
El sacrificio. Imagen libre de licencia: Pixabay.

EN LAS PROFUNDIDADES DE LA SELVA DE LA LOCURA una tribu estaba preparando los últimos detalles del primer sacrificio del año en honor a la diosa de la locura, Kioqui. No es que a Kioqui le seduzca especialmente que se hagan esas cosas, pero claro, cuando eres la diosa de la demencia, los que te idolatran no pueden estar muy cuerdos. A todos sus seguidores, como suele decirse, se les había pasado de rosca el cerebro.
Lo malo de esta tribu en concreto era que no había un solo miembro que dijera: «Oye, quizá se nos esté yendo de las manos todo esto del sectarismo, ¿no?». Todos y cada uno de sus componentes necesitaba con urgencia una camisa de fuerza. Especialmente Chilguin, la líder de todo aquel tinglado. Tenía ochenta y nueve años y antes de que ella llegara al poder, la tribu Delilik solo ofrecía parte de su comida a las diosas como muestra de agradecimiento —a todas ellas—, pero cuando Chilguin se hizo cargo de la tribu, les contó que Kioqui le había hablado a través de la naturaleza y le había dicho que tenían que sacrificar vírgenes —esto, obviamente, era totalmente falso. Chilguin creyó hablar con la diosa de la locura, pero en realidad estaba ella sola en medio del bosque, hablando con una rama normal y corriente, mientras Kioqui, desde lo alto de la existencia, miraba la escena y pensaba: «Madre mía… y luego la loca soy yo»—.
Chilguin se acercó a un altar hecho a partir de un gran tocón de árbol cubierto de hojas y rodeado por los cráneos de las anteriores víctimas de aquel ritual. En total habían cuarenta y nueve cráneos, uno por cada año que Chilguin llevaba en el poder.
La líder lucía una máscara que habría asustado incluso a Osore, la diosa del miedo y creadora del Yuyunomicrón, el libro de la muerte, de lo oscuro y de todo lo que da malrollo.
—¡Traed al virgen! —gritó Chilguin.
En realidad lo dijo en el idioma de su tribu, el delilikitense, pero como es un idioma que se basa en sonidos guturales, eructos, silbidos y pedorretas, se ha decidido optar por una traducción simultánea para facilitar su lectura.
De entre los árboles, dos delilikitenses alzaban a un hombre adulto por las axilas. Vestía traje azul, lleno de manchas de hierba. Sus pies, descalzos, arrastraban por el suelo solo por las puntas de los dedos y tenía la cabeza vencida hacia delante. Estaba inconsciente. Caminando justo detrás, apuntando al hombre con lanzas, había tres delilikitenses más.
Colocaron al hombre delante de la líder y dejaron que se arrodillara en el suelo lleno de vegetación.
—¡Hoy es un gran día! —gritó Chilguin para que los más de cien delilikitenses pudieran escucharle—. ¡Hoy la diosa Kioqui estará contenta con el sacrificio que le ofrecemos!
Desde el sofá de su casa, en bragas y camiseta de tirantes, la diosa de la locura puso sus dos docenas de ojos en blanco y suspiró.
La tribu empezó a vitorear a su líder.
—¡Hoy llegamos al sacrificio número cincuenta!
Los delilikitenses gritaron y aplaudieron.
Chilguin alzó los brazos pidiendo silencio.
—Además hoy también es un día especial, porque despedimos a Aldatmaiyá, que se jubila tras sesenta años llevando la contabilidad de la tribu.
La gente aplaudió, algunas personas palmearon el hombro de un hombre que tenía arrugas hasta en los pezones. Este alzó los brazos avergonzado.
—Será difícil encontrar a alguien tan íntegro como tú, viejo amigo —dijo Chilguin dirigiéndose a Aldatmaiyá.
Lo que Chilguin no sabía era que el viejo llevaba años robando dinero de las arcas de la tribu. La verdad es que era difícil de averiguar, a pesar de que la casa de Aldatmaiyá era la única que no estaba hecha con hojas y ramas, sino con ladrillos y ventanas blindadas. ¿Cómo sospechar de aquel anciano tan simpático que saludaba a todo el mundo con su sonrisa dorada y su reloj de pulsera con diamantes engarzados?
—¡Ha llegado el momento de sacrificar al forastero!
La tribu entera empezó a gritar. Gritos cortos y agudos, repetidos en bucle y coreados por el eco del bosque. Los dos delilikitenses que trajeron al virgen lo alzaron de nuevo y lo tumbaron en el tocón. Le ataron los pies y las manos y se apartaron.
—¡Este año ha sido complicado! —gritó Chilguin—. ¡La diosa Kioqui nos ha puesto a prueba en numerosas ocasiones y hemos superado todas con creces! ¡Hemos superado aquella epidemia tan extraña! —la gente dijo: «¡Sí!»—, ¡hemos superado cinco plagas! —la gente dijo: «¡Eso!»—, ¡hemos superado la erupción del volcán Atesarama! —la gente dijo: «¡Ahí le has dao!»—, ¡hemos superado la muerte de tres miembros del equipo de fútbol! —la gente gritó: «¡Y casi ganamos un partido!»— ¡y hemos superado todo eso porque nunca hemos renunciado a nuestra demencia! ¡Kioqui nos ha dado las fuerzas necesarias para salir adelante!
Pero Kioqui negaba con la cabeza y decía: «A mí no me metas. Yo estaba tan tranquila en casa hablando con las voces de mi cabeza».
Chilguin extendió la mano derecha y alguien le acercó un puñal de oro con diamantes. Lo había comprado el viejo Aldatmaiyá y aseguraba que lo había pagado él de su bolsillo. Bueno, no exactamente, porque en el idioma delilikitense no había una palabra para bolsillo, lo más parecido era silbido pedorreta eructo silbido hacia dentro pedorreta larga, que significaba algo así como: faltriquera que llevo siempre encima por si hay alguna urgencia y que para nada está llena de dinero robado de los contribuyentes, me ofende que se ponga en entredicho mi integridad.
Chilguin miró al virgen. Aquel traje parecía bueno. No había estado nunca en la gran ciudad, pero después de cuarenta y nueve sacrificios, una aprende a diferenciar a los vírgenes de clase alta de los de clase baja. Aquel cabrón era un auténtico pedorreta corta pedorreta normal silbido con los dedos índice y pulgar unidos por las puntas formando un círculo. Alzó el puñal todo lo que sus brazos de pellejo colgante le permitieron, con la hoja apuntando hacia el sacrificio.
El hombre abrió los ojos y, cuando vio a Chilguin con su máscara lanzó un grito de horror. Rodó por el tocón-altar y cayó de bruces al suelo. Empezó a rodar, porque la superficie hacía desnivel.
—¡Detenedle! —gritó Chilguin.
El virgen se intentó poner de pie, pero no se dio cuenta de que tenía los tobillos atados, así que perdió el equilibrio y su cabeza se ensartó en la piedra afilada de una lanza clavada en el suelo, colocada con otras muchas que formaban un círculo meramente decorativo.
Chilguin miró el cadáver espantada. Luego observó a los delilikitenses y gritó:
—¡¿Quién cojones ha drogado a ese desgraciado?! ¡¿Cómo es posible que se haya despertado?! ¡Es la primera vez en cuarenta y nueve años que ocurre algo así! ¡Exijo que aparezca el responsable! ¡LA DIOSA KIOQUI EXIJE QUE APAREZCA EL RESPONSABLE DE QUE NO VAYA A TENER UN SACRIFICIO COMO ES DEBIDO!
Varios delilikitenses dieron un paso al lado, abriéndose como cierto mar, en cierta historia, en cierto plano del muchiverso, y señalaron a un tipo delgado como pocos. Este miró a sus compañeros de tribu y dijo entre dientes: «¡Qué hijos de putero!».
—¡TÚ! —estalló Chilguin—. ¡Ven aquí!
El hombrecillo caminó con la cabeza gacha, mientras algunos delilikitenses decían cosas como: «¡silbido!» o «¡pedorreta eructo pedorreta!».
—¡Arrodíllate! —ordenó Chilguin.
—¿Es necesario? —preguntó el tipo—. Es que tengo una lesión en las rótulas, de cargar leña.
—¡ARRODÍLLATE ANTE TU LÍDER!
Se arrodilló, pero solo porque Chilguin empezó a sujetar el puñal con más fuerza. Sus rodillas crujieron y él pensó: «Verás qué gracia como luego no pueda levantarme».
—¡¿Cuál es tu nombre?!
—Mi nombre es Kurbán.
—¡Tu nombre es Kurbán, señora!
—No… solo Kurbán… ¡ah! Sí, señora. Perdone, señora.
—¡¿Has sido tú el responsable de drogar a ese forastero?!
—Sí… digo… sí, señora. He sido yo. Pero…
—¡¿Pero?! ¡¿PERO?!
—Así es… pero. Pero en mi defensa diré que yo no me encargo de estas cosas, señora. Yo cargo leña, solo eso. Pero hoy mi hermano, el drogador de forasteros oficial, estaba enfermo y me ha pedido que le sustituya. Yo… bueno… yo justo me he casado hoy y… claro, como usted entenderá, señora, yo ahora tendría que estar con mi marido, en nuestra luna de miel. Hoy… hoy era un día especial, ¿sabe? Porque hoy íbamos a hacer el ñiqui-ñaca por primera vez, señora.
Dijo eso, silbido arriba, pedorreta abajo.
Chilguin miró de arriba a abajo al tal Kurbán.
—¿Eres virgen?
—Así es, señora.
Kurban entendió que acababa de cagarla mucho.
—Quiero decir… ¡¿virgen yo?! ¡Qué vaaaaa! ¡He follado más que toda la tribu entera! ¡Eso! ¡He follado mucho!
Chilguin hizo una seña al par que habían transportado al forastero y estos se acercaron a Kurbán por detrás. Le sujetaron por las axilas y lo inmobilizaron.
—¡La diosa Kioqui ha vuelto a hablar! ¡Aliada esta vez con la diosa del destino Unmé! ¡Nos ha traído a un nuevo virgen para que lo sacrifiquemos!
—¡¿Qué?! —exclamó Kurbán.
—¡Eso es, muchacho! ¡Vas a servir a la tribu!
—¡No podéis sacrificarme! ¡Me niego en rotundo! ¡Me declaro objetor de sacrificio!
Chilguin miró a Kurbán con fastidio. Si se declaraba objetor de sacrificio no podían sacrificarlo, claro estaba. Quedaría arrestado, porque objetar estaba prohibido y, de hecho, penado con la muerte, pero la muerte por infringir una ley no podía considerarse sacrificio, de la misma manera que hacerse una paja no podía considerarse haber follado con cinco a la vez. «Maldita sea», pensó Chilguin. «Estoy rodeada de idiotas». ■