
El comedor social. Imagen libre de licencia: Pixabay.

QUEILI LLEVABA RELATIVAMENTE POCO tiempo siendo una sintecho. Era su primera Navidad en el gremio y algunos compañeros le dijeron que se tomara un descanso y se pasara por el comedor social Amigos de tu tripita. Hizo caso, porque uno de los que se lo dijeron era su jefe. No le interesaba perder ese trabajo, creía que había nacido para la sintechosidad. Se le daba bien, incluso la habían felicitado varias veces. No le daba problemas a nadie y el director del banco en cuyo cajero dormía cada noche, le había dicho en más de una ocasión lo contento que estaba con ella. Le había dicho que llevaba tiempo pensando en buscar a una sintecho para su sucursal, pero que no terminaba de decidirse. En definitiva tenía una buena vida. Se despertaba siempre en su puesto de trabajo, lo que le permitía no llegar tarde, y lo único que tenía que hacer en su día a día era sentarse en el suelo junto a la puerta de un supermercado y pedir dinero, o pasearse por ahí con varios paquetes de pañuelos de papel y pedir un par de klutkuks por cada uno. Era un buen precio, los vendía mucho más baratos que los paquetes de pañuelos de sus compañeros, que llegaban a cobrar hasta seis klutkuks y diez centavos por cada paquete. Le habían dicho varias veces que así perdía dinero, pero ella tenía todo lo que necesitaba, excepto un sitio donde cenar en Nochebuena. Por eso se plantó en el comedor social.
Amigos de tu tripita tenía su local en calle Pratchett con Le Guin. Había una cola larguísima de gente esperando a que abrieran las puertas. Por suerte todavía no había empezado a nevar, aunque poco le faltaba.
Queili se colocó en la fila y le preguntó al hombre que tenía delante si estaba esperando en la cola para el comedor social.
—No, he venido aquí para ver si el tiempo pasa igual de rápido que en mi mansión —dijo el mendigo con tanto sarcasmo que incluso una persona a la que se le suelen escapar estas cosas lo habría captado. Luego chistó con la lengua y añadió—: No te jode.
Queili se encogió de hombros y esperó.
No era una persona muy dada a los enfrentamientos. La experiencia le había enseñado que cuando te peleas con alguien solo puedes conseguir tener la mano llena de dientes. Algunas veces son los dientes de la otra persona, pero otras —mucho más habituales— son los tuyos propios.
Las puertas se abrieron y la gente empezó a entrar en el edificio. Era alto, de piedra blanca. En otra época fue el banco central y Queili pensó que su cajero debía haber sido supercómodo. Desechó la idea, sintiéndose mal. ¿Qué pensaría el director del banco en cuyo cajero dormía cada noche si supiera que pensaba cosas así? No le gustaba hacer daño a la gente, porque cuando lo hacía, esa gente se ponía a llorar, a moquear y a ella esas cosas le daban entre asco y pereza.
Una mujer bajita, con la permanente recién hecha, recibía a la gente con un: «Feliz Navidad, bienvenidas y bienvenidos a Amigos de tu tripita». Cuando vio a Queili le dedicó la sonrisa más amplia que la sintecho hubiera visto nunca.
—¡Vaya! Esta cara es nueva —dijo la voluntaria.
—Buenas tardes —dijo Queili, que a modales no le ganaba nadie. También se le daba bien la ebanistería, pero eso es otra historia—. Me han recomendado este sitio, pero no sabía si venir.
—Claro que sí, querida. En Amigos de tu tripita hay sitio para todo el mundo. Ya conoces el refrán: donde cabe uno, ciento volando.
A Queili no se le daban bien los refranes, pero habría jurado que ese no era así.
—Muchas gracias.
—No, gracias a ti, querida.
Queili entró. Tras ella, la voluntaria la miró de arriba a abajo y se lamió los labios.
El lugar era amplio. Una sala enorme repleta de mesas largas con bancos en los que ya se sentaban multitud de sintechos. En las paredes habían colocado mostradores en los que decenas de voluntarios servían comida a la fila de personas que iba entrando. Olía a estofado, a pan recién hecho y a coles de Sord. Este último olor no le gustó tanto, pero todo a puntaba a que iba a tener una cena de nochebuena de aupa, así que no estaba para juzgar.
Alguien carraspeó en la espalda de Queili. La voluntaria de la permanente la miraba, con los brazos en la espalda.
—Los que venís por primera vez tenéis que rellenar un formulario —dijo sin alterar su sonrisa—. ¿Me acompañas?
Aunque fue una pregunta, la mujer echó a andar sin esperar la respuesta. Queili la siguió. Cruzaron unas grandes puertas abatibles y caminaron por un pasillo. Algunos fluorescentes tenían un tic nervioso.
—Este sitio lleva mucho tiempo abierto, querida —explicó la voluntaria al ver que Queili repasaba cada centímetro del pasillo. Algunas paredes estaban desconchadas, había grafitis por todas partes y manchas de humedad aquí y allá—. Llevamos años pidiendo al ayuntamiento que nos adecenten las instalaciones, pero ¿tú los has visto? —Queili negó, aunque luego se dio cuenta de que no era necesario, porque era una de esas preguntas que llamaban re eróticas o algo así—. Pues nosotros tampoco. Es por aquí.
La voluntaria entró en una sala enorme. La cocina. Había una mujer gorda y alta, con un cigarrillo apagado en la boca y una redecilla en el pelo. Tenía arrugas en la gruesa cara y la papada se superponía sobre el mentón.
—Hola, Sogüi —dijo la voluntaria.
La cocinera las miró.
—Oh, hola, Grechen —dijo con una dulzura que no le pegaba nada a su voz. Tenía una voz grave, de esas que piden decir cosas como: «Tú comer última porción pizza, tú morir lentamente con manos de mí»—. ¿Quién es esta ricura?
—Te presento a…
—Queili —completó la sintecho.
—Queili es nueva en Amigos de tu tripita.
—Ya veo —dijo la cocinera con un tono que iba más con su voz.
Queili miró a las dos mujeres y arqueó una ceja.
—¿Tenía que rellenar un formulario?
—Sí, claro que sí, querida. ¿Te queda algún formulario, Sogüi?
—Sí, mira en el tercer cajón del mueble del fondo.
Grechen se encaminó al mueble bajo repintado tantas veces que, si lo lijaras, seguramente se quedaría en nada. Abrió un cajón y empezó a rebuscar.
Queili, tras ella, miraba por encima del hombro de la voluntaria, como si quisiera ayudarla a buscar algo que, en realidad, no sabía ni cómo era.
Sogüi, cogió un machete de carnicero y se acercó sigilosamente a Queili por detrás. La sintecho se giró, porque Sogüi era el ejemplo personificado de que hacer algo de una forma, no significa necesariamente hacerlo bien y en su caso, aunque puso todo su empeño en ser sigilosa, sonó como un elefante entrando en una cacharrería para preguntar, en voz muy alta, si alguien sabía cómo se llegaba al metro más cercano.
Sogüi escondió el machete en la espalda y sonrió a Queili. Esta frunció el ceño y dejó de mirar a la cocinera lentamente. Cuando la sintecho se dio completamente la vuelta, la cocinera sacó el machete, pero Queili se volvió a girar, para confirmar sus sospechas. Aquella gigantesca cabrona estaba haciendo algo a sus espaldas.
—¿Qué hace a mis espaldas? —preguntó la sintecho.
—¿Yo? Nada, venía a ayudaros —dijo la cocinera, a la que se le daba particularmente mal mentir.
—¿Y ese cuchillo?
—¿Esto? Bueno, es para… a ver… esto no es un cuchillo… esto es… bueno, es un machete de carnicero. Sí, eso.
La cocinera sonrió nerviosa. Miró a Queili, que a su vez miraba el machete y a ella, puso los ojos en blanco, resopló y le clavó el cuchillo a la sintecho en la frente, con tanta fuerza que se le incrustó hasta la mejilla, dividiendo en dos su ojo derecho.
Grechen se llevó las manos a la cabeza. Queili cayó de rodillas al suelo y luego se venció hacia delante, quedando tumbada bocabajo.
—¡¿Qué coño has hecho?! —preguntó Grechen horrorizada—. ¡Todavía no había firmado el formulario!
—Chica, me ha pillado y estaba empezando a ponerse nerviosa —se excusó la cocinera—, ya sabes que no me gusta cocinar carne estresada.
—Pero… pero… ¡pero eso no está bien! ¡El formulario hay que firmarlo! Como alguien se entere… como alguien se entere de que no teníamos su consentimiento… ¡se nos va a caer el pelo!
—¿Quién lo va a notar, Grechen? Va ayúdame. Hay que lavarla antes de trocearla, esta cabrona estaba más sucia que los otros dos que me has traído. Y alegra esa cara, hija, que hoy tenemos la despensa llena y vamos a poder darle una cena de nochebuena digna de un rey a esos pobres desgraciados de ahí fuera. ■