
Regalo especial. Imagen libre de licencia: Pixabay.

TODA LA FAMILIA ESTABA A PUNTO DE INVADIR su casa y cuando eso ocurriera podía olvidarse del silencio, de la tranquilidad y de la visita recurrente al mueble bar. No era que Baloma tuviera un problema con la bebida, en realidad la bebida le caía realmente bien y quería pensar que ella le caía bien a la bebida. Tampoco bebía mucho. ¿Estaba haciendo un pastel de pasas al ron? Pues ella cataba el alcohol, no fuera a estar en mal estado.
No cometas la torpeza de juzgar a Baloma. Bebía, no para olvidar —de ser ese el objetivo, opinaba que le sería mucho más productivo golpearse en la coronilla con una botella de Anís del mono que bebérsela— sino para mantener a raya al espíritu que la había poseído hacía solo unos días. ¿Era un espíritu malvado? Pues depende mucho de la perspectiva ética y moral que cada persona adopte. ¿Es malvado un demonio que posee a una niña y la hace bajar las escaleras haciendo el pino puente? Si le preguntas a la niña, seguramente te dirá que sí mientras se frota los riñones, pero si le preguntas al demonio te dirá que, en este caso concreto, el sacerdote que le abrasa con agua bendita y le exorciza es el verdadero villano de la historia. Este espíritu, el que poseyó a Baloma quiero decir, era el espíritu de la Navidad, ni más ni menos. El espíritu no le hacía daño físico o mental, de hecho nunca se había sentido tan llena de amor, paz y ganas de compartir con los demás. ¿Cuál era el problema entonces? Te preguntarás. Bueno, el problema básico era que Baloma, al igual que toda la familia que estaba a punto de llegar a su casa convocada por ella misma, era satánica ortodoxa y en su familia no se celebraba la Navidad. Jamás. Ni por todo el oro del mundo.
El timbre sonó. Baloma se limpió las manos en los tejanos negros y fue a abrir la puerta.
El primero que la miró de arriba a abajo con una ceja arqueada y cara de asco fue su hermano pequeño. Gulián vestía de negro de pies a cabeza —como el resto de la familia—, mientras Baloma llevaba un jersey rojo de punto con un dibujo gigantesco de la cabeza del reno Rudolph al que se le encendía la nariz de forma intermitente. En la cabeza tenía una diadema con un árbol de Navidad que le daba el aspecto de un unicornio un poco extraño.
—¡Feliz Navidad, hermanito! —exclamó Baloma.
Gulián se apartó cuando su hermana se acercó con los brazos en alto para darle un abrazo. En su familia los brazos solo se abrían de esa forma si querías darle un guantazo a alguien o apuñalarlo por la espalda.
El hermano pasó por su lado, como si Baloma fuera una cucaracha viscosa.
Tras él entró su padre, Lavier. Era mayor, con la cabeza calva por arriba, pero con el pelo largo en sienes y nuca. Su madre, Saura, bajita, delgadísima y pálida como pocas. Tras ella su cuñada, la mujer de Gulián, Chandra.
Baloma cerró la puerta, cogió un cuenco que descansaba en un mueble bajo lleno de pentáculos, metió la mano y la sacó enérgicamente, lanzando una lluvia de confeti.
—¡Bienvenida, familia!
La susodicha familia se sentía incómoda. El apartamento de Baloma, antes lleno de referencias satánicas, ahora estaba repleto de adornos navideños, rojos, verdes, azules y dorados.
—¿Qué tienes en la cara, hija? —preguntó el padre.
Baloma se palpó y como no notó nada corrió a un espejo que había en el recibidor. Nada de nada.
—¿Qué tengo?
—No sé. La boca. La tienes rara… ¿te has hecho algo?
—¡¿Esto?! —dijo señalándose los labios. No solo asintió el padre, sino el resto de la familia, asombrada—. Esto se llama sonrisa, papá. ¡No seas tontorrón!
El padre miró a su mujer y movió los labios, vocalizando un «¿SONRISA?». Saura se encogió de hombros. No sabía de qué hablaban.
—Hermana, ¿alguien ha entrado en tu piso? —preguntó Gulián.
—No que yo sepa. ¿Por?
—¿Qué es todo esto? —dijo él abarcando todo el salón con las manos abiertas.
—Navidad.
—¡ESA BOCA, NIÑA! —exclamó la madre llevándose una mano al pecho.
—Pero es la verdad, mami.
Saura sintió un mareo al escuchar eso y perdió el equilibrio. Su marido la sujetó por las axilas y empezó a abanicarla con la mano plana.
—¡¿Cómo se te ocurre llamar eso a tu madre?! ¡¿No te hemos educado bien?! ¡Qué es eso de mami? Estarás contenta, Baloma, has conseguido que a tu madre le dé un parraque.
Baloma miró a su familia sin entender qué estaba pasando.
—Pero papaito…
—¡BALOMA LUCÍA SANTOS CARRERO! —dijo el hombre rojo de furia—. ¡No sé qué narices te pasa esta noche, pero no te he educado durante veinticinco años en la maldad y el odio más profundo para que ahora vengas con mamis y papaitos! Nos vamos y espero que recapacites. Cuando lo hagas, llama a tu madre y deséale una muerte dolorosa. Es lo menos que puedes hacer.
—¡No, esperad! ¡No os vayáis!
Los ojos de Baloma se abrieron de par en par y fue consciente, por primera vez, de que el espíritu de la Navidad llevaba controlándola desde el principio. Miró el apartamento mientras su familia se marchaba. Un árbol de navidad repleto de bolas brillantes y guirnaldas presidía un rincón del salón, un Papá Noel de peluche estaba sentado en el asiento favorito de Baloma y los cristales de las ventanas tenían dibujos hechos con espray de nieve. Pensaba que lo tenía controlado, pero era él el que la había estado controlando a ella.
Corrió a la ventana, sintió asco al ver un muñeco de nieve dibujado en el cristal, abrió, se asomó y vio a su familia salir del portal. «¡Vale, ahora diles que les odias, Baloma!», pensó.
—¡Familia! —gritó. Toda su familia se giró y miró hacia arriba—. ¡OS QUIERO MUCHO!
La madre se echó a llorar, disgustada y ella se tapó la boca con ambas manos. Ahora sí que la había cagado. ■