
Siguiendo la luz. Imagen libre de licencia: Pixabay.

HAY MUCHAS MANERAS DE MORIR, porque si una cosa tiene la diosa Muerte es imaginación y, cuando llevas en el oficio de las defunciones desde el principio de los tiempos, tienes que ser creativa, buscar alicientes para que el trabajo se haga menos pesado y monótono. Es parecido a cuando un escritor está sentado en el escritorio y decide coger la taza de Dragon Ball que usa para poner los bolis y cambiarla de sitio, colocándola a la derecha en vez de a la izquierda y, de repente, como quien no quiere la cosa, su perspectiva del mundo y el cosmos da una vuelta de trescientos sesenta grados —trescientos sesenta y seis coma cinco si no se le da bien la trigonometría—. Las maneras favoritas de morir de la Muerte son, en orden ascendente: el aplastamiento por piano de cola, el descalabro por maceta, el desnucamiento por pisada de pastilla de jabón y/o piel de plátano y la estupidez humana que, en realidad, engloba las anteriores y añade maravillas como meter un cuchillo en el enchufe o hacer el pino en la azotea para subir el vídeo a redes sociales —en este caso, si la persona cae al vacío, el número de visualizaciones y likes es mayor que si se va a casa vivita y coleando—.
A veces la Muerte se sorprende con algunas formas de morir. No pasa muy a menudo, pero alguna que otra vez ha ocurrido. Entiende que la diosa se ocupa de los decesos de todas las razas mortales, desde los humanos a los elfos, pasando por los orcos o los comerciales de telefonía. Uno de estos casos puntuales fue el de Xeli Aimsin, una mujer de noventa y siete años que murió de un ataque de tos. Lo raro de esta muerte es que la muerte no fue provocada por el ataque de tos en sí, al menos no de forma directa. Xeli estaba comiendo arroz con cosas, cuando unos cuantos granos mal masticados se fueron para otro lado y le provocaron un ataque de tos tan fuerte que su dentadura postiza salió disparada, rebotó contra el cuadro de ciervos jugando al póquer y cayó al suelo justo cuando Xeli se puso en pie para ir a por un vaso de agua. La anciana pisó la dentadura, se venció hacia atrás y se dio en la nuca con una silla que estaba tapizando para que cuando su vecina Lusi Gruait fuera a tomar el té, no se diera cuenta de que, en efecto, aquellas eran las sillas que alguien le había robado cuando estuvo en el espá el fin de semana pasado.
La Muerte no dejaba de sorprenderse, porque los humanos siempre superábamos sus espectativas. Cuando no creía que podíamos ser más inútiles, nosotros, como especie, alzábamos la mano y decíamos: «¡¿Que no?! ¡Aguántame el cubata!».
El espíritu de Xeli salió de su cuerpo, se quedó un momento en medio del salón, mirando su cadáver y dijo: «Pos vaya». No se quedó mucho rato ahí, recreándose en su propia muerte, se asomó a la ventana al escuchar un sonido parecido al que hacen las uñas de una teleoperadora contra la mesa cuando tiene que atender una llamada poco estimulante. Pensó en ponerse la bata por encima, pero desechó la idea porque 1) no podía coger frío y 2) no podía coger la bata.
Salió por la puerta o, mejor dicho, salió a través de ella y bajó las escaleras. Se topó con la vecina de abajo, a la que por primera vez en los cincuenta años que llevaba viviendo en aquel edificio, pudo pasar de largo sin saludarla. Cuando llegó a la calle se encontró con un paisaje extraño, no parecía el día primaveral de abril en el que estaba, en vez de sol y polen cayendo de los árboles, había niebla y oscuridad. En el suelo, frente a ella, había una lámpara de aceite encendida y más allá de la niebla, el sonido que le había llamado la atención: una suerte de clac-clac-clac… En la bruma se dibujó una silueta alta y delgada que poco después la atravesó, quedando iluminada por la luz de la lámpara. Una figura vestida de negro, más concretamente un esqueleto vestido con una túnica negra.
La Muerte alzó la mano y dijo:
—¿Qué tal?
Xeli se la quedó mirando con más decepción que miedo. Cuando llegas a los noventa y siete años, la visita de la Muerte es una cosa que esperas, lo que no contemplas en ningún momento es que lo primero que te dirá la Parca es: «¿Qué tal?».
—Bien, aquí… muerta —respondió Xeli—. Qué te voy a contar que tú no sepas.
—Cierto, cierto. Pero has tenido una vida larga —comentó la Muerte.
—Demasiado.
—Y has tenido mucho amor.
—No tanto. Mis hijos nunca me llaman, los muy desagradecidos. Y la mujer del pequeño seguro que le ha metido ideas en la cabeza. Porque él nunca ha sido de decirme no, mama y desde que se casó con esa parece que no conozca otra palabra. ¿Y la mayor? Mejor no me hagas hablar de la mayor.
—No lo haré.
Hubo un silencio breve pero intenso.
—Al menos me podré reunir con mi Ornaldo —dijo Xeli con ensoñación—. ¿Cómo está mi Ornaldo?
—No sabría decirte —reconoció la Muerte con un tono que dejaba claro que empezaba a aburrirse de aquella conversación—. Yo solo ayudo a cruzar las almas al Más Allá, después sigo con mi trabajo y allí se encargan y deciden si van al Paraíso o al Infierno.
—¡Mi Ornaldo al infierno! Era un santo, no hacía daño ni a una mosca.
Cabe aclarar que Ornaldo no hacía daño a una mosca, porque estaba muy ocupado haciéndole daño a las personas que luego descuartizaba y servía en sus famosas barbacoas que, según los vecinos a los que invitaba, tenían un no-sé-qué-que-qué-sé-yo.
La Muerte miró su reloj de Mickey: el brazo mas corto señalaba con su índice entre el cinco y el seis y el brazo más largo apuntaba con el dedo al nueve. En aquel momento la Parca habría deseado poder inflar los carrillos y soltar una pedorreta para luego añadir: «Bueno… pues yo voy a tener que ir haciendo un pensamiento». Es lo malo de ser todo hueso, hay muchos matices de la expresividad que se pierden.
—Pues si estás lista, nos vamos ya —dijo la Muerte.
Cogió la lámpara del suelo y empezó a caminar, zambulléndose en la niebla. Xeli se quedó en el sitio hasta que el brazo esquelético de la Muerte emergió de la bruma y, con el dedo índice, le invitó a seguirla.
Xeli caminó siguiendo la luz y, por consiguiente, a la Parca. No tardó en ponerse a su altura y se dio cuenta de que estaba siguiendo el ritmo acelerado de la Muerte, que daba zancadas largas como las de un militar con prisa. Le seguía el ritmo esencialmente porque Xeli no caminaba, levitaba a escasos centímetros del suelo. «Fíjate tú», pensó cuando se percató del detalle.
—Entonces… ¿te acuerdas de todas las almas a las que te has llevado? —preguntó la anciana.
—No, claro que no —respondió ofendida la Muerte—. ¿Crees que no tengo vida más allá de mi trabajo? Llevo un registro en una hoja de cálculo.
—¿Una qué de qué?
—Una cosa del ordenador. Cuando salgo del trabajo intento desconectar. No es bueno llevarse el trabajo a casa, ¿sabes?
Para Xeli aquello no tenía sentido, porque si su Ornaldo no se hubiera llevado el trabajo a casa, no habrían comido cosas tan deliciosas como aquellas costillas de divorciado con salsa de cerveza.
—Yo pensaba que la Muerte nunca descansaba porque siempre hay gente muriéndose.
—¡Sí hombre! No, yo tengo mi horario de oficina. Si te mueres fuera de ese horario, tu alma se espera al día siguiente. Al principio no era as, ¿sabes? Mi madre, la Diosa Creadora, quería que trabajase todo el santo día (y durante varios milenios fue así), pero un día me planté y me declaré en huelga. Fue una época confusa, porque mucha gente pensaba que era inmortal. Cuando mi madre cedió y aceptó una serie de condiciones: el horario, vacaciones, dietas y teléfono de empresa, volví y todos aquellos idiotas a los que les dio por dispararse entre ellos para demostrar que seguían siendo inmortales se llevaron una sorpresa.
—Recuerdo aquella época. Mi Ornaldo no pudo traer nada que llevarnos a la boca.
La Muerte no lo entendió, porque no conocía el noble oficio de Ornaldo. Para que te hagas una idea no está bien descuartizar y cocinar a una persona inmortal, además es de lo más incómodo comerse una hamburguesa que no deja de gritar.
—Hemos llegado —dijo la Muerte.
Delante de ellas había una góndola enorme, de madera negra. No estaba en el agua, en aquella ciudad no había canales, ni ríos, ni nada por el estilo. La embarcación flotaba en la carretera, con la quilla ligeramente sumergida en el asfalto.
La Muerte se subió, colocó la lámpara en un gancho en el mástil y cogió el largo remo.
—¿Subes o te quedas?
Xeli miró a la Muerte y luego miró a su espalda, a la calle cubierta de niebla.
—¿Qué pasa si no subo a la barca?
—Pues que te quedarás en el mundo de los vivos, como un alma en pena —explicó la Muerte con tono monótono, como quien repite por enésima vez las ventajas de contratar la tarifa plana de asesinos a sueldo—. No podrás cruzar al Otro Mundo jamás y poco a poco perderás los recuerdos, la conciencia, la lucidez y te convertirás en un espectro: un espíritu maligno, corrompido por permanecer en un plano existencial que no le corresponde.
—¿Podré ver a mis hijos?
—Sí, pero si estás cerca de ellos cuando te conviertas en espectro, les atacarás y posiblemente, a no ser que llamen a algún Cazafantasmas competente (cosa que cada vez escasea más), acabarás matándolos a ellos y a sus seres queridos.
Xeli meditó aquello un momento. Podría quedarse allí, conversar con sus hijos y su hija y luego, cuando llegase el momento fatídico, vengarse de esa. No estaba mal la idea. ¿Qué habría hecho su Ornaldo en su situación?
La Muerte miró el reloj. El brazo corto ya apuntaba a las seis y el largo a las doce.
—Decídete rápido, yo tengo que estar en la otra punta del mundo. Ha habido un accidente y ha muerto un grupo de youtubers que estaban intentando volverse virales.
Xeli no entendió casi nada de lo que dijo la Muerte. Miró la calle tras ella, miró la barca y decidió que no le merecía la pena seguir en aquel mundo. Sobre todo porque sin su Ornaldo, las barbacoas habían perdido todo el encanto. A ella no se le daba tan bien descuartizar a la gente y algunos vecinos habían empezado a deducir qué era exactamente ese no-sé-qué-que-qué-sé-yo que tenía la comida, sobre todo cuando en una de las parrillas notaron que una hamburguesa tenía una pulsera en la que se podía leer claramente Barbra Bagüer. Xeli subió a la barca y esta zarpó calle arriba hasta que desapareció en la bruma espesa. Al final se iba a reunir con su amado, cosa que a su amado no le iba a hacer ni pizca de gracia. ■