
¡Por los pelos! Imagen libre de licencia: Pexels.
Cagüen todo es un relato de fantasía cómica perteneciente a «Al tema», una subsección dentro de «Juegocuentos», en la que escribiré un relato inspirándome en un tema propuesto por mis seguidores de Twitter.

Yo te propongo: Un señor calvo al que después de muchos años empieza a crecerle el pelo sin parar. Se rapa y a la mañana siguiente igual. Y así.
— Marina Arnau (@MarinaArnau_) March 22, 2023
ale, ahí va 😉

POR NORMA GENERAL LAS HECHICERAS NO HACEN VISITAS A DOMICILIO, pero por norma general las hechiceras no cometen errores tan graves como el que cometió Luna Trastospormedio cuando le dio la poción equivocada a un cliente que, lo único que quería, era dejar de tener una voz ridícula y que la gente, que en sus propias palabras era mu mala, dejara de reírse de él.
Cuando Luna llegó a casa de su cliente le abrió el marido de este.
—Señora Trastospormedio, gracias por venir. Soy Jou. Jou Festuc —dijo el hombre alto, de piel nívea y brazos como troncos de abedul—. Pase, por favor, está en el salón.
Luna entró en casa y se encontró con una persona derrumbada, abatida, decaída, apesadumbrada, desalentada, desanimada, vamos, lo que viene siendo una piltrafa de hombre. Era alto y se notaba incluso estando sentado en el borde del sillón en forma de U. Tenía la piel marrón oscuro y vestía un polo rosa cuyas mangas cortas parecían peligrar, tensadas alrededor de unos bíceps hinchados. El hombre tenía una melena larguísima y este es quizá su rasgo más importante, porque era el que había llevado a Luna Trastospormedio hasta allí. Estaba llorando desconsoladamente y no, no era el rasgo más importante, aunque también tenía mucho que ver con la presencia de la hechicera.
—Cariño —dijo Jou con voz cantarina, como la que usarías para acercarte a un gigante que se ha puesto a jugar con un camión cisterna lleno de gasolina y convencerle de que lo deje en el suelo muy despacio—. Ha venido la hechicera.
El hombre del polo abrió unos ojos de iris negro brillante por las lágrimas, miró a Luna con una mezcla de cansancio y odio visceral, la señaló y dijo:
—¡Tú!
Lo dijo con una voz tan aguda y extraña que parecía que su dueño se hubiera metido una sobredosis de helio.
Luna se giró para mirar tras ella, pero como no había nadie, miró al hombre, se puso el dedo índice en el esternón y alzó mucho las cejas.
—¿Yo? —dijo con una voz normal o más normal que la de su interlocutor.
—Sí, tú… ¡me has jodido la vida!
—¡Hala, hala! Eso es mucho decir, ¿no le parece, señor Lafuerte?
Luna miró al marido, buscando complicidad, pero este negó con la cabeza dejándole claro que estaba sola en eso.
—Me han comentado —dijo Luna— que ha habido cierto… error en el suministro de pociones.
El señor Lafuerte abrió mucho la boca y miró a su marido. Este negó con la cabeza, dejándole claro que era indignante lo que acababan de escuchar.
—¡¿Un error en el suministro de pociones?! ¡¿UN ERROR EN EL SUMINISTRO DE POCIONES?!
Cuanto más gritaba, más aguda era su voz. Algunas veces, en su día a día, se había puesto tan furioso que su voz solo la habían podido escuchar algunos perros —los que no tenían problemas de audición o no llevaban la música a todo volúmen, claro está—.
Luna estuvo a puntito de replicar, pero Jou Festuc negó con la cabeza dejándole claro que no era buena idea.
—Fui a verla para que me quitara esta voz tan aguda…
—No había notado nada…
La hechicera miró al marido y este no se molestó en negar con la cabeza, simplemente le devolvió una mirada que, para un buen entendedor del lenguaje corporal, habría significado: «¿En serio?», pero que para Luna Trastospormedio simplemente fue incómoda.
—¡Imagínese mi sorpresa cuando al despertarme a la mañana siguiente no solo seguía con la misma puta voz de mierda, sino que además tenía esta melena sedosa y tan bonita!
Luna Trastospormedio no se esperaba eso y reaccionó como alguien que no se esperaba eso: sacudió la cabeza, alzó las cejas y abrió mucho los ojos. Parecía que alguien, dentro de su cabeza, hubiera hecho restallar un látigo.
—¿Perdón?
—¡Que tenía este pelo!
Luna miró al marido, que asentía muy lentamente.
—Pelo…
—¡PELO!
—Discúlpeme, señor Lafuerte, pero no consigo entender dónde está el problema.
—¡Que yo soy calvo! ¡Calvo desde que se me cayó el pelo!
—Suele ocurrir de esa forma. Entonces dice que era calvo antes de tomarse mi poción y ahora es melenudo.
—¡Así eeeeeees! —El señor Lafuerte se echó a llorar y el señor Festuc corrió a consolarlo—. (Snif) cada día desde que me tomé su estúpida poción (snif) —dijo con la cara sumergida en las palmas de sus manos—. ¡Cada día tengo que afeitarme la cabeza (snif)! ¡Y al día siguiente vuelvo a tener este (snif) melenón (snif)!
—Y no le gusta tener pelo porque…
—¡Porque yo soy calvo de pura cepa! —gritó el señor Lafuerte con una voz tan aguda que hizo estallar algunas copas que había en la cocina—. ¡Mi padre era calvo! ¡Y su padre antes que él! ¡Y la madre de su padre antes que ellos dos (snif, snif)! ¡¿Qué van a decir cuando me vean?! ¡Se llevarán un disgusto (snif)! ¡Seré la (snif) vergüenza de la familia (snif)!
La hechicera no conseguía entender nada. Por lo visto había descubierto el primer crecepelo que funcionaba de la historia y lo había probado por accidente en el único calvo que no quería dejar de ser calvo.
—¿Cuánta poción ha tomado, señor Lafuerte?
—¡Toda la botellita (snif)!
A la mierda el negocio. No tendría forma de saber qué narices llevaba aquella poción.
—Cuando salgo a la calle la gente me señala (snif). Desde que tengo pelo siento que la gente me respeta menos. ¡Les grito qué miráis (snif)! Y se ríen de mí (snif).
Luna Trastospormedio estuvo a punto de decirle que posiblemente se reían de su voz y no de su pelo, pero una neurona avispada, dentro de su cabeza, negó dejándole claro que no era buena idea.
—Ahora ya ni siquiera sirvo como punto de ¡referencia!
El señor Lafuerte volvió a esconder la cara entre las manos. Luna miró a su marido con expresión interrogativa —fácilmente confundible con la expresión que pondría una persona que entra a un ascensor vacío y descubre que alguien, antes que ella, lo ha usado y se ha tirado un pedo—.
—Antes cuando íbamos al cine —empezó a explicar el señor Festuc—, el acomodador indicaba el asiento a la gente usando a Kerry como punto de referencia. Decía: «¿Ven ustedes a aquel calvo de allí? Pues su asiento es el de delante».
—¡Y ya no va a poder hacerlo más y su trabajo será mucho más complicado porque tendrá que acompañar a la gente hasta el asiento y todo porque ya no soy calvo porque me tomé una poción que no era para curarme la voz sino para hacer que tenga esta melena tan bonita! —dijo el señor Lafuerte de corrido. Hacia el final de la retaila su voz casi no se escuchaba o, al menos, los humanos casi no la escuchaban.
—Tiene que ayudar a mi marido, señora Trastospormedio. Se me parte el corazón al verle así.
—¡Encima ahora dejo pelos en la almohada y en el desagüe!
—¿Ve a qué me refiero? Está destrozado. Dígame que puede hacer algo. ¡Ayúdele!
Luna miró a aquellos dos hombres y en su cabeza se formaron dos pensamientos: pensamiento 1) esta gente está loca y pensamiento 2) si al menos quedara una gota de la poción… me haría de oro.
—¿Señora Trastospormedio? —insistió el señor Festuc.
—Esto… claro, claro. Yo les ayudo, descuiden. Esto… por casualidad no habrán guardado la botellita de la poción, ¿verdad? Es para investigar en qué tipo de hechizo debería trabajar. Ya sabe… para ayudarles y eso.
—Sí, claro. Voy a buscarla.
La hechicera se quedó a solas con el señor Lafuerte, pero no hablaron. Él seguía sollozando y ella seguía pensando en la poción: «¿Pelo de minotauro? No, porque el pelo de minotauro sirve para las almorranas. Quizá esperma de ornitorrinco… La verdad es que se sabe poco de los ornitorrincos. Curioso animal».
Al cabo de unos minutos que se le hicieron eternos, Luna Trastospormedio estaba fuera de aquella casa, con una botella de cristal de unos nueve centímetros con un tapón que disponía de cuentagotas. En el culo de la botellita había un poco de líquido y la hechicera sonrió de oreja a oreja. Su vida tratando con gente como aquella tenía los días contados. Ya podía imaginarse nadando en monedas de oro, viviendo en una isla paradisiaca en el sexto lado del cubo del mundo y bebiendo lo que la gente de esa parte del Muchiverso llamaba Piña colada. ■