
La tienda de magia. Imagen libre de licencia: Pexels.

COMO CADA MAÑANA DESDE QUE TENÍA DIECIOCHO AÑOS, y de eso hacía ya doscientos cincuenta, Borin levantó la persiana de su comercio. No era un comercio normal, o no lo habría sido si Borin hubiera nacido en el sexto lado del cubo del mundo, donde lo más fantástico que existía era publicar un tweet y que ningún descerebrado te insultara, pero en el segundo lado del mundo, al que ella pertenecía, su local —una tienda de magia—, era tan común como tirarse un pedo y echarle la culpa al sofá de cuero.
Aún así estaba orgullosa de su tienda. No ganaba tanto como le habría gustado cuando la abrió, pero pronto aprendió que cuando tu negocio no funciona, tienes que abrir un segundo en la trastienda, que puede ser tan legal como laxa sea tu moral. A Borin le gustaba ser buena persona, pero le gustaba más ser una persona con dinero y la bondad, por el motivo que sea, no paga el polvo de hada para hacer que tu coche vuele.
Lo que Borin no sabía aquella mañana era que su día iba a ser muy diferente al resto. Para empezar, el cielo tenía un tono dorado que no daba buena espina. Borin lo miró cuando alzó la persiana, puso una mueca de incomodidad y negó con la cabeza. «Verás tú como se ponga a llover ácido», pensó. Tenía motivos para pensarlo, porque ya había ocurrido en más de una ocasión. Cuando era una cría, por ejemplo, vio desintegrarse a un cíclope borracho que pensó que era buena idea bailar bajo la lluvia. La verdad era que, a pesar del fuerte olor a carne quemada y excrementos, y del dantesco espectáculo que fue ver aquel gran ojo rodando colina abajo —era un cíclope con un ojo de cristal—, el baile le resultó incluso bonito.
Entró en la tienda, ignorando el sonido de la campana que descansaba en el dintel de la puerta, contempló los estantes llenos de frascos de pociones, de libros de conjuros, de varitas mágicas, amuletos, runas, huesos de adivinación y bolas de cristal, sonrió y se dijo a sí misma que iba a ser un buen día. Cierto que eso se lo decía todos los días y, hasta el momento, no había acertado muy a menudo, pero tenía un presentimiento. Sabía que algo bueno iba a pasar o, como mínimo, algo no demasiado malo o algo, así en general.. Sí, con eso se conformaba.
Se metió en la trastienda, repleta de cajas de cartón —algunas vacías y otras tan llenas de cachivaches mágicos que no se podían cerrar—, se sentó en su silla de cuero, tras el escritorio de madera maltratada y encendió el televisor. Las voces en idioma sordiano invadieron la trastienda. Una telenovela producida en Sord… Antiguamente cuna del imperio, antes de la apertura de los abismos y ahora meca de las telenovelas y los realities crutres. Le daba lo mismo, no solía prestarle atención a la tele, pero le gustaba que se escucharan voces —a parte de las que provenían de los artículos embrujados de la tienda—.
Se escuchó la campana de la puerta principal y, al principio, Borin no reaccionó. Seguramente sería alguien buscando una tienda de telefonía o cualquier otra cosa. Se levantó perezosamente y salió de la trastienda atravesando la cortina de bolas de madera que había a modo de puerta.
—Bienvenido a la tienda de magia Bor…
En medio de la tienda, observando todo cuanto le rodeaba, había una bruja tan vieja como los desatascadores de goma. Era menuda, regordeta y con el pelo blanco, muy ondulado, cayéndole salvaje por los hombros y la espalda. Vestía de absoluto negro, con una túnica y un sombrero picudo. Sobre la túnica llevaba un chaleco de cuero en cuya espalda podía leerse Brujas del infierno escrito con lentejuelas brillantes.
—¿Es usted bruja? —preguntó Borin pasándose el tacto por donde nunca alcanza el sol—. ¿Bruja de verdad?
La recién llegada se palpó el cuerpo, desde la cintura hasta los voluminosos pechos, bajó las comisuras de la boca, pronunció el labio inferior y, con una voz que le habría quedado muy bien a una puerta muy vieja, dijo:
—Todo lo real que se puede ser. Estoy buscando a Borin Asfac, ¿la conoce?
La pregunta era pura formalidad, sabía de sobras que estaba hablando con Borin.
—Y usted es…
—Drabana Pieszurdos.
—Ah —dijo Borin, intentando dejar claro que aquello, por sí solo, no significaba nada para ella.
No debió hacerlo muy bien, porque la bruja no parecía estar por la labor de darle más información. Por suerte para la trama, Borin era una mujer persistente.
—Lo siento, pero no sé quién es usted. ¿Nos conocemos, esto… Gabana Palurdo?
—Drabana. Drabana Pieszurdos y no, no nos conocemos. Bueno… ahora sí, claro está.
—Claro…
Hubo un silencio que solo fue incómodo en parte —concretamente en la parte de Borin. Drabana no parecía tener prisa, contemplaba cada rincón de la tienda con admirado interés—.
La dependienta carraspeó.
—Esto… ¿Qué se le ofrece? —preguntó.
—Eso de ahí es un ejemplar del Yuyunomicón.
No fue una pregunta y tampoco sería justo tildarla de afirmación. Era una simple observación que estaba abierta a ser corregida.
—Sí, lo es. Milésima octogentésima quincuagésima séptima edición. Firmada.
—¡No me diga que está firmada por la mismísima Abadayal Aljaruez, la hechicera loca!
Drabana corrió hacia el ejemplar, maravillada, pero se detuvo al escuchar a Borin decirle:
—No, está firmada por un gamberro que entró hace un tiempo en la tienda y le dio por joderme el negocio. También estaba como una puta cabra. Oiga, señora…
—Señorita.
—Lo que sea. ¿Me va a decir qué hace aquí y cómo sabe mi nombre?
—Se le requiere para una misión suicid… de suma importancia de la AM.
La AM era la Academia mágica. La escuela de hechicería más importante del Muchiverso.
—¿A mí? ¿Por qué a mí? ¿Y qué es eso de suicid?
—A usted, Borin Asfac, porque es la persona más prescin… adecuada para esta misión. ¿Qué edad tiene ahora?
—Doscientos sesenta y ocho, para doscientos sesenta y nueve.
—No podría ser de otra forma. En todos estos años la AM la ha estado observando. Observamos a toda aquella persona vinculada de una u otra forma con la magia y, bueno, usted claramente lo está. —Drabana abrió los brazos y señaló a su alrededor—. Le añadimos a una lista de involuntarios para futuras misiones.
—Querrá decir voluntarios —corrigió Borin.
—¿Usted se ha presentado voluntaria para alguna misión suicid… de suma importancia?
—No…
—Entonces quería decir lo que he dicho. Bien, pues… eso es lo que busco de usted. Tendrá que acompañarme a la AM y allí se le explicarán los detalles y le darán ciertas pautas para luchar contra el dragón.
El mundo entero, con sus seis lados, cayó a plomo sobre Borin. ¿Draqué?
—Disculpe, creo que se ha equivocado. Me ha parecido escuchar dragón.
—Así es. Un dragón.
—¡¿Qué pautas se pueden dar para luchar contra un dragón y por qué narices iba yo a meterme en algo así?!
Drabana se pellizcó el mentón y frunció los labios.
—Pues a ver… por ejemplo no vestir nada de paja (la pana es muy resistente, casi más que una cota de mallas), no llevar protector solar, porque es altamente inflamable… Cosas así. No se preocupe, en la AM tenemos a expertas cazadoras de dragones.
El corazón de Borin latía a toda velocidad.
—¡¿Y por qué no van a esa misión las cazadoras de dragones?!
—Obviamente porque son demasiado valiosas. No podemos ir mandando a cazadoras de dragones a luchar contra los dragones, porque nos quedaríamos sin cazadoras de dragones. ¿Entiende? Por eso mandamos a personas involuntarias como usted. Van allí, tantean el terreno, vuelven y nos dicen cómo de peligroso se ve el dragón en una escala del uno al diez.
—¡No quiero hacer eso! ¡Me niego!
—Podría negarse a ir si se hubiera presentado voluntaria en su día, pero al no hacerlo y haber sido añadida a la lista de personas involuntarias, me temo que no tiene ni voz ni voto. No he venido a preguntarle si está disponible, he venido a informarle de que lo está.
Borin podría haber rechistado, pero lo cierto era que la bruja le había dejado sin argumentos. Le hizo incluso creer que la culpa era suya y, de hecho, se lo creyó tanto, que ya estaba haciendo una lista mental de las cosas que tenía que llevar en la mochila. Por más que lo pensaba no conseguía entender cómo iba a volver de ese viaje. Empezaba a pensar que el suicid de misión suicid… de suma importancia era más que un simple error. Tendría que ir, tantear al dragón y volver para informar, pero ¿alguien había vuelto de una misión como esa a lo largo de la historia? ¿Sería ella la primera en conseguirlo? Al final su intuición era cierta y había terminado ocurriendo algo. ■
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¡Muchísimas gracias, Judith!