
Qué pasaría sí… Imagen libre de licencia: Pexels.

A FRANSESCA NO LE GUSTABA SU FAMILIA y siempre se preguntó qué había hecho ella para merecer ese suplicio. No es que fuera una mala familia, las hay mucho peores. La familia de Fransesca no hacía chistes de mal gusto, no enviaba esas imágenes navideñas que pretenden ser graciosas pero rezuman casposidad, pero igual que no puedes elegir la familia que te toca, Fransesca entendió muy pronto que tampoco puedes elegir la gente que te da asco y a la que apuñalarías mientras duerme.
Faltaban dos días para Navidad y Fransesca sentía un nudo en el pecho. Tendría que socializar con aquella gente durante dos días seguidos. Luego una semana de descanso y otros dos días aguantando a aquel grupo de personas que, aunque no hacían nada malo, se habían empeñado en respirar y orbitar alrededor de Fransesca.
Cuando se tumbó para echarse una siesta la tarde del 22 de diciembre, Fransesca no imaginó lo mucho que iba a cambiar su vida.
Soñó con cosas bonitas: era pequeña y estaba en un orfanato, luego cumplía la mayoría de edad y se iba de allí, para vivir sola, a su aire, recorriendo el mundo cargada con una mochila medio vacía.
Un ruido la despertó. Sonó como si alguien se hubiera materializado en su dormitorio, sin calcular bien el pliegue espacio-sensorial y se hubiera tropezado con la librería, tirando todos los libros y los funkos de las Chicas de oro al suelo. Fransesca abrió los ojos y, en el suelo de su dormitorio, había una figura alta —o lo habría sido si se la hubiera encontrado de pie—. Estaba tumbada, con un montón de libros encima y el funko de Rose Nylun a sus pies. Era una figura vestida completamente de negro con una capucha que ocultaba su rostro a pesar de estar panzarriba.
—¡¿Quien coño heres tu?! —gritó Fransesca, levantándose de la cama y cogiendo lo primero que encontró para defenderse (una escopeta recortada. Porque Fransesca vivía en uno de esos países del muchiverso en los que tienes derecho a llevar un arsenal encima sin que la policía te diga: «¿No son muchas armas para ir a comprar el pan?»)—. ¡¿Que aces en mi avitacion?!
Cabe decir de Fransesca que es de las pocas personas capaces de hablar con faltas de ortografía.
La figura se levantó del suelo, pero para hacerlo se apoyó en la librería, que casi se le cae encima. En vez de eso hubo un alud de libros y figuritas cabezonas.
—Habría que collar esta estantería a la pared. Es peligroso —dijo la figura con una voz que sonaba como cuando se rasga la tela de la realidad y por su rotura entran las criaturas del miedo, la desesperanza y los lunes por la mañana. Algo así como grave y ronca.
—¡¿Quien heres?! ¡Tienes dos mississippis para responderme hantes de que te pegue un tiro!
—¿Un tiro? No puedes dispararme con un paraguas.
—¡¿De que abla…?!
Fransesca miró su recortada y se encontró empuñando un paraguas negro que no había visto nunca.
La escopeta estaba ahora en las manos de la figura de negro.
—Mi nombre es Gábonac. Soy tu espíritu navideño de oficio.
Gábonac hizo una reverencia, pero se notaba a la legua que ni se sentía cómodo haciéndolas, ni había practicado lo suficiente.
—Por cierto, Fransesca, ya puedes dejar de apuntarme con el paraguas.
Fransesca no hizo caso. Sí, vale, era un paraguas, pero ella se sentía mejor empuñándolo. Además, posiblemente no podría disparar con él, pero sí que podía hacer varios chichones.
—¿Quies que me crea que heres eso?
—Oh, por mí puedes creerte lo que quieras, pero eso no lo hará menos cierto. Puedes creer que la Tierra es plana, por ejemplo, pero eso no hará que sea verdad. Todo el mundo sabe que la Tierra, como el resto de planetas del muchiverso, es cúbica. —Hizo una pausa para ruegos y preguntas, pero como Fransesca se había quedado con la boca abierta, prosiguió—: He venido para mostrarte cómo sería tu vida si no hubieras crecido en esta maravillosa familia. Cuando acabemos el viaje, tendrás la oportunidad de cambiar o quedarte donde estás.
Fransesca iba a responder, pero la figura se plantó delante de ella con la mano en su hombro. No me refiero a que caminara por la habitación, alzara la mano y la posara en su hombro. No… primero estaba delante de la librería, con la recortada de Fransesca en la mano y un segundo después estaba a menos de un palmo de la cara de la joven y su mano ya sujetaba su hombro. No llevaba la recortada, que estaba en el escritorio y Fransesca ya no empuñaba el paraguas negro que ahora estaba en la mano de Gábonac.
Hubo una torsión del aire y tanto Fransesca como Gábonac se retorcieron en la habitación —literalmente— y fueron engullidos por la nada como el agua colándose por el sumidero.
Un instante después, de tiempo indeterminado, aparecieron en el exterior de una gran mansión.
Fransesca vomitó un poco. Gábonac se contuvo, aunque ganas no le faltaron. No debería haberse comido un bocadillo de pinchos con alioli antes de una presentación de la alternatividad tan importante como aquella.
—Aquí estamos —dijo Gábonac—. Sobra recordar que ninguna de las personas que nos encontremos puede verte o escucharte.
—¿Como as hacido eso?
—Bueno, sería más fácil entenderlo si te creyeras que soy tu espíritu navideño de oficio. Estamos en una realidad para lela.
—Querrás decir paralela —respondió Fransesca, que era de esas personas que, aunque no saben hablar y se dedican constantemente a maltratar al diccionario, se ven con la potestad de corregir a los demás.
—No… quiero decir para lela. La realidad es para ti, que eres un poco lela. De ahí el nombre. Aquí verás una proyección de lo que sería tu vida si no hubieras nacido en esa familia.
Fransesca miró la mansión con admiración. Sus ojos brillaban como cuando le regalaron su primer fusil de asalto.
—¿Bibiria en un sitio como este?
—¡¿Qué?! ¡Ja, ja, ja! ¡Claro que no! Tú estás ahí —dijo Gábonac señalando a la derecha.
Fransesca se vio a sí misma, mucho más delgada, con ropa raída a pesar de la nevada que estaba cayendo. Corría de puntillas hacia el lateral de la mansión.
Gábonac cogió el hombro de Fransesca y aparecieron en la parte trasera de la mansión. El doble de la joven ya giraba la segunda esquina de la casa. Corrió con la espalda pegada a la pared hasta que llegó a la puerta trasera, se agachó y se quitó una orquilla del pelo sucio. Forzó la cerradura y entró en la mansión.
La Fransesca real y Gábonac aparecieron en la cocina de la mansión. Era enorme, con una isla-encimera en el centro. La Fransesca para lela, metía en una mochila la cubertería de plata.
—¿Estoy robando? —preguntó la Fransesca real.
—¿No lo habías pillado cuando te has visto forzando la cerradura? —preguntó Gábonac más fascinado que fastidiado.
—Pensaba que me avia dejao las yabes y que no quería que se despertasen mis padres.
Gábonac suspiró. Le habría dicho que le leyera los labios, pero como su cara estaba oculta en el abismo de sombras de su capucha, se limitó a coger a Fransesca por ambos hombros, zarandearla y decir:
—QUE. TÚ. NO. VIVES. AQUÍ.
Rezó a la Diosa creadora para que Fransesca lo hubiera pillado.
La Fransesca para lela se dirigió al salón. Donde Gábonac y la Fransesca real aparecieron inmediatamente. La lela descolgó un cuadro enorme con el retrato de un tipo calvo, con perilla y gafas de pasta que, a ojos de cualquiera con buen gusto, era uno de los hombres más atractivos del mundo. Detrás del cuadro había una caja fuerte. La Fransesca lela se echó vaho en los dedos, pegó la oreja a la puerta de la caja y empezó a girar la rueda. La movía con mucha habilidad. A derecha. A izquierda. Más izquierda. Derecha. Derecha y derecha. La caja fuerte se abrió con un clic y la Fransesca real silbó con admiración.
—¡Buah, chaval, eso a sido la leche! ¿Dónde e haprendido a acer eso?
Gábonac se dio un manotazo en la frente.
—Esto no funciona. Vámonos.
El espíritu cogió a Fransesca por el hombro y ambos se introdujeron en la torsión.
Cuando volvieron a aparecer, estaban en el salón de la familia de Fransesca.
—¡E, hesta es mi casa! —protestó Fransesca—. ¡Pos vaya mierda!
—Es tu casa, pero en esta realidad, la lela… digo… tú no has nacido.
En el salón entró el padre de Fransesca, mucho más elegante de lo que la joven hubiera visto nunca. Llevaba traje, de los buenos, en vez de tejano y jersey de esos que hacen pelotillas y tienes que afeitar. Caminaba erguido o herguido, depende de quién lo diga. Tenía mucho más pelo que en la realidad y hacía una cosa rara con la boca.
—Se llama sonrisa —aclaró Gábonac cuando Fransesca preguntó.
Luego apareció la madre de Fransesca. Radiante de felicidad. También el hermano pequeño. Todo el mundo parecía mucho más feliz.
—¿Si llo no uviera nacido serian mas felices?
La verdad es que Gábonac no se esperaba eso. Se supone que en este tipo de viajes por las realidades alternativas, la ausencia del protagonista supone tristeza, desgracia, pero en este caso parecía que si Fransesca no hubiera nacido, todo habría sido mucho mejor. No llevaba tanto tiempo en el gremio como para saber qué responder, así que se limitó a carraspear y decir:
—Bueno… parece que va siendo hora de recogernos.
Puso la mano en el hombro de Fransesca y desaparecieron justo cuando esta gritaba: «¡No, hespera!».
Regresaron al dormitorio de Fransesca. Al real, a la dimensión en la que aquella lela vivía.
—Bueeeeeno —dijo Gábonac—… ha sido… interesante, ¿no?
—La berdá es que me as havierto los hojos —reconoció la joven después de vomitar en la papelera.
—¡¿De verdad?! —respondió entusiasmado Gábonac. Luego se irguió, se recompuso y dijo—: Esto… ¿oh, de verdad?
—Sí. Creo que haora lo tengo claro.
Gábonac sonreía en las sombras abisales de la capucha. Su primer trabajo parecía haber sido todo un éxito.
—Pues dime qué deseas y te será concedido.
Fransesca se mordió el labio, nerviosa y sonrió.
—Deseo no aver nacido en hesta familia.
—¡Deseo conced…! ¡¿Quéééééééééé?!
Fransesca desapareció delante de los ojos de Gábonac y el espíritu se dejó caer de rodillas en el dormitorio. No se creía lo que acababa de pasar. Era la primera vez en la historia y tenía que pasarle a él.
No podía decirse que Fransesca hubiera muerto, porque al formular su deseo, nunca llegó a nacer. Lo cuál luego generaría un debate filosofico-temporal sobre cómo pudo pedir el deseo si nunca llegó a nacer, habría discusiones en Twitter sobre lo absurdo del desenlace de esta historia y una serie de cosas que el autor solucionaría con un simple, pero siempre bienvenido, feliz Navidad. ■