
El caso Navidad. Imagen libre de licencia: Pixabay.

HACÍA MUCHOS AÑOS QUE CURNI no pasaba por allí. La última vez tenía cuatro años, su madre la llevó para ver a Santa Claus, para que se sentase en su regazo y pedirle una pistola de aire comprimido. En realidad le pidió una pistola real, pero su madre le dijo que Papá Noel no podía traerle esas cosas, así que se conformó con una de aire comprimido. Solo quería ser policía, como su mamá y, a pesar de que ese año Santa decidió traerle otra cosa, lo consiguió. Ahora, cuarenta años después, con su placa, su pistola (real) y su gabardina, conducía un Dodge Caravan blanco y no podía creerse que aquello estuviera pasando. Habían matado a Papá Noel en su propio taller.
La llamada que recibió a las siete de la mañana parecía un chiste malo. Su compañera, Eimi, siempre estaba de broma, una vez le llamó y le dijo: «Adivina quién ha muerto», cuando ella le dijo que no lo sabía, Eimi le dijo: «¡Uno que estaba vivo!» y colgó. Le gustaba mucho ese tipo de humor y Curni ya se había acostumbrado a él. Llevaban veinte años siendo compañeras.
—Curni, adivina quién ha muerto —dijo Eimi en la llamada de aquella mañana.
—¿Quién? —preguntó Curni cuando recordó cómo se hacía aquello de articular palabras.
Curni no era persona hasta que se tomaba el decimoquinto café.
—¡Santa Claus!
—Ya, claro. Muy graciosa, compañera. Ja-ja. Voy a seguir durmiendo.
—No es broma, Curni. Han encontrado su cuerpo esta mañana. Alguien lo ha matado. Veinticinco cuchilladas.
Esa fue la llamada más extraña que había recibido en su vida y, trabajando con Eimi, eso era mucho decir.
Tras una hora conduciendo, empezó a ver el taller a lo lejos.
Aparcó el coche, pasó por debajo del cordón policial y se acercó a su compañera.
—¡Curni! —saludó Eimi, alejándose de un grupo de policías.
Se abrazaron, como siempre que se veían, y miraron el taller.
—Ojalá hubiera sido uno de tus chistes malos, Eimi.
—Lo sé. ¿Quién podría querer matar a Santa?
Curni soltó una pedorreta.
—Cualquier niño que haya recibido unos calcetines de toalla en vez del juguete de moda. —Aclaró Curni—. Cualquiera de sus elfos. ¿Has estado aquí alguna vez en pleno funcionamiento?
—No, en mi familia somos más de los Reyes Magos.
—Yo estuve una vez y esos elfos no paraban de trabajar, mientras él se sentaba y subía a un montón de críos a sus regazos. Escuchaba (o hacía como que escuchaba sus peticiones) y luego decía algo como: «Papá Noel se encargará». Entonces yo no lo entendí, porque era muy pequeña, pero cada vez que decía eso, los elfos le miraban con odio.
Habían empezado a caminar hacia el taller. Eimi meditó sobre lo que acababa de explicarle su compañera.
—Si todos los niños del planeta tenían razones para matar al gordo… ¿No son demasiados sospechosos?
—Según Google, en la Tierra hay 7,837 miles de millones, ¿cuántos son niños? Por no hablar de que podría ser un adulto resentido.
—¿No me contaste que cuando eras pequeña pediste una pistola y te trajo una de esas absurdas muñecas que pueden cagar? —preguntó Eimi—. No serás tú la asesina, ¿verdad, Curni? —dijo con tono jocoso.
—Si yo hubiera matado a ese hombre, nadie habría encontrado el cadáver. ¿Has hablado con los elfos?
—Sí, con los que encontraron el cadáver. Dicen que no saben nada, que estaban demasiado ocupados preparando los últimos regalos. Salieron a cargar el trineo y cuando volvieron se encontraron el cadáver.
—¿Y su mujer?
—Te estaba esperando para hablar con ella.
Curni suspiró, se detuvo y miró el taller.
—Me acuerdo de ella —dijo.
—¿De Mamá Noel?
—Sí. Cuando le pedí la pistola de aire comprimido a Santa, antes de irnos de nuevo al coche, le dije a mi madre que tenía que ir al baño. Fui, me perdí y acabé en un almacén. Mamá Noel estaba follándose a un elfo. Ella tumbada en el suelo con las piernas abiertas, él de pie, con los pantalones verdes a la altura de los tobillos.
—¡NO JODAS!
—¡Shhhh!
Eimi se tapó la boca y luego susurró:
—¡No jodas!
—La que jodía era ella.
Eimi no pudo evitar soltar una carcajada. Curni no era muy bromista, pero las pocas veces que bromeaba, era jodidamente graciosa. Sabía cómo dar en el clavo.
—En aquel momento no entendí lo que estaban haciendo, pero cuando crecí… Joder, la primera vez que eché un polvo me vino aquella imagen a la cabeza.
—¡Ja, ja, ja, ja! Qué corte de rollo, ¿no?
Curni se encogió de hombros.
—Y ahora tengo que hablar con ella sobre su marido asesinado. ¿Le preguntamos si tenía una aventura? ¿La creemos cuando lo niegue? No sé, Eimi, este caso va a ser una puta locura. Papá Noel no era ningún santo, Eimi, de hecho creo que era un grandísimo hijo de putero, pero no era un hombre cualquiera, era el puto Santa Claus. Se acabó la Navidad.
—No para mí. Ya te lo he dicho, en mi familia somos más de los Reyes Magos.
Curni miró a Eimi y sonrió.
—Pues a partir de ahora van a estar muy ocupados.
Eimi rio de nuevo. Dos chistes en menos de cinco minutos. Era un nuevo récord. Tuvieron que disimular cuando entraron en el taller. Mamá Noel esperaba sentada en una silla roja que parecía más bien un trono. Llevaba una bata y las piernas cruzadas. Unas piernas espectaculares. Curni la miró de pies a cabeza y tuvo que tragar saliva. Así que eso ocurría con los seres mágicos como los Noel, ¿no? No envejecían. Estaba igual que cuando la vio desnuda en el suelo del almacén. «Joder, qué complicado va a ser esto», pensó Curni.
—Buenos días, señora Noel —dijo Curni.
—No se molesten, inspectoras —dijo la mujer—. Yo maté a ese gordo borracho.
Curni y Eimi se miraron, asombradas. Lo había dicho como quien dice: «Me he comprado unos zapatos nuevos, pero la dependienta me dio dos pies izquierdos y ahora tengo que ir a devolverlos. ¿Conoces ustedes a alguien dos veces zurdo? Es que he perdido el ticket». No le tembló la voz, no se inmutó. Curni tuvo sentimientos encontrados, por una parte le repugnó aquella mujer, pero por el otro no dejaba de imaginarla cuarenta años atrás y se descubrió pensando que ojalá hubiera sido ella ese maldito elfo. ■