CALENDARIO DE ADCUENTO 2022: 13. LA MUÑECA

Es la foto de una muñeca, pero no una muñeca cualquiera. Para empezar tiene el pelo revuelto, muy largo, y viste ropa ensangrentada. Tiene la cara maquillada con sombra de ojos y pintalabios azules, pero tiene el maquillaje corrido y una cicatriz terrible le cruza la cara en diagonal desde el nacimiento del pelo, a la derecha, hasta la la oreja izquierda, tapada por el pelo. El título del relato es: La muñeca.

La muñeca. Imagen libre de licencia: Pexels.

La muñeca es un relato de terror cómico navideño perteneciente al reto Calendario de adcuento 2022, dentro de Calendarios de adcuento. En este reto voy a publicar un relato navideño cada día de diciembre.

cenefa2

LA MAÑANA DEL VEINTICINCO DE DICIEMBRE, la pequeña Lesli abrió su primer regalo de Navidad. Era una de esas muñecas que nadie en su sano juicio compraría jamás y que a duras penas conseguiría mantenerle la mirada más de diez mississippis. Una de esas rarezas que piden a gritos dos exorcismos, el primero de rigor y otro por si las moscas. Una de esas muñecas, en definitiva, que las personas que protagonizan historias como esta, encuentran adorables e incluso colocan a la vista, sin sentirse ofendidas por su horripilancia ni tener pesadillas. Hay personas, y con esto no quiero decir que este humilde y valiente escritor sea una de ellas, que en casos así necesitaría dormir con las luces encendidas, abrazada al señor Container, el oso de peluche que encontró un día en un contenedor y que ni siquiera se ha molestado en lavar.
      Lesli miró la muñeca con una sonrisa de oreja a oreja, la abrazó con todas sus fuerzas y luego abrazó a su madre.
      —¡Oh, es hermosa, mamá! —gritó la niña que, ya desde tan joven, era carne de slasher.
      —¿Era la que te gustaba? —preguntó la mujer
      —¡Sí!
      A Ailín, la madre de Lesli, le costó mucho encontrar la maldita muñeca —lo de maldita no iba con doble sentido, aunque tampoco nos precipitemos a la hora de descartar posibilidades—, la compró de un hombre muy agradable, que la vendía en la parte trasera de su furgoneta, situada en un nada agradable callejón. Esto, por descontado, no se lo contó a su hija. Primero porque la pequeña no tenía necesidad de saber esas cosas y segundo porque no estaba familiarizada con el término estraperlo y era algo difícil de explicar con marionetas.
      —Ahora le tendrás que poner un nombre —dijo la mujer.
      —Creo que la llamaré Bázori —resolvió Lesli—. Baz, para los amigos.
      —Es un nombre precioso, cariño. ¿Se te ha ocurrido ahora?
      Lesli se encogió de hombros. No sabía de dónde había salido ese nombre, pero sonaba bien, tenía fuerza y, sin ella saberlo, le iba que ni pintado a la muñeca.

El primer suceso tuvo lugar esa misma noche. Ailín se levantó de madrugada para ir al baño y, entre pedo y pedo, escuchó un ruido en el piso de abajo. Terminó sus asuntos en el váter y bajó. Las escaleras chirriaban bajo su peso. Nunca lo habían hecho, pero la escena lo requería.
      La luz de la cocina estaba encendida.
      —¿Lesli? —preguntó al ver una sombra.
      Una risita infantil sonó en la cocina y Ailín supuso que su hija había vuelto a caminar en sueños.
      —¿Eres tú cariño?
      —¿Qué pasa, mami? —preguntó la voz de Lesli desde el piso de arriba.
      Ailín miró a su hija, luego miró la sombra en la cocina, en el piso inferior y, por último, notó como se le cerraba el ano. Es una sensación extraña, difícil de describir, pero quien más y quien menos, la ha sentido alguna vez.
      —Cariño, quédate ahí —dijo Ailín.
      Siguió bajando, despacio, y se acercó a la cocina. Cuando estaba junto a la puerta, con la espalda pegada a la pared y el corazón avisándole de que si decidía seguir por ese camino, él haría las maletas y se iría con viento fresco, echó un vistazo al interior de la cocina.
      Bázori, Baz para los amigos, estaba sentada en el suelo, mirando hacia el pasillo.
      Ailín suspiró aliviada, entró en la cocina, cogió la muñeca y subió las escaleras.
      —Cariño —le dijo a su hija—, has dejado la muñeca en la cocina. Casi me da un infarto.
      Lesli miró a su madre y luego la muñeca.
      —Yo no he sido, mamá. Yo la dejé en mi habitación.
      La mujer arqueó una ceja.
      —Sabes que no me gusta que me mientas, Lesli. Va, vamos a la cama, mañana madrugamos.
      Lesli no rechistó, porque a pesar de que le gustaban las muñecas que tenían pinta de estar poseídas por el espíritu de un asesino en serie, era lo suficiente inteligente como para saber que los adultos —sobre todo los de las historias como esta— no dan su brazo a torcer hasta que aparece el quinto cadáver.

El décimo suceso tuvo lugar en noche vieja. Ailín empezaba a pensar que su hija estaba pasando por una de esas fases rebeldes. Cualquier cosa menos aceptar lo que la pequeña le decía, ¿una muñeca que podía moverse sola, matar al gato de la vecina, esparcir sus tripas por todo el salón y colgar el cadáver de la lámpara de araña? Era absurdo. ¿Una muñeca capaz de amontonar las sillas en equilibrio sobre la mesa? No tenía sentido. ¿Una muñeca que podía agujerear los preservativos? No podía ser. ¿Una muñeca que por las noches se dedicaba a hacer tortillas de patatas sin cebolla? ¡Era de locos!
      El treinta y uno de diciembre, tras amenazar a Lesli con enviarla a una academia militar si seguía portándose mal, Ailin entró en el dormitorio de su hija y vio la escena más extraña que había visto nunca: Bázori, Baz para los amigos, estaba sodomizando al señor Container, al que había atado de pies y manos. La muñeca tenía un látigo en la manita y decía cosas como: «Quién es tu mamasita» o «¡¿Te gusta que te monten como a toro mecánico, ¿eh?».
      Ailín carraspeó, pero solo porque no sabía qué otra cosa hacer. La muñeca giró su cabeza ciento ochenta grados y la miró de arriba a abajo. Su boca de plástico se arqueó en una sonrisa macabra y saludó con la mano libre. Ailín lanzó un grito que, a todas luces, estaba más que justificado.
      —¿Quieres unirte a la fiesta, guapa? —preguntó la muñeca.
      La muñeca se apeó del oso de peluche y echó a correr hacia la mujer, con pasos que, con la música correcta, habrían resultado más cómicos que terroríficos. Reía como una posesa o, mejor dicho, reía como ella misma.
      Ailín la vio acercarse a toda prisa e hizo lo primero que se le ocurrió: chutarla como si fuera un balón de fútbol. La muñeca atravesó la ventana y cayó al jardín. Ailín se asomó y vio como Bázori, Baz para los amigos, se levantaba y entraba corriendo en la casa. Escuchó sus pasos de plástico contra parqué y de repente apareció en el umbral de la puerta del dormitorio, con el pelo más enmarañado de lo normal y algunas hebras de césped enredadas en los mechones.
      —¡Me has chutao! —gritó Bázori, Baz para los amigos.
      Volvió a correr hacia la mujer, lanzando improperios más propios de un paleto que de una muñeca de plástico. Amenazándola con matarla, con cortarle en cachitos y dárselos luego al perro. Daba igual que no tuvieran perro, en un momento de calentón como aquel, una muñeca dice muchas cosas, no todas deben tener sentido.
      Ailín se apartó en el último momento y vio como la muñeca seguía corriendo y se estampaba contra un armario. Cayó de espaldas y ahí quedó, como una tortuga volcada.
      —¡Maldita hija de putero! —gritaba—. ¡Cuando me levante te vas a cagar en las bragas!
      Ailín cogió a la muñeca por una de las piernas y la levantó del suelo. La miró, con la cabeza ladeada y se le ocurrió una idea. Cogió a Bázori, Baz para los amigos, por la cabeza y por el torso y tiró con fuerza.
      —¡No, no lo hagas! —gritó la muñeca.
      Pero Ailín ya notaba como la cabeza se empezaba a separar del cuerpo y luego, con un plop, se encontró con dos partes independientes de la muñeca, que ya no podía hablar.
      Bázori, Baz para los amigos, estaba muerta y ya no podría hacerle daño a nadie. Lo único que lamentaba la mujer era no haber creído a su hija antes.
      Si alguien le hubiera preguntado a Ailín cómo había acabado con el mal ella sola, se habría encogido de hombros y habría dicho:
      —No sé, solo era una muñeca de plástico.


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