paralizar a sus enemigos.
      El gnomo emitía sonidos que pretendían ser ñacs, pero que se quedaban en ñ… ñ… ñ…. Gerarda sonrió, alzó la espada sobre su cabeza y se preparó para partir a aquel hombrecillo en dos, con un poco de suerte pillando su asquerosa polla dura por el camino.
      —Lo siento, campeón, pero tengo una lámpara mágica que encontrar.
      Los ojos del gnomo se abrieron como platos cuando vio la hoja acercarse a él. Gerarda detuvo el ataque a pocos centímetros de la frente de la criatura y se lo quedó mirando.
      —Un momento… ¿sabes dónde está la lámpara mágica?
      El gnomo intentó asentir, pero el sello Gelditu se lo impedía, así que se limitó a responder:
      —Ñ… ñ… ñ….
      Gerarda se relajó, envainó la espada y se la colocó en la cadera izquierda, sujeta por un cinturón de cuero marrón.
      Suspiró.
      —Te voy a liberar y me vas a llevar hasta la lámpara mágica, ¿estamos? Si haces alguna tontería te corto en dos, si me intentas atacar, te corto en dos y si te tocas el sombrero… te juro por Sacsé que te corto en cuatro.
      Miró a los ojos del gnomo, aquellos ojos negros que bien podían estar mirándola a ella o al fuego verde de la hoguera o el contorno de sus pechos.
      Deshizo el sello Gelditu y el gnomo cayó de bruces contra el suelo. Se levantó, se sacudió el cuerpo y, cuando iba a hacer lo mismo con el gorro rojo, se dio cuenta de que la brujera se llevaba la mano a la empuñadura de la espada. Alzó los brazos en señal de rendición y dijo:
      —Ñac ñacñac…
      —Más te vale. Ahora indícame, ¿dónde está la lámpara?
      —¡Ñac ñac! —dijo el gnomo señalando hacia la espesura y luego salió corriendo.
      —¡Eh, espérame! Fuck!, digo… ¡joder!
      Gerarda echó a correr tras el gnomo, dejando a Pescailla sola.
      La brujera esquivaba ramas y árboles que se interponían en su camino y entorpecían su avance. Llegó a un claro y se detuvo, jadeando. Miró a su alrededor y se dio cuenta de que estaba en el sitio perfecto para una emboscada.
      —¡¿Dónde coño está ese puto gnomo?!
      Gerarda era una buena rastreadora. Los experimentos a los que se vio sometida de cría agudizaron todos sus sentidos. Todos los niños y niñas elegidos para ser brujeros y brujeras, pasan las mismas pruebas: son obligados a comerse un plato entero de coliflor hervida, sin aceite de oliva, ni sal, ni pimienta. Si no se la comen, no se levantan de la silla. Esta crueldad hace que desarrollen una mutación genética que los vuelve más rápidos, más fuertes y con unos sentidos sobrehumanos. En el caso de Gerarda era distinto, porque vieron que tenía más resistencia a aquellos experimentos que el resto de críos, así que no solo le dieron coliflor hervida, si no que además le obligaron a comerse de segundo un plato de menestra de verduras. Eso le convirtió en la brujera más poderosa de todas.
      Lo que ocurre con los gnomos es que por un lado solo huelen a hierba —algo poco útil para rastrearlos en un bosque— y por otro son tan ligeros que ni siquiera dejan huellas. Tampoco hacen ruido. Eran buenos acechadores, silenciosos, rápidos y muy astutos.
      Un arbusto se sacudió tras la brujera, esta echó mano a la empuñadura de la espada y se puso en guardia.
      De entre las hojas apareció el gnomo.
      —¡¿Ñac ñacñac ñac?! —dijo impaciente.
      —¡No puedo seguirte si sales cagando leches de esa forma!
      —Ñac ñacñac ñac ñac…
      —¡¿A quién estás llamando lenta, tapón?!
      —Ñac… —sentenció el gnomo sacudiendo la mano. A aquel puto ser le gustaba tener la última ñac.
      La invitó a seguirla y se volvió a zambullir entre los matorrales. Gerarda lo persiguió y notó que esta vez el hombrecillo iba mucho más lento. Una parte de ella se sintió ofendida.
      Tras varios minutos corriendo, siendo sacudida en la cara por ramas y miradas exasperadas del gnomo por encima del hombro, llegaron a un nuevo claro, pero este era distinto al anterior, principalmente porque en el centro había una mansión. Bueno… aclaremos esto… desde el punto de vista de un humano, aquel edificio no era más que una casita de muñecas, pero desde los ojos de un gnomo, aquello era un palacio. Estaba en lo alto de un tocón de árbol, tenía jardín con columpios diminutos y hasta una piscina que seguramente cabría en un vaso de chupito. A ras de suelo, a los pies del tocón, había todo un pueblo o, volviendo al tema de las perspectivas, una ciudad si le preguntabas a un gnomo. Varias de aquellas criaturas paseaban y hacían sus cosas —algunas de esas cosas eran tejer, cocinar, tender la ropa, limpiar las calles o grabar un anuncio de perfume—. Gerarda miró todo cuanto tenía delante, era un sitio hermoso y lujoso y desentonaba en aquel bosque oscuro. Había varios sacos de oro repartidos por toda la ciudad y algo llamó la atención de la brujera: adornada con flores coloridas estaba la lámpara mágica. Miró al gnomo con la boca abierta.
      —¿Vosotros tenéis la lámpara?
      —¡Ñac!.
      —¡¿Cómo que claro?! ¡¿Sabes lo peligrosa que es esa cosa?!
      El gnomo lanzó una pedorreta para quitarle importancia y cruzó la ciudad a toda velocidad. Desde su posición, Gerarda vio correr a aquel hombrecillo, generando una estela de humo a su paso. Con aquellas piernecillas habría debido tardar al menos media hora en recorrer la distancia que había entre ella y la lámpara, pero lo hizo en apenas unos segundos.
      El gnomo la miró, posó la mano en la lámpara y, antes de que Gerarla pudiera impedírselo, frotó la superficie oxidada.
      La lámpara tembló, haciendo que las flores que le habían puesto encima se cayeran. Una margarita tapó una casa y una gnoma salió, tiró de ella, hizo una gran bola de flor y se la tiró a Gerarda mientras sacudía el puño y le lanzaba todo tipo de improperios, ñac arriba, ñac abajo.
      Un humo turquesa empezó a salir del pitorro de la lámpara mágica, se retorció en el aire y se alargó y se alargó, para luego tomar una forma esférica. De cada lado de aquella bola de humo salieron dos apéndices. El color turquesa seguía ahí, pero la textura empezó a cambiar, a solidificarse. Los dos apéndices se convirtieron en brazos y de la parte más alta de la esfera brotó una cabeza y en ella aparecieron unos rasgos: nariz aguileña, tan afilada que parecía poder mantener un combate contra una espada sin ningún problema, unos labios carnosos y unos ojos muy pequeños y completamente blancos. No tenía cejas, tampoco pelo, ni vello facial. Gerarda siempre había pensado que un hombre calvo debería dejarse barba para no ir por ahí pareciendo un pene andante, pero quién era ella para juzgar.
      El genio de la lámpara se formó por completo. Su cuerpo era rechoncho, con unos pechos que colgaban y se movían con cada respiración. El ser suspiró y, con una voz pastosa cansada de repetir siempre lo mismo, dijo:
      —Oh, gran señor gnomo, gracias por liberarme. Le concederé sus tres deseos.
      La brujera se quedó mirando al genio y luego miró al gnomo.
      —¡¿Vosotros estáis usando la lámpara?!
      El genio dio un respingo al escuchar la voz. Miró a Gerarda y su cara se convirtió en una máscara de asombro.
      —¡Una brujera! —dijo con más emoción que otra cosa—. ¿Has venido a matarme? Dime que has venido a matarme. Por favor, dime que has venido a matarme.
      —¿Cómo dices?
      —Hay algo raro en este sitio, pero no sé qué es. —El genio empezó a darse golpecitos en las sienes—. No consigo recordarlo. Lo tengo en la punta de la lengua, pero… se me escapa. Solo sé que la idea de morir me parece hasta agradable.
      Gerarda miró al genio con una expresión que no era común en ella, se sentía confusa. Miró entonces al gnomo.
      —¿Qué le habéis hecho?
      El hombrecillo chasqueó los dedos con una sonrisa amplísima.
      —¡Ñacñac! —dijo, para que Gerarda no se perdiera un detalle, luego se dirigió al genio y añadió—: ¡Ñacñac ñac ñac!
      Los ojos del genio emitieron una luz roja y luego volvieron a su blancura normal.
      —Deseo concedido, mi señor —dijo el genio con voz monótona.
      En los brazos del gnomo apareció un enorme bocadillo de mortadela. Lo abrió y puso cara de asco.
      —¿Cuál es su segundo deseo? Le quedan dos.
      —¡Ñac ñac ñacñac, ñac ñac ñac ñacñacñacñacñac ñac ñac!
      Brillo rojo de ojos.
      Ojos volviendo a la blancura.
      —Su segundo deseo ha sido concedido.
      Encima de la mortadela apareció un chorro de mayonesa. Ahora el gnomo se relamió, cerró el bocadillo y le dio un bocado. Lanzó un gemido de placer y miró a Gerarda, luego le ofreció el bocadillo. La brujera lo rechazó y el gnomo se encogió de hombros.
      —Le queda un deseo, mi señor. ¿Cuál será?
      El gnomo lanzó el bocadillo al suelo, miró a Gerarda y se llevó el dedo índice debajo del ojo, invitando a Gerarda a que estuviera atenta.
      —¡Ñacñac ñac ñac ñacñac ñac ñacñacñac!
      Los ojos de la brujera se abrieron como platos. Los del genio emitieron aquella luz que confirmaba que el deseo se había cumplido y, sin decir nada más, se metió en la lámpara.
      —No puede ser —dijo Gerarda con una mezcla de frustración y admiración—. ¿Cuánto lleváis haciendo eso?
      —Ñac ñacñac ñac ñac ñacñac…
      La brujera se llevó las manos a la boca, horrorizada.
      Déjame que te explique lo que ha pasado, pues es posible que no domines demasiado bien el gnomés. En el primer deseo, el gnomo pidió un bocadillo de mortadela, pero se le olvidó decirle al genio que quería mayonesa. Es el problema con los deseos, debes ser lo más específico posible. En el segundo pidió que le pusiera mayonesa, que se la pusiera encima de la mortadela, ya que en el pan no le gustaba. En el tercer deseo, el gnomo, tras una sonrisa malvada, le pidió al genio que olvidara que le había cumplido dos deseos y que volviera a meterse en la lámpara. Llevaban haciendo eso tres décadas. Treinta años pidiendo riquezas o comida o agrandamientos de pene y dejando el tercero para hacer que el genio se olvidase de todo y volviera a concederles tres deseos. Gerarda no sabía si tenía que enfadarse o felicitar a aquellos cabrones por ser tan inteligentes.
      Fuera como fuere, no podía irse de allí sin la lámpara. Si alguien la encontraba podría usar sus poderes para hacer el mal o, peor todavía, para hacer un bien que nadie quería. Muchas veces los mayores crímenes estaban disfrazados de buenas intenciones, como lo de vestir a los perros.
      La brujera miró a su alrededor, sopesando sus posibilidades de salir de allí de una pieza. ¿Cuántos gnomos y gnomas había en ese claro? Quizá doscientos. Doscientas criaturas rápidas, fuertes y con ganas de comer, siempre con ganas de comer. Podía usar el sello de Sua y quemar aquella ciudad junto con la lámpara, pero no se sentía cómoda con esa idea. El sello de Gelditu no era lo suficientemente poderosa como para congelar a tantos individuos. Tenía el de Ikusezin, capaz de hacerla invisible. Era un buen plan, sin duda, podía irse, ocultarse entre los arbustos, esperar a que llegara la noche y quitarles la lámpara sin que nadie se enterase o podía…
      Gerarda corrió hacia la lámpara, la cogió y salió corriendo como si le persiguiera un comercial de telefonía para preguntarle con qué compañía estaba ahora.
      El gnomo no reaccionó en seguida, porque cuando alguien te roba ante tus narices tu cerebro necesita un momento para asimilar lo que está pasando. Luego abrió mucho los ojos, alzó el puñito y gritó:
      —¡Ñac ñac ñas ñacñac, ñacñac ñac ñac!
      Que venía a significar algo así como: «¡Eh, eso no es tuyo, hija de putero!».
      Varios gnomos y gnomas se giraron hacia él y luego siguieron su mirada hacia la brujera que ya se estaba perdiendo entre la espesura del bosque.
      —¡Ñac ñac ñacñaaaaaaaaaac! —dijo el gnomo que había conducido a Gerarda hacia allí, que en lenguaje humano significaba: «¡A por ellaaaaaaaaaaa!».
      Varias docenas de gnomos salieron corriendo hacia la brujera. El que la había acompañado añadió varios ñacs, pidiendo a sus compañeros que no la mataran, que quería verla sufrir.
      Gerarda vio que los gnomos se acercaban a ella peligrosamente. Podría matar a varios, incluso paralizarlos, pero eran demasiados. Se miró las piernas y tuvo una idea. Hizo un gesto en el aire en dirección al suelo y delante de su mano se dibujó la runa de la señal Azkar. De repente sus piernas empezaron a moverse mucho más deprisa y avanzó a una velocidad que hacía que se le cerraran los ojos por el viento. Tenía que llegar a Pescailla. No sabía si aquellas criaturas serían tan rápidas como su moto, pero quizá podía usar con el vehículo la misma señal y salir de allí para destruir la lámpara.
      Los gnomos no se quedaron atrás.
      Gerarda vio la moto en el claro, iluminada por el fuego. «¡Genial!», pensó con una sonrisa que se congeló cuando vio que varios gnomos se acercaban a Pescailla y la alzaban como si no pesara nada. Las ruedas dejaron de tocar el suelo y la moto empezó a deslizarse a toda velocidad a cuarenta centímetros del suelo.
      Ahora algunos gnomos perseguían a la brujera, que perseguía a su moto.
      La señal Azkar empezaba a perder el efecto y Gerarda estaba aminorando la velocidad. Miró la lámpara y gruñó. No le gustaban esas criaturas, pero no tenía otra alternativa. Frotó la superficie oxidada y notó como la lámpara vibraba y se calentaba. Del pitorro salió el humo turquesa, que se convirtió en el genio.
      —¡Oh, señora! ¡Gracias por liberarme! ¡Le concederé tres deseos!
      Gerarda, que ya corría a velocidad normal y había visto como Pescailla se perdía en la lejanía, se vio rodeada de gnomos con ganas de cargársela.
      —¡Deseo que nos transportes a mi moto y a mí lejos de este bosque y lejos de estos gnomos cabrones!
      Lo dijo justo cuando los gnomos cabrones se lanzaron hacia ella. Cerró los ojos, esperando el impacto de sus dientes o sus puñitos, pero nunca llegaron. Cuando los abrió Gerarda estaba en una playa de arena blanca y agua cristalina. El rumor de las olas era agradable y nada amenazador. Junto a ella estaba Pescailla, con las ruedas posadas en la arena, ligeramente hundidas.
      —Menos mal, ha funcionado —dijo Gerarda—. Ahora tengo que pedir otros dos deseos para que… un momento… ¿dónde está la lámpara?
      En efecto Gerarda tenía las manos vacías. Pensó en ello y sus ojos se abrieron al comprender que su deseo solo incluía a Pescailla y a ella. La lámpara se había quedado en el bosque, con los gnomos. Giró sobre sí misma para contemplar la playa desierta en la que estaba. «Vale —pensó—, estoy lejos de aquel bosque y, por consiguiente, lejos de aquellos gnomos cabrones». Ahora iba a tener que volver a buscar la lámpara para destruirla y liberar al genio, pero ¿dónde cojones estaba exactamente y cómo coño iba a volver?
      —FUCK!, digo… ¡JODER!

Recuerda que tienes disponible mi novela corta La venganza de Andet:

Imagen que muestra mi novela en tapa blanda y en Kindle.

Suscríbete para estar al corriente de mis relatos:

¡Coméntame o morirá un gaticornio!

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.