
Music Brain S. A. 2. Imagen libre de licencia: Pixabay.

BRUC SIGUIÓ A SU FAMILIA hasta un edificio antiguo de ladrillo en medio de ninguna parte. Delante del portalón de hierro había una multitud de adultos, de pie, mirando el gran letrero de neón de la fachada. Music Brain S. A. La nieve cubría el suelo y Bruc se dio cuenta de dos cosas: que los demás adultos también estaban hipnotizados, como su familia y que la suya era la única familia en pijama.
A Bruc se le cerró el culo, como dicen en algunas zonas del muchiverso. No entendía qué estaba pasando, pero sabía que aquella empresa tenía algo que ver, porque si algo caracterizaba a Bruc, era que pillaba las cosas al vuelo.
La puerta se abrió con un chirrido horrible que se parecía al canto de una ballena que está harta de la vida y de que la gente llame vegetal a un bocadillo con atún. El aire se llenó de un aroma a galletas de jengibre, canela y caramelos que desentonaba un pelín con lo creepy que era la escena.
Los adultos empezaron a caminar de forma demasiado ordenada para no ser dueños de sus actos o, posiblemente, gracias a ello. Seguramente si más gente fuera por la vida como aquellos adultos estaban yendo, dejarían salir a la gente del vagón de metro antes de intentar entrar a presión o cederían el asiento en el autobús o se echarían a un lado en las escaleras mecánicas para que el resto de las personas pudieran adelantarla.
Bruc entró tras los adultos, intentando pasar desapercibida. No era tarea fácil, pues era la única menor del recinto.
Estaba dentro de una fábrica enorme, llena de adultos en cadenas de montaje, que no miraban lo que hacían sino que mantenían la vista al frente, pero aún así eran la mar de productivos.
Bruc se escondió tras unas cajas de madeja llenas hasta los topes de lazos de distintos colores. En un lateral de la fábrica había unas escaleras que subían a una garita con paredes de contrachapado y una ventana enorme desde la que podía verse toda la producción.
De la garita salió un hombre gordo, alto, con barba blanca y melena del mismo color. Vestía pantalones rojos muy gruesos sujetos con tirantes a los hombros. No llevaba nada arriba, solo su vello corporal, blanco y muy rizado. Tenía el cuerpo lleno de tatuajes que no se distinguían desde la posición de Bruc.
—¡Ho, ho, ho! —vociferó el tipo—. ¡Bienvenidos a la fábrica de juguetes, nuevos reclutas!
Los adultos recién llegados, entre los que se encontraba la familia de Bruc, gritaron al unísono:
—¡Gracias, Santa!
Bruc abrió los ojos como pizzas familiares de pepperoni, sin anchoas.
—¡Esta Navidad hemos tenido mucho trabajo y hay que reponer existencias para el año que viene! ¡Buscad un hueco libre y poneos a trabajar!
Los adultos no respondieron, simplemente se movieron y se colocaron en distintas posiciones en la cadena de montaje. La familia de Bruc se diseminó por todo el taller.
El hombre barbudo rio a carcajadas con la hache y con la o y se metió en la garita.
Bruc aprovechó para salir de su escondite y corrió hacia las escaleras. Los adultos no le prestaban atención, solo tenían un objetivo en mente y ese era ser productivos —en algunos casos por primera vez en su vida. Verían las agujetas al día siguiente—. En una caja, junto a las escaleras, había un montón de pistolas de plástico, de esas que disparan flechas con ventosas. Cogió un par, se las colocó en el bolsillo de la chaqueta y empuñó una tercera. Subió los escalones despacio, para que los tacones de sus zapatos de charol no hicieran ruido en las escaleras metálicas. La puerta daba a la pared contraria al ventanal y el hombre miraba por ella, bebiendo de una gran jarra de cerveza que se llenaba sola constantemente.
Bruc le apuntó con la pistola por la espalda y dijo que arriba las manos.
El hombre obedeció, porque cuando alguien a tu espalda te dice que arriba las manos, las levantas, no solo por ser servicial, sino más bien por si la pistola no es de plástico, de esas que lanzan flechas con ventosas, sino de hierro, de esas que lanzan balas con mala baba.
—¡Ho, ho, ho! —rio el hombre—. Eres muy valiente niña.
—¿Qué le has hecho a esa gente? ¡¿Qué le has hecho a mi familia?!
—¿Yo? Nada, Bruc. Yo no le he hecho nada. ¿Te gustó el piano?
Bruc se quedó helada.
—¿Cómo sabes mi nombre?
—¡Ho, ho, ho! Yo conozco el nombre de todo el mundo, niñita. No solo el tuyo. Por ejemplo, los que están detrás de ti son Bénedic y Lesli.
—¡¿De qué hab…?!
Dos adultos, un hombre y una mujer, cogieron a Bruc por las axilas y la inmovilizaron. El barbudo bajó los brazos y miró a la cría.
—Como decía, yo no les he hecho nada. Has sido tú.
—¡Yo no he hecho nada!
—Oh, sí que lo has hecho. Con tu concierto. Los instrumentos que se han vendido este año estaban embrujados. Todos esos adultos que ves ahí abajo han venido gracias a gente como tú. Niños repelentes que no os conformáis con un par de calcetines, necesitabais un instrumento. Un piano, un violonchelo, un ukelele… Me habéis venido muy bien, niñita.
—¡¿Por qué?! —preguntó Bruc forcejeando.
—Mano de obra barata. Los elfos se fueron y no puedo encargarme yo solo de todo esto. ¿Qué mejor que un instrumento?
Bruc dejó de esforzarse, miró al hombre y suspiró.
—Podrías haberlo hecho a través de la televisión.
—¡Ho, ho, ho! Podría haberlo hecho, sí, pero eso ya ocurre en un capítulo de Doctor Who.
—¡NO TE SALDRÁS CON LA TUYA!
—No te enteras, ¿verdad? Ya me he salido con la mía. Solo tú has venido hasta aquí y pretendías detenerme ¿con qué? ¿Con una pistola de plástico, de esas que lanzan flechas con ventosa? ¡HO, HO, HO!
Bruc consiguió zafarse de los adultos, apuntó al hombre con la pistola y apretó el gatillo. La flecha con ventosa voló e impactó en el ojo del barbudo, que dejó caer la jarra de cerveza al suelo y se llevó las manos al ojo.
—¡MI OJO! ¡NIÑA DESGRACIADA!
Bruc bajó las escaleras metálicas y se vio rodeada de adultos que ahora sí la miraban. Todos, incluida su familia. El gordo bajó las escaleras, con una mano en el ojo. Con la cara roja de rabia y los dientes muy apretados. La baba le caía por la barba cada vez que respiraba.
Bruc tenía todavía dos pistolas, pero dudaba mucho que fueran a servirle de gran cosa.
—No suelo usar niños para la fábrica, maldita mocosa consentida, pero contigo voy a hacer una excepción.
La fábrica funcionaba a pleno rendimiento. Desde el ventanal de su garita, Santa contemplaba la cadena de montaje. Llevaba un ojo tapado con un parche negro con la cabeza de Rudolph bordada. Supervisaba a todos sus trabajadores, pero le prestaba especial atención a una niña a la que había puesto en la peor sección de todo el taller: se encargaba de envolver los cactus. Santa sonrió orgulloso de su propia maldad. Si seguían así, repondrían todo lo que habían entregado esas navidades y duplicarían la producción. Así daba gusto trabajar, solo se escuchaba el sonido de la productividad. ■