
La Biblioteca infinita. Imagen libre de licencia: Pixabay.

HABÍA LLEGADO EL MOMENTO MÁS ESPERADO de la vida de Ashol. Como discípula de la gran hechicera superior, ahora que había cumplido los dieciséis años, tendría acceso a la Biblioteca infinita en la academia de magia. No es que fuera infinita de verdad, al menos no en términos literales, sino que había muchos libros, tantos que una persona que lee en promedio cinco libros semanales, necesitaría vivir cerca de doscientos mil quinientos cincuenta y nueve millones de años para poder presumir de haber leído el 50% de los libros que descansaban en la biblioteca. El nombre de Biblioteca infinita tenía su origen en la naturaleza hiperbólica de quienes usan la magia. Por ejemplo, la propia hechicera superior, maestra de Ashol, no era tal cosa, sino más bien una hechicera que, si bien es cierto que tenía conocimientos superiores de hechicería —algo así como el C2 de magia—, también tenía magas, magos y magues por encima a los que rendir cuentas. A estas otras personas se las conocía como Excelsiors, que era el grado máximo de la hipérbole mágica.
Ashol salió de sus aposentos incluso antes de que el gallo hiciera sus ejercicios vocales matutinos. Bajó la gran escalera de caracol, que en realidad tenía solo quince peldaños —recordemos la hiperbolización—, y entró en la cocina. Allí estaba Sarchak, el viejo cocinero. Un hombre realmente anciano, que parecía llevar allí por lo menos veinte años, pero lo cierto era que solo llevaba dos meses. Al anterior cocinero lo tuvieron que despedir por robar pociones de amor, así como varios libros para invocar a las diosas primasgenias. Fue todo un palo para la academia, porque a pesar del fuerte olor corporal que desprendía, su ineptitud, su falta de modales y lo mal que cocinaba, le habían cogido aprecio. Es curioso a lo que le puedes coger cariño si tienes el tiempo necesario y una total carencia de criterio. Sarchak, el nuevo chef, cocinaba bien. Mejor que bien, de hecho, cocinaba de maravilla, pero una vez que te acostumbras a que las lentejas sepan dulces porque el cocinero a vuelto a confundir la sal con el azúcar, la receta bien elaborada tiene ciertas… lagunas. Los primeros días algunos comensales reprendieron a Sarchak por no ponerle piña a la tortilla de patatas, luego investigaron y descubrieron que nunca debería haberla llevado. «Pues qué quieres que te diga, a mí me gustaba», decían algunas personas. «Esta tortilla de patatas y, ¿qué es esto, cebolla? No acaba de convencerme».
—¡Buenos días, Sarchak! —exclamó Ashol con la alegría matutina de quien todavía no ha descubierto la frase: «Yo hasta que no me tomo un café no soy persona».
—Buenos días, Ashol. —El tono de voz del cocinero indicaba que todavía no había tenido tiempo de tomarse su café—. Si esperas un segundo te preparo unas gachas.
—No te preocupes, hoy tengo prisa, mi maestra va a llevarme a la Biblioteca infinita. Comeré algo por el camino.
Sarchak gruñó.
—Ya me conozco yo ese comeré algo por el camino. Anda, coge un plátano o algo.
Ashol sonrió. Sarchak era una buena persona. Tenía sus cosas, como esa forma extraña con la que se quedaba mirando a los animales. Le recordaba a la forma que la maestra miraba al maestro Ochomanos.
Fue al frutero, donde habían platanos, manzanas, peras, trúblilas, crasarinas y melosas —unas frutas del Muchiverso que necesitan un relato a parte para ser explicadas en profundidad—. Junto al frutero había una caja de pizza, la abrió y se relamió al ver una porción de pizza de trol del día anterior. La cogió, le dio un bocado y sus papilas gustativas dijeron: «¡Esto es vida! Pizza fría para desayunar».
Ashol salio de la cocina, no sin antes hacer que Sarchak se agachara para darle un beso en la mejilla.
En el recibidor de la academia le esperaba su maestra. Estaba hablando con un brujo muy viejo cuya piel parecía la corteza de un árbol y al que Ashol no había visto en la vida. Se acercó a ellos y tuvo tiempo de escuchar las últimas palabras del viejo:
—… nos vas a condenar a todos, Chabaya.
A lo que la hechicera respondió:
—¡Vete a la dimensión Mohina, viejo chocho!
La dimensión Mohina es el lugar en el que vive la Muerte y otras criaturas a las que nadie en su sano juicio invitaría a un cumpleaños.
El brujo protestó y se alejó de Chabaya. Miró a Ashol y entornó los ojos a la vez que apretaba mucho los labios.
—Hola, Ashol —dijo la hechicera.
—Hola, maestra, ¿quién era ese?
—Drúbida, un viejo brujo que se cree que su opinión le importa a alguien más que a él mismo. Hoy has madrugado.
—No podía dormir más, estoy muy nerviosa. ¿De verdad es tan magnífica la Biblioteca infinita?
—Lo es. Sus pasillos van más allá del tiempo y el espacio. La Biblioteca infinita está presente en todos los lados del cubo del mundo, en todos los universos del Muchiverso. Desde Barcelona a Geteva, desde Narnia a Masel, desde la Atlántida hasta el taller de Santa Claus.
Ashol miraba a su maestra con los ojos brillantes y la boca abierta de par en par.
—¡¿Podemos ir ya, maestra?!
Chabaya sonrió con esa sonrisa perfecta que siempre sorprendía a Ashol. La cara de su maestra era una de esas que pedían a gritos una boca desdentada.
—Vamos, antes de que hagas un charco de babas en el suelo.
Ashol siguió a su maestra, que tampoco tenía unos andares que pegaran con su cuerpo enjuto y menudo. Le pegaba más un caminar encorvado y lento, pero andaba erguida y muy ligera. Ashol le seguía el paso, pero cada zancada de Chabaya eran tres suyas, así que casi tenía que correr para ir a su lado.
Cruzaron la sala principal, llena de columnas de suelo a techo, como suele pasar casi siempre. Había un gran sofá con forma de U en el que descansaban varios alumnos. Algunos veían la tele, otros jugaban al ajedrez tiránico —como el ajedrez normal, pero las fichas estaban vivas y tenían que luchar en el tablero hasta que solo quedase una con vida—. Abandonaron la sala principal y bajaron unas escaleras que llevaban al sótano. Allí estaba la despensa, las calderas y la sala de escobas voladoras. Siguieron bajando hasta que llegaron al subsótano, donde estaban los calabozos, que ahora se usaban como trasteros porque hacía tiempo que los mágicos no tenían jurisdicción para detener a nadie. Un piso más abajo llegaron al subsubsótano, una estancia grande, cuadrada, de techo abovedado en el que había una sola puerta sobre la que descansaba un letrero que decía: Biblioteca infinita.
El corazón de Ashol dio un brinco en su pecho. Chabaya se acercó a la puerta, asió el pomo redondo, sacó un manojo de llaves de un bolsillo y abrió el cerrojo. Sonó como un chasquido fuerte que reverberó por la sala abovedada. Giró el pomo y la puerta se abrió silenciosamente. No chirrió, no crujió. Se abrió tan normalmente, que resultó del todo anormal.
Ashol tragó saliva y siguió a su maestra hasta el interior de la Biblioteca infinita.
La Biblioteca infinita no era lo que Ashol se esperaba. Esperaba un espacio blanco, un limbo eterno, lleno de estanterías repletas de libros. Lo que se encontró fue una estancia enorme, cuyo final se perdía en pasillos larguísimos, llena de estanterías abarrotadas de libros viejos encuadernados en cuero. No había techo, o al menos no se podía ver, porque las estanterías se alzaban y se perdían en la oscuridad. No había silencio, era imposible que hubiera silencio, porque el propio intento de silencio cuchicheaba y se chistaba para que se callase. Se escuchaban susurros lejanos, silbidos como el del viento colándose por algún agujero diminuto. No hacía frío, pero solo porque no había espacio suficiente para que el frío cupiera. Las estanterías estaban tan cerca las unas de las otras que tenías que caminar entre ellas.
Ashol sintió claustrofobia, pero nadie le había explicado lo que era, así que simplemente suspiró y dijo:
—Esto es increíble.
—Lo es. Aquí está todo el conocimiento del Muchiverso, además de varias novelas interesantes de los cuatro lados del cubo del mundo. También hay alguna de Flóser.
—¿Flóser? —preguntó extrañada Ashol.
—Al que las diosas llaman El último mono. Un tipo al que Sacsé, la diosa creadora, le dio el título honorífico de dios menor, solo para que pudiera escribir para ella las historias del Muchiverso.
—Las historias del Muchiverso —repitió Ashol anonadada.
—Así es. Se dice que todos los seres del Muchiverso tienen su historia escrita y este Flóser es el responsable.
—¿Entonces podría encontrar aquí el libro de mi vida?
—Sí, pero no te lo aconsejo, Ashol.
—¿Por qué?
—¿Alguna vez has estado viendo una película y alguien te ha hecho un spoiler?
—¡Sí! ¡Menuda rabia da!
—Pues esto es lo mismo. ¿Qué sentido tendría vivir la vida si ya sabes lo que va a pasar?
Ashol miró aquel lugar maravillada. Estaba en la Biblioteca infinita. Si sus padres la vieran se arrepentirían de haberla cambiado por una escoba y un recogedor nuevos.
—¿Qué haremos ahora, maestra?
—Te enseñaré a usar la Biblioteca infinita y empezaremos tus clases avanzadas de magia. ¿Te apetece?
Ashol estaba a punto de llorar. ¿Que si le apetecía? ¿Acaso los dragones no son adictos a los pistachos? ¡Claro que le apetecía! Desde que conoció a Chabaya había soñado con ese momento. Aprendería toda la magia que pudiera y luego, cuando conociera hasta el último conjuro, hasta la última invocación, cuando supiera el nombre de todas las cosas de la Tierra, dominaría el mundo y sometería a la humanidad. Sonrió y por suerte para ella su maestra no la estaba mirando, porque en aquella sonrisa podían leerse de forma clara sus verdaderas intenciones. ■