
El calor del hogar. Imagen libre de licencia: Pexels.

MIENTRAS EN LA CALLE LA NIEVE empezaba a cubrir las aceras, en el interior de la casa, la chimenea calentaba el suelo de madera y sonrojaba las mejillas de Claris, Yon y la pequeña Florens. Mientras tanto, Flan Sinnata cantaba un villancico en inglés a través del altavoz por bluetooth. El árbol de navidad estaba quedando de ensueño. Las bolas rojas, verdes y doradas colgaban de sus ramas artificiales. La familia reía y bromeaba, disfrutaba de la Navidad y de todo su proceso. La decoración era la parte favorita de Florens, porque la ponían siempre entre los tres, aunque ella tenía reservada la mejor parte: colocar la estrella de Navidad en lo alto del árbol.
—Is de mos guanderful taim of di yieeeer! —cantaba Yon.
Claris miraba a su marido, desde el suelo, mientras se ocupaba de colocar los adornos en la parte baja del árbol, le sonreía y negaba con la cabeza como diciendo: «¡Qué locuelo!».
—Güiz de kits jinguel belin an ebriguan telin yu bi of gut chiiiiiiiiiiiiiiiiiiir!
Yon miró a Claris, invitándola a terminar, pero no le hizo caso, se limitó a sacudir la mano hacia él y decirle: «Qué bobo eres, Yon». Entonces él invitó a su hija, que sí que se animó y cantó:
—Itz de moz guanderful taim of di yieeeeer!
—¡Esa es mi pequeña! —eclamó el padre orgulloso—. ¿Quieres poner la estrella?
—¡Cííííííí! ¡Cí, quiero, papá!
Yon levantó a su hija por las axilas y la acercó al árbol para que colocara la estrella. Florens lo hizo con mucho cuidado y su cara se iluminó al verla presidir el pico del árbol de plástico.
—¡Ez hermozo! —exclamó la niña cuando sus pies volvieron a tocar el suelo cálido—. ¡Mira, mamá! ¡¿No ez hermozo?!
—¡Lo es, cariño! —dijo Claris.
La mujer se levantó del suelo y dio unos pasos atrás, para contemplar el árbol desde lejos. Se le unió su marido, que le rodeó la cintura.
—Esta va a ser la mejor Navidad de nuestra vida —comentó Claris.
—¡Ceguro que cí, mamá! ¡Y pronto vendrá Zanta Clauz!
Los padres de Florens rieron como solo se ríen los actores de las comedias románticas navideñas, con muchas aes y pronunciando muy bien las jotas.
El árbol era precioso. Las bolas brillaban con la luz de las llamas, como también lo hacía la sangre que caía de las orejas, las lenguas, los dedos y los ojos que colgaban aquí y allá.
—¡Papá, ce eztá haciendo un charco de zangre! —dijo la cría señalando el suelo bajo el árbol.
El hombre corrió a la cocina americana —que en América, un país del muchiverso, llaman simplemente cocina de aquí—, cogió una bayeta, le guiñó un ojo al joven rubio que lloraba amordazado y atado a una silla de mimbre, rodeado de los cadáveres de su familia, y regresó al árbol. Se arrodilló y limpió la sangre.
—Habría que poner un táper o algo así —dijo él, que aunque era hombre, tenía algún que otro momento de genialidad.
Esta vez fue la niña la que fue a la cocina, saltó por encima del cadáver del padre del chico amordazado, abrió un cajón pero no encontró nada.
Abrió un segundo cajón. Nada.
En el tercer cajón tampoco encontró lo que buscaba.
Se acercó al joven, le quitó la mordaza y le preguntó dónde estaban los tápers.
—¡¿Por qué hacéis esto?! ¡¿Quiénes sois?! ¡Habéis matado a mi familia!
—Loz táperz. Por favor.
—¡VETE A LA MIERDA, NIÑATA!
La niñata. Digo… Florens, cogió un cuchillo de pelar patatas y se lo clavó en el muslo. El chico lanzó un alarido que hizo pensar a Claris —antigua maestra de música, actual psicópata peligrosa— que aquel muchacho tenía una voz privilegiada.
—¡EN EL SEGUNDO ARMARIO DE ABAJO, HIJA DE PUTERO!
—¡Graciaz!
Florens abrió la puerta y encontró tápers de cristal, de plástico, redondos, cuadrados, rectangulares, algunos con forma de estrella, otros con una forma que parecía esa cosa que mamá tenía en el cajón de la ropa interior, en la mesilla de noche, pero con lo que a ella no la dejaban jugar. Corrió con sus padres y le entregó un taper a Yon.
—Gracias, tesoro.
—¿Qué ez un putero, papá?
Yon miró a su mujer, suplicándole ayuda.
—Ha dicho frutero, cariño —dijo Claris—. Frutero.
—Pero el papá de papá no era frutero, era mago. Papá ciempre dice que dezapareció cuando él era pequeño como yo.
—Debe haberle confundido con alguien, mi amor.
Aquello tenía sentido para Florens, así que se conformó con aquella explicación.
—¿Cantamos unos villancicos, familia? —preguntó Claris.
—¿Y qué hacemos con él? —preguntó Yon, señalando con la cabeza al muchacho que ya había empezado a perder el conocimiento por el dolor que sentía en el muslo—. No nos caben sus orejas, ni sus dedos, ni sus lenguas o sus ojos en el árbol. Quedaría sobrecargado y sabes que odio las cosas sobrecargadas.
Claris se encogió de hombros, mirando al chico.
—Le podemos invitar a la cena de esta noche. Seguro que disfruta tanto como nosotros de su familia. Además, no tenemos que ser maleducados, mi vida, al fin y al cabo estamos en su casa.
De nuevo las jotas y las aes inundaron el salón. Incluso Florens se unió a las risas, aunque no entendía muy bien de qué se estaban riendo. A ella lo único que le importaba era compartir momentos con sus padres, a los que quería con locura, porque le enseñaban un montón de cosas como abrir un cadáver para quitarle los órganos o cómo hacerse pulseras con los dientes de las familias a las que visitaban en aquellas fiestas. Su madre tenía razón, aquella iba a ser la mejor Navidad de su vida. ■