
Navidad de muerte. Imagen libre de licencia: Pixabay.

HAY POCOS LUGARES EN EL MUCHIVERSO más oscuros y lúgubres que los jardines de la Eternidad, hogar de la criatura más antigua del mundo, más incluso que la Diosa creadora. Ella es la Muerte. Sé que mucha gente, al leer esta afirmación, puede pensar que nada puede ser más antiguo que una diosa a la que le han encasquetado el sobrenombre de la Creadora, pero eso es porque esa gente no se para a pensar que el destino de todo ser vivo, incluso el de las diosas, es la muerte y, en cuanto una nueva vida nace, antes que ella nace su futura muerte.
Lo malo de los jardines de la Eternidad no era tanto su solidiscencia como su aburridiscencia. No había mucho que hacer. No había cines, no había centros comerciales, no había un árbol tras el que echar una meadita rápida…, por no haber no había ni un mísero Starbucks, y mira que era fácil tropezarse con ellos en otros planos dimensionales mucho menos enjundiosos que aquel.
Para la Muerte había poca emoción en aquel lugar. Su vida se reducía a levantarse todas las mañanas antes que el sol, desayunar un tazón de cereales ricos en fibra, plancharse la túnica, afilar la guadaña y salir a trabajar. Cuando volvía a casa tras una guardia eterna, estaba demasiado cansada para cocinar, así que o bien comía masa de galletas cruda o, si había podido cenar pizza la noche anterior, se comía las sobras frías.
Pero la peor fecha para vivir en los jardines de la Eternidad era la Navidad, concretamente Nochebuena y Nochevieja. Era cierto que esos dos días no salía de casa, pero no por ello trabajaba menos. Su jornada para el veinticuatro y el treinta y uno de diciembre consistía en sentarse en un sillón con orejeras y contemplar los monitores desde los que controlaba las vidas de todos los humanos. No había imágenes, no había nada más que un código que solo la Muerte era capaz de entender. Algo así como el HTML, pero diseñado por una mente mucho más macabra. Esas dos noches revisaba aquellos monitores a la espera de un fallo en el código que indicara que alguna persona se estaba muriendo. Podía ser por exceso de alcohol, de drogas o por un trozo de brócoli atravesado en la tráquea.
Así que ahí estaba ella, preparándose una buena jarra de café para soportar la noche que le esperaba. Cuando la tuvo lista se sentó en el sillón, dejó la jarra en una mesilla circular cubierta con un tapete de ganchillo y encendió los monitores. El fondo negro y las letras verdes empezaron a recorrer las pantallas como los créditos finales de una película. Una película cuya escena poscréditos la tendría a ella como protagonista, recibiendo al alma de la pobre persona que la hubiera diñado.
Posiblemente nadie sería capaz de entender lo que aparecía en aquellas pantallas. Leer toda esa información a la velocidad a la que aparecía, era una locura. La Muerte no pestañeaba, pero en su caso se le podía perdonar, porque no tenía párpados. Bebía sorbos pequeños de café de una taza con la ilustración de una Muerte pequeña, feliz, cabalgando a lomos de un unicornio que era también un esqueleto.
De vez en cuando asentía con indiferencia o se sorprendía, pero luego parecía leer mejor y abría la boca en un claro: «¡Aaaah, vale! Qué susto…».
Tras cinco horas revisando el código vital de los humanos, algo llamó su atención. Hizo que el código se detuviera y volvió unos cuantos párrafos hacia arriba. Entornó los ojos —cosa que es digna de mención para una criatura que es solo hueso (literalmente)— y luego saltó del sillón. Corrió hacia la puerta principal, se colocó la túnica más gruesa que tenía en el armario, cogió la guadaña que siempre tenía en el paragüero, pulsó una combinación de botones en un teclado junto a la puerta, accionó una palanca y luego abrió la puerta. En el exterior no había ni rastro de los jardines de la Eternidad, en su lugar había una calle nevada con farolas blancas y franjas rojas en espiral y muchos niños con orejas puntiagudas esquiando o lanzándose en trineo.
La Muerte caminó con cuidado —el hueso resbala mucho en superficies nevadas, mojadas o heladas—, apoyando el palo de la guadaña, mirando a todas partes, nerviosa. Vio entonces un poste que indicaba los distintos puntos de interés de la zona. Revisó con atención cada uno y entonces asintió. Giró sobre sus talones esqueléticos y enfiló la calle que quedaba a su izquierda.
Ahora, si esto fuera una película y no un relato, la cámara, para desvelar la incógnita originada en las pantallas llenas de código, se acercaría al poste de direcciones y enfocaría la flecha que apuntaba a la izquierda, en la que podía leerse Taller de Santa. Pero como esto no es una película, nos quedaremos con la duda.
La casa de madera era grande, con una chimenea de la que salía una columna de humo rosa con chispas de varios colores, como una tira de algodón de azúcar con purpurina. Alrededor del edificio había reunida una muchedumbre curiosa. También había una ambulancia con las luces encendidas y un grupo de elfos navideños intentando que la gente se mantuviera alejada del cuerpo de una mujer vestida de rojo y blanco tirada en el suelo.
La Muerte se abrió paso entre el gentío. Bueno, no es correcto, porque abrirse paso implica, en la mayoría de los casos, liarse a codazos y empujones. La Muerte pasó entre la gente como el camarero de una discoteca, sin tocar a nadie, como si no existiera nadie más que ella y su objetivo.
El objetivo estaba de pie junto a su cadáver. Era el alma de Santa Claus. Una mujer alta, delgada, de pómulos marcados, melena blanca salvaje y cara de no pagar lo suficiente a los elfos.
—Hola —dijo la Muerte.
Mamá Noel se giró y miró a la Muerte de arriba abajo.
—Lo siento, no tengo nada suelto —dijo Santa.
—Seguro que tienes como mínimo dos monedas —respondió la Muerte, pasando por alto que la hubiera confundido con un mendigo..
—¡He dicho que no ten…! —Mamá Noel se interrumpió al llevar la mano a su bolsillo derecho y notar el tintineo de dos monedas. Las sacó y las miró. Dos monedas de plata, antiguas, tan desgastadas que era imposible distinguir la cara de la cruz—. ¿Qué coño…?
—Son para mí —la Muerte las cogió con la punta de sus dedos descarnados—. Gracias.
Mamá Noel contempló aquella mano, que ahora lanzaba las monedas al aire para luego recogerlas. Miró la otra mano, la que se aferraba a la guadaña y, por último, miró y entendió la guadaña.
—Eres la Muerte.
No fue una pregunta sino una rotunda y nefasta afirmación. La Muerte no asintió ni hizo ningún gesto. Estaba acostumbrada a esa reacción.
Mamá Noel miró su cadáver, tirado en la nieve, con los brazos y las piernas abiertas, como si se hubiera quedado a medio hacer un ángel en el suelo.
—No sabía que podía morirme —dijo con más sorpresa que fastidio.
—Todo ser vivo tiene que morir. Está muy bien explicado en el primer párrafo de este relato.
—¿Tú también? —quiso saber Santa.
—No me lo planteo —respondió la muerte, cambiando el peso de un pie al otro—. No sé si soy un ser vivo y, de serlo, no sé quién vendría a por mí. Pensar en esto, implicaría pensar en un bucle infinito de Muertes que están por y para segar las almas de otras Muertes. Tales procesos intelectuales hay que dejárselos a los filósofos o a los tuiteros.
—Entiendo.
No lo entendió. Ella lo sabía, la Muerte lo sabía, pero era un detalle bonito que quisiera hacerle creer lo contrario.
—¿Entonces ahora qué? —se interesó Mamá Noel—. ¿Qué va a pasar con la Navidad? ¿Qué va a pasar con los regalos?
La Muerte se encogió de hombros y, como llevaba tanto rato parada en aquel sitio gélido, sus huesos sonaron como una puerta vieja.
—Mientras haya centros comerciales, la Navidad no dejará de existir y la gente seguirá recibiendo sus regalos —dijo sin más.
A la Muerte no se le daba bien eso de tener tacto, pero solo porque nunca se había puesto a practicarlo.
—¿Estás diciendo que nadie me va a echar de menos?
La Muerte suspiró e invitó a Mamá Noel a que echara un vistazo a su alrededor. Los elfos ya habían descorchado las botellas de champán que tenían reservadas para una ocasión especial. Se felicitaban, lloraban de alegría y le dedicaban cortes de manga al cadáver.
—Qué hijos de putero… —exclamó ofendida Mamá Noel—. Mira lo feliz que es Jeims, el del sindicato.
La Muerte se miró el reloj de muñeca a pesar de que no tenía ninguno ni lo había tenido jamás, y deseó tener carrillos para poder llenarlos y resoplar con impaciencia.
—Pues si no te importa —empezó—, vamos a ir desfilando, que esta noche tengo mucho lío. Qué te voy a contar. ¿Últimas palabras?
—Pues sí, que no hay derech…
La guadaña de la Muerte cayó a plomo sobre el alma de Mamá Noel antes de que acabara la frase. Le encantaba hacer eso, le divertía. Cuando trabajas en algo tan poco agradecido como arrancarle el alma a un cadáver, una tiene que buscarse distracciones, alicientes que hagan la jornada un poco más llevadera.
Tenía que reconocer que, cuando se despertó aquella mañana, no esperaba tener que arrebatarle el alma a Santa Claus, pero luego recordó que ningún año se había dignado a llevarle lo que le pedía en la carta y sintió algo de calidez en el pecho, algo que solo había sentido unas pocas veces en su vida. Sabía lo que era, porque cuando visualizaba la cara de terror de Santa, la sensación se intensificaba. Aquello era lo que los mortales llamaban Felicidad. ■