
Espejo, espejito. Imagen libre de licencia: Pixabay.

LAS PUERTAS DE UNA SALA ENORME SE ABRIERON y la luz del pasillo iluminó su interior. No podía decirse que estuviera vacía, sino más bien que estaba llena de nada, una nada cubierta de polvo, cuyas partículas flotaban como humo. En el centro de la estancia había un bulto tapado con una sábana blanca.
La mujer anduvo con paso marcial, cruzando la sala con la espalda erguida, dándole vueltas a un anillo sencillo que rodeaba su dedo anular izquierdo. Cogió la sábana y tiró de ella, dejando al descubierto un espejo ovalado, enorme, enmarcado en hierro forjado, que flotaba en el aire a medio metro del suelo.
La mujer carraspeó y, mirando al espejo con toda la indiferencia de la que fue capaz, pronunció las palabras mágicas:
—Espejo, espejito…
El espejo emitió un piticlín y luego la mujer dejó de reflejarse y en el cristal empezó a formarse una cortina de humo que poco a poco tomó la forma de una calavera sobre un fondo tan negro como el alma de algunos poetas cuyos versos indican que quizá deberían buscar ayuda.
—Buenas tardes, reina Ivol. ¿Qué puedo hacer por ti?
La reina odiaba que el espejo le tuteara, pero solía ser así con las criaturas mágicas. Se creían por encima de las normas. No, se sabían por encima de las normas.
—Espejo, espejito… —dijo la reina Ivol.
—El mismo que se refleja y no calza. ¿Quieres saber quién es la mujer más hermosa del reino?
—¿Para qué? —preguntó la reina con una ceja levantada.
La calavera de humo se quedó callada.
—No sé, supongo que es lo que se espera en estas situaciones —respondió por fin con voz insegura.
—No entiendo en qué me ayudaría saber eso, la verdad.
Era curioso cómo de repente el espejo sintió que se había metido en un callejón sin salida. Curioso, principalmente, porque había nacido espejo mágico y nunca había estado en un callejón —ni con salida ni sin ella—. Carraspeó incómodo y habría deseado poder silbar.
—¿Entonces? —dijo por fin—. ¿Qué puedo hacer por ti?
—Quiero encontrar a alguien, ¿puedes hacer eso?
La calavera de humo asintió en el cristal. Fue un movimiento lento y etéreo.
—¿De quién se trata?
La reina Ivol sonrió. Miró a sus espaldas para asegurarse de que seguía sola en aquella gran sala. Los ácaros reunidos la miraron desde sus posiciones, visibles pero imperceptibles.
—Estoy buscando a la Muerte.
El espejo reprimió un grito de horror. También los ácaros. Algunos de ellos taparon los oídos de sus hijos acaritos, pero era tarde, ya lo habían escuchado.
Nadie busca a la Muerte, es la Muerte la que, en líneas generales, te busca a ti y la mayoría de las veces esperas que se pierda por el camino o se entretenga charlando con un amigo de la universidad.
—¿Por qué quieres encontrar a la Muerte, reina Ivol?
—Eso no es asunto tuyo, espejo. ¿Puedes encontrarla?
La calavera de humo suspiró.
—Sí, claro que puedo. Pero te advierto una cosa, reina Ivol, quien encuentra a la Muerte, generalmente acaba arrepintiéndose. ¿Estás segura de esta decisión? Una vez tomada es como hacerse un tatuaje o tener un hijo idiota, para siempre.
La reina Ivol asintió.
—Como quieras…
La calavera se deformó y el cristal se llenó de humo. Luego apareció un cráneo que parecía mucho más sólido.
—¿Y bien? —preguntó la reina Ivol—. ¿Has encontrado a la Muerte o no?
La calavera miró tras de sí y arqueó una ceja. Bueno… pensó que la arqueaba, lo que según ella era más que suficiente aunque nadie más pudiera percibirlo a no ser que dijera: «Aviso de que estoy arqueando una ceja».
—Esto… ¿hola? —respondió la calavera.
—Hola. ¿Dónde está esa maldita Muerte?
El cráneo carraspeó.
—No sé si maldita sería la palabra correcta para definirme, pero aquí estoy.
La reina Ivol palideció. Desde luego no era la mejor forma de iniciar una conversación con la diosa de la muerte.
—¡Perdonadme, mi diosa!
La Muerte pensó que arqueaba las dos cejas.
—Ehm… ¿puedo ayudarte en algo?
La reina Ivol había hecho una reverencia, con los brazos adheridos a los costados y las piernas muy rectas, y se había quedado inclinada hacia delante.
—Sí, mi diosa —dijo sin levantarse—. Quisiera deciros que soy una gran admiradora.
La Muerte alzó una mano que sostenía una copa de balón llena de un líquido amarillo pálido muy frío. Llevó una pajita verde lima a su ausencia de labios y sorbió.
—Ah… —dijo al tragar—. Pues gracias, supongo.
—Gracias a vos. Yo solo soy una humilde sierva. ¿Recibisteis los sacrificios?
La Muerte inclinó la cabeza.
—¿Sacrificios? ¿Qué sacrificios?
—Ayer mismo hice sacrificar diez almas para mostraros mi gratitud por llevaros a mi padre y convertirme en reina. Cada año lo hago, mi diosa.
—¡Eres tú!
La voz de la Muerte sonó furibunda. Era hielo chocando en un vaso vacío. Era trueno retumbando en los cristales de un edificio de cuarenta plantas. Era pedo resonando en ascensor abarrotado.
—¡Tú eres la hija de putero que me hace trabajar tanto cada año! Me estaba volviendo loca. No entendía por qué una vez al año me tenía que llevar diez almas. Sabía que los humanos sois idiotas en cualquier pliegue muchiversal, pero eso era demasiada idiotez para una especie que, a fin de cuentas, ha inventado los nachos con guacamole. Quiero decir… siempre he querido pensar que eso no fue solo un golpe de suerte y que sabéis usar el cerebro si os lo proponéis. ¡Así que eras tú!
La reina Ivol se irguió y miró a la Muerte. Habría jurado que tenía la cara roja de rabia, pero al no disponer de vasos sanguíneos, desechó la posibilidad.
De pronto no se sintió cómoda con aquella llamada y deseó haberle hecho caso al espejo.
La Muerte tiró la pajita al suelo y se vertió el contenido de la copa en la boca. Lanzó la copa al suelo y se aferró al espejo. Sus dedos sobresalieron del cristal y asió el marco. La reina Ivol lanzó un grito de horror al ver que la Muerte salía del espejo y se quedaba de pie en la gran sala. Los ácaros taparon los ojos de sus hijos acaritos, pero ya era tarde, los mocosos habían visto a la Muerte en todo su esplendor, aunque no se esperaban que el esplendor fuera un albornoz con el logotipo de un resort de las islas Paralelas.
La reina Ivol miró hacia arriba, porque la Muerte medía cerca de dos metros —cerca, pero siempre por encima—.
—M-mi… m-mi di-di-di-diosa…
—Es una pena, Ivol —dijo la Muerte y, chasqueando dos dedos que sonaron como una moneda cayendo sobre una mesa de madera, hizo aparecer su teléfono móvil—. Todavía te quedaba mucho tiempo por delante. —La muerte tecleó algo en la pantalla, con un rápido clac-clac-clac y, cuando encontró lo que buscaba, le mostró la pantalla a la reina—. ¿Ves? Aquí te tengo, ibas a morir dentro de cincuenta años, envenenada por tu nuera.
—¿I-i-iba?
—Correcto. Ibas. No me gusta que jueguen con mi tiempo y menos cuando estoy de vacaciones. Tardo mucho tiempo en planearlas, ¿sabes? Solo puedo cogerme estos días, porque después de Navidades la gente se muere menos, debe ser por la cuesta de enero esa, que no sé adónde lleva, pero la gente la sube siempre y está tan ocupada quejándose que no tiene tiempo de morirse. Pero desde hace unos años… ¡túúúúúú! ¡Tú me has hecho trabajar incluso durante mi descanso! Eso no se puede perdonar, por muy reina que seas. Así que… arreando, que quiero volver al resort para tomarme otro margarita.
La reina empezó a protestar, pero la Muerte ya le tenía cogida por la oreja, se la retorció y le obligó a caminar hacia el espejo mientras decía «au-au-au».
Primero entró la Muerte y luego la reina. Al cruzar el cristal notó frío, mucho frío. Miró a su espalda al escuchar un golpe seco y vio, al otro lado del espejo, su cuerpo tirado sobre una alfombra de polvo en la sala llena hasta los topes de nada. Era como si el cristal del espejo le hubiera cortado el alma, como si la hubiera dividido en dos.
No se esperaba ni por asomo que aquel día acabaría así. Miró a la Muerte y se llevó una decepción, de repente aquella diosa le cayó muy mal y pensó que, si lo hubiera llegado a saber, habría rezado a Koroque, diosa de las croquetas. ■