
Añoranzas. Imagen libre de licencia: Pixabay.

CADA NOCHE, ANNANTXA CONTEMPLABA la gran luna desde el muelle. Recordaba lo pequeña que se veía cuando era una niña, cuando todavía vivía en la Tierra. Ahora, desde aquel planeta artificial, solo le quedaba recordar con cariño su vida anterior.
La cúpula de cristaldamantium que rodeaba el planeta, protegía a los habitantes de Ajatzu de las constantes lluvias de meteoritos y actuaba como exosfera. Además de vez en cuando se proyectaban anuncios que invadían todo el cielo. Algunos eran interesantes, como información gubernamental o noticias, otros vendían cremas antiedad que nadie compraba, porque se había demostrado más de una vez que, por mucho que te embadurnases el cuerpo con esos potingues, la gravedad y el tiempo acababan haciendo de las suyas. Los patrocinadores del planeta artificial emitían más anuncios que ninguna otra marca y de vez en cuando se podían escuchar por toda Ajatzu cosas como: «¿Tienes sed? Seguro que ahora mismo tienes ganas de abrir una Coca-Cola bien fría y tomarte un respiro. No lo pienses más. Coca-Cola, da igual el planeta, nosotros te acompañamos».
Desde el muelle, Annantxa sonreía. Acababa de recordar cuando un tío suyo casi se ahogó con un hueso de pavo en la cena de Nochebuena. Verlo todo azul, con los ojos a punto de salirse de sus órbitas y apretándose el cuello, pidiéndola ayuda, fue una imagen que le acompañó y le hizo feliz durante mucho tiempo. No murió, su padre llegó, le hizo la maniobra de Heimlich y el gordo cabrón volvió a respirar.
—¿Qué día es hoy? —preguntó Annantxa.
Un chasquido sonó en su oreja y luego, una voz femenina, mecánica pero seductora, le respondió en el interior de su mente:
Hoy es niyuxi de banme, Annantxa.
La mujer suspiró. Daba igual cuánto tiempo llevara viviendo en Ajatzu, no conseguía que aquel calendario le gustase.
—En tiempo terrestre.
Veinticuatro de diciembre.
Annantxa miró al cielo, a aquella cúpula repleta de estrellas que no eran más que una reproducción del espacio. Ni siquiera era una buena reproducción, alguien había hecho una chapuza al recrear las constelaciones. Por ejemplo, la Osa Mayor parecía un pingüino con gafas de esquiador y a la de Orión la habían convertido en una bicicleta con ruedines.
—Ya es 24 de diciembre —confirmó con mucho pesar (el pesar es el equivalente lingüístico de tratar de levantarse del sofá después de haberte comido dos platos abundantes de espaguetis a la boloñesa)—. Es Nochebuena.
Un turismo pasó volando a unos cinco metros por encima de su cabeza. Annantxa lo vio alejarse y recordó cuando de pequeña acompañaba a su padre a buscar el árbol de Navidad. Lo hacían todos los años, siempre al mismo lugar. Ataban el árbol al techo del coche y recorrían kilómetros y kilómetros de carretera nevada para regresar a casa y colocarlo en la esquina del salón. Recordaba con cariño un año que pusieron el árbol y, de entre sus ramas, apareció una ardilla adormilada. Miró a su alrededor, contemplando el hogar en el que Annantxa creció y fue feliz, y se llevó las patitas a la cabeza. Buscaba desesperada por todas partes. Ahora que lo pensaba, habría dado lo que hiciera falta por haber tenido uno de esos nuevos translanimals, que eran capaces de traducir las voces de cualquier animal. Seguramente habría sido desternillante escuchar a la ardilla decir cosas como: «¡¿Ánde estoy?! ¡¿Kapasao con mi familia?! ¡Rosaura! ¡Pedrito! ¡Manoli! ¡¿Dónde os habéis metío?!».
—Sería bonito celebrar la Navidad —dijo Annantxa.
Nadie lo ha hecho en más de erchiyi años, dijo la voz en su cabeza.
—Porque la gente no tiene con quién celebrarlo —se quejó la mujer—. Vinimos a este planeta artificial para asegurarnos de que era habitable, pero nos convertimos en una especie de autómatas. Vivimos por y para producir. ¿No se suponía que este nuevo hogar nos iba a permitir ser felices?
¿No eres feliz, Annantxa?
—No, no lo soy.
En la mente de la mujer sonó una combinación de tonos, algo tipo pi-pu-pi-pu-pu-pi.
—¿A quién llamas? —preguntó Annantxa, paseando por el muelle.
Estoy llamando a las autoridades. No está permitida la tristeza en Ajatzu, Annantxa. Disponte para ser arrestada, torturada y lobotomizada hasta conseguir tu completa felicidad. Gracias por haber usado AMAIA (Asistente Mental Anclado Intracreanealmente Ablando).
Annantxa se metió los dedos en el oído y tiró del pinganillo, extrayendo el cable que tenía metido hasta las profundidades, más allá del tímpano. Una inteligencia artificial cuyo nombre tenía una errata, no le iba a obligar a ser feliz cuando se sentía desgraciada. Estaba cansada de fingir. Echaba de menos la Tierra, echaba de menos a su familia, echaba de menos la Navidad y, sobre todo, echaba de menos la pizza con piña. Siempre la había odiado, pero saber que en Ajatzu era ilegal, había hecho que llevara años deseando una buena porción en secreto. ■