Microficción 252: La Dimensión mohína

En la imagen vemos un inmenso fondo negro y, justo en el centro, dos niñas miran hacia abajo, a lo que parece un mapa que iluminan con una linterna que, de paso, sirve como único foco de luz de la imagen. Una de ellas es blanca y rubia, con el pelo cortado a media melena y lleva gafas redondas. La otra es negra, no se le distingue el pelo y viste una camisa de cuadros abierta con una camiseta en la que vemos el hocico arrugado de un felino (no sé si un puma, un león o un tigre). El título del relato es: «La dimensión mohína».

La Dimensión mohína. Imagen libre de licencia: Pexels.

La Dimensión mohína es un relato de fantasía cómica perteneciente a la sección Microficciones, en ella publico historias de temática libre. Microficciones es la categoría principal de este blog.

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HAY TANTÍSIMAS COSAS QUE PODRÍAMOS DECIR de la Dimensión mohína… podríamos decir que es el sitio perfecto donde perder la cordura, podríamos decir que entre sus inmensos bosques de árboles negros habitan criaturas tan temibles como el rugaranko silvestre, que lo mismo te desenrosca la cabeza como que te regala una rebequita para que no cojas frío por las noches y podríamos decir que es el hogar de la Muerte, Diosa de la muerte, valga la redundancia. Lo que no podríamos decir bajo ningún concepto es que es el sitio adecuado para dos niñas de trece años. Pero si algo tienen los más peques, a parte de una imaginación desmedida para hacer preguntas como «¿Por qué el mar no se sale?», es una inconsciencia y una falta de miedo absurda que roza lo suicida. No obstante, Ifón y Béberli, estaban mirando un mapa en medio de la plaza Lúgubre, aunque eso era imposible de saber porque lo que las rodeaba era una completa y espesa oscuridad.
      Te preguntarás qué hacen dos niñas de trece años en un sitio como la Dimensión mohína. La respuesta corta es correr peligro, la respuesta larga es correr mucho peligro.
      Cientos de ojos se posaban sobre las cabezas de las niñas, decenas de lenguas se relamían. Puede que el cálculo no termine de salirte, pero así es este lugar: criaturas con muchos ojos y pocas bocas, con muchas bocas y ningún ojo, con muchos dientes o sin dientes, pero con una habilidad envidiable en el noble arte del lanzamiento de chancla.
      Ifón enfocaba con la linterna el papel y golpeaba el suelo con el pie, luego enfocaba a su alrededor pero la oscuridad era tan espesa que la luz rebotaba como en un espejo.
      —Creo que nos hemos perdido —dijo.
      —Yo creo que no —respondió Béberli—. Yo creo que sabemos dónde estamos, lo que pasa es que no sabemos dónde están el resto de cosas.
      —Eso es lo mismo que perderse.
      —No. Perderse es cuando miras a tu alrededor y dices: «No tengo ni idea de dónde estoy», pero si miras a tu alrededor aquí no ves nada, así que no puedes saber si ese es el callejón Melocotón podrido o el lago Diarrea aguda. ¿Entiendes?
      Ifón miraba a su alrededor y lo único que veía era negrura. Sus ojos le molestaban porque su cerebro le decía que no se veía un pimiento, pero ellos decían que precisamente estaban viendo una pared jodidamente grande de oscuridad a menos de un palmo. Ifón se sentía como cuando se acercaba mucho una de esas imágenes que solo ves cuando te la alejas de la cara muy despacio, solo que alguien le había grapado toda esa oscuridad a la frente y le colgaba delante de los ojos.
      —Y ¿qué hacemos ahora?
      —Yo creo que lo mejor que podemos hacer es preguntar a alguien.
      Ifón miró a Béberli con una ceja levantada.
      —¿Te refieres a alguien de toda la gente a la que nos hemos encontrado desde que hemos llegado?
      El sarcasmo se le daba bien a Ifón.
      —Yo diría que no hemos visto a nadie desde que hemos llegado.
      El sarcasmo se le daba mal a Béberli.
      Las dos crías habían llegado a la Dimensión mohína por casualidad. Casualmente vieron un amuleto en la tienda de magia de Borin Asfac en el que casualmente ponía No tocar y casualmente decidieron tocarlo. El aire las absorbió como quien sorbe fideos de un ramen y aparecieron allí. Fuera dónde fuera allí.
      —En el mapa aparece un centro de turismo —informó Béberli.
      —Me sigue flipando que tuvieras un mapa de la Dimensión mohína en la mochila, tía.
      —Tengo mapas de todas las dimensiones del Muchiverso. Nunca sabes cuándo los vas a necesitar. Ya lo decía mi padre: «Nunca sabes cuándo los vas a necesitar».
      —Igualmente, por mucho que en el mapa ponga que hay un centro de turismo, si no vemos una mierda, no podemos movernos. Podríamos tropezar contra un muro o caer por un precipicio.
      —Eres muy negativa. Yo creo que acabaremos acostumbrándonos a la oscuridad. Como cuando estás en la habitación por la noche y apagas la luz. Al principio no ves nada, pero luego poco a poco vas distinguiendo tu dormitorio.
      —Sí, claro…
      Ifón nunca lo reconocería, pero seguía durmiendo con la puerta de la habitación entreabierta para que entrara algo de luz. No era miedo a la oscuridad, sino a los monstruos que tienen la manía de esconderse en la oscuridad e invitarte a flotar y cosas por el estilo.
      —A lo mejor si hubiera alguna farola no estaría tan oscuro —dijo Béberli y lo dijo sin un ápice de sarcasmo.
      Ifón se puso muy recta y le dio un aplauso largo con todos los ápices de sarcasmo que se había dejado su amiga. Lo que pasó con aquel aplauso es que el mundo se iluminó a las dos palmadas, se apagó a las cuatro y se volvió a encender a las seis. Béberli e Ifón se quedaron boquiabiertas. Ifón tenía las palmas juntas y contemplaba una avenida de suelo negro y árboles grises, iluminada por una luz azulada.
      —Pues parece que sí había farolas después de todo —dijo Béberli.
      Ifón asintió.
      —También hay otras cosas —respondió Ifón señalando a una criatura alta, con cabeza de besugo, cuello de jirafa, cuerpo de gorila y patas de avestruz.
      El besugo-jirafa-gorila-avestruz se giró hacia ellas, se las quedó mirando, abrió la boca y lanzó un grito mudo, luego corrió hacia ellas moviendo sus patas de tal forma que se convirtieron en dos borrones circulares parecidos a dos ruedas.
      Ifón empujó a Béberli para apartarla de la trayectoria del besugo-jirafa-gorila-avestruz. Este se estampó contra el tronco de un árbol grueso y muy viscoso y se le quedó atascada la cabeza hasta la mitad del cuello.
      —¡Pobrecito! —exclamó Béberli—. ¡Ha debido hacerse mucho daño!
      —Sí, pero nosotras no nos hemos hecho ninguno y me gustaría que siguiera así. ¡Vámonos!
      Ifón cogió a su amiga por la muñeca y echó a correr avenida abajo. Mientras corría miraba a su alrededor. Los edificios estaban en ruinas. Lo que ellas dos no sabían era que, en la Dimensión mohína, ruina es una palabra que equivale a cinco estrellas gran lujo.
      El besugo-jirafa-gorila-avestruz consiguió sacar la cabeza del tronco, destrozando el árbol que cayó al suelo con gran estruendo, se giró para buscar a las dos humanas y cuando las vio lanzó otro grito silencioso al aire. Se preparó para correr y, de hecho, se puso a ello, pero una criatura con alas de dragón, cuerpo de pingüino, cabeza de quokka, ojos de topo, dientes de piraña y manos de octogenaria con artritis, bajó de las alturas, lo agarró por las axilas y se lo llevó cielo arriba.
      —¡¿Qué narices era eso?! —preguntó Ifón sin dejar de correr.
      —¡No lo sé, tía! ¡Este sitio me gustaba más a oscuras!
      Se chocaron contra algo y cayeron al suelo de culo. Al mirar hacia arriba se encontraron con una calavera que miraba hacia arriba. Debajo de la calavera estaba el consiguiente esqueleto y este estaba forrado por una especie de fluido espeso y negro que olía a rayos a los que les había sentado particularmente mal la leche.
      —¡Disculpe! —dijo Béberli.
      —¡No te disculpes! ¡Es un esqueleto!
      El esqueleto pronunció un quejido y empezó a caminar hacia ellas muy lentamente. Ifón se puso en pie, cogió a Béberli de nuevo por la muñeca y la obligó a correr.
      El esqueleto las seguía, pero muy despacio. Era un necro y los necros tienen un ritmo particular. La velocidad que puede alcanzar un necro a la carrera es asombrosa —asombrosamente lenta, quiero decir—. Incluso cuesta abajo puede mantener el ritmo.
      —¡Mira, una casa! —gritó Ifón—. ¡Sale humo de la chimenea!
      —¿Por qué el humo es negro?
      —¡Y tiene un jardín!
      —¿Por qué el césped es negro?
      —¡Y hay una caseta de perro!
      —¿Por qué la madera es negra?
      Entraron en el jardín, lo recorrieron a toda prisa, mirando a sus espaldas donde el necro era un punto en la lejanía de la avenida. Iba a por ellas, de eso no te quepa dudas, porque si algo tenían los necros era perseverancia.
      Béberli se fijó en un rosal bajo la ventana.
      —Las rosas son negras.
      —Sí y las violetas azules —respondió Ifón.
      —En realidad también son negras —dijo una voz tras ellas.
      Las dos niñas se giraron y se encontraron con un esqueleto muy alto y que, si bien tenía todas las características de un esqueleto, era muy distinto al que les perseguía. Igualmente no dejaba de ser un esqueleto parlante, vestido con unos pantalones cortos amarillos con flores rojas estampadas y una camisa muy colorida. La Muerte. Cuando la Parca está en casa prefiere vestir cómoda y deja la túnica y la guadaña colgadas en el recibidor.
      Béberli e Ifón, haciendo uso de toda la educación que sus padres le inculcaron, dijeron al unísono:
      —¡Aaaaaaaaaaaaaah!
      Y salieron corriendo, rodeando la casa hasta situarse en la parte trasera. Apoyaron las espaldas en la pared y jadearon.
      —¿Qué era eso? —preguntó Béberli.
      —No lo sé, creo que era una carabela de esas —respondió Ifón.
      —En todo caso soy una calavera —dijo la voz junto a ellas.
      Se giraron y vieron a la Muerte asomando la cabeza por una ventana.
      Lanzaron un grito que habría reventado los tímpanos de cualquiera, si cerca hubiera habido alguna criatura con tímpanos.
      —¿Podéis dejar de gritar? Es muy molesto.
      La Muerte salió por la ventana y se quedó mirando a las dos niñas con mucha atención.
      —No parece que estéis muertas. ¿Qué hacéis aquí?
      —¡No nos coma, por favor, señora carabela!
      —Calavera, una carabela es un barco que… bueno da igual. Igualmente no soy una calavera, soy la Muerte.
      —¡Aaaaaaaaaaaaah! —aportó Béberli.
      —En serio, dejad de gritar. ¿Cómo habéis llegado hasta aquí? No es el sitio adecuado para dos niñas. Lo pone al inicio del relato.
      —¿No va a comernos? —preguntó Béberli.
      —Soy vegana.
      —¿Ni arrebatarnos el alma?
      —Ya he terminado mi jornada.
      —Ni echarnos a los monstruos.
      —No hay que echarle comida a los animales. ¿Me vais a responder?
      —Tocamos una piedra y…
      —Vale, entiendo. Seguro que tenía un cartelito que decía No tocar, pero siendo humanas… ¿Qué hacíais antes de tocar la piedra?
      —Vendíamos galletas para pagar el viaje de final de curso, entonces unas gamberras nos siguieron y nos escondimos en una tienda.
      —Y ¿dónde están esas galletas? —preguntó la Muerte ignorando la parte de la historia que no le interesaba.
      Con los humanos, pensaba la Muerte muy amenudo, es importante aprender a escuchar en diagonal o acabas volviéndote tarumba.
      Béberli se quitó la mochila, la abrió y sacó varias cajas: Coquitos, Menta chocolateada, Locuras de vainilla, Lenguas de pato, Boomlates y otras cosas por el estilo.
      La Muerte se relamió. O lo habría hecho de haber tenido lengua.
      —¿Cuánto vale cada caja?
      —Dos terrys y medio, señora.
      La Muerte se pellizcó el mentón.
      —Dadme todo lo que llevéis encima.
      La forma de decirlo podría compararse a cuando alguien te dice lo mismo en un callejón mientras sujeta una navaja, pero la Muerte hizo aparecer una cartera de piel negra, la abrió y sacó varios billetes de cien terrys. No era su cartera, por su puesto. En algún lugar del Muchiverso alguien que estaba a punto de pagar la cuenta en el restaurante se palmeó todo el cuerpo y dijo: «Creo que me he dejado la cartera en casa, ¿pagas tú y yo te invito otro día?».
      La Muerte se vio sujetando dos docenas de cajas y las niñas un fajo de billetes. Era demasiado dinero, las cajas valían mucho menos, pero es lo que suele pasar cuando el dinero no es tuyo, es más fácil despilfarrarlo que cuando te dejas los riñones para conseguirlo y le acabas cogiendo cierto cariño.
      La Muerte miró a las dos niñas mientras devoraba una caja de palitos Chocoguau sin abrir, chasqueó los dedos produciendo un sonido parecido al caer de un dado sobre una mesa y las crías desaparecieron para aparecer en la tienda de magia de Borin Asfac. En la Dimensión mohína el necro cruzó el jardín de la Muerte en dirección a la parte trasera de la casa, pero cuando la Parca se dio cuenta de que le había destrozado las rosas negras con aquel lodo espeso y pestilente, el necro tragó saliva —lo cual no deja de tener mérito dadas las circunstancias— y, si hubiera podido hablar, habría dicho algo elocuente como: «Oh, ho» antes de verse reducido a polvo abismal.
      Hay tantas cosas que decir sobre la Dimensión mohína… Podríamos hablar durante años de sus criaturas, de la arquitectura, de los monumentos —especialmente de por qué no hay ninguno—, pero una cosa muy importante es que nadie le estropea las flores a la Muerte y vive para contarlo. Eso y que a la Parca le gustaba mucho más la caja de las Fresilates que la de los Cocomochos.


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