
¡Gracias, mamá! Imagen libre de licencia: Pexels.

DICEN QUE NO HAY NADA QUE se pueda comparar con la sonrisa de una niña, sobre todo la mañana de Navidad, cuando llega el momento de abrir los regalos que Papá Noel ha dejado bajo el árbol al que tanto tiempo le has dedicado. Esto lo puede asegurar Mayara, a la que aquella mañana su hija Trasha casi le parte dos costillas al abrazarla.
Hacía tres meses que los poderes de Trasha se habían manifestado —era la más joven de la historia, al menos que ellas dos supieran— y llevaba dos meses y medio pidiéndole a su madre un traje para salir a patrullar.
Cuando Trasha abrió la gran caja que le indicó Mayara, se encontró con un precioso conjunto de piel, con capa de terciopelo rojo. Era como un mono, pero tenía un cinturón grueso en el que Trasha podría guardar diferentes gadgets si lo necesitaba. En el pecho, a la izquierda, había un rombo de goma negro, de unos cinco centímetros por cada lado.
—Cuando sepas cómo quieres llamarte, pedimos un diseño chulo para tu logo y te lo colocamos ahí —le dijo Mayara a su hija.
La niña le dio otro abrazo, este más delicado.
—¡Gracias, mamá! ¿Podemos salir a probarlo?
Mayara sonrió y, como siempre que lo hacía, sus ojos se cerraron.
—Claro, cariño. Ve poniéndote el traje. Cojo un abrigo y salimos.
—¡ES LA MEJOR NAVIDAD DE MI VIDA!
Lo cuál no era decir gran cosa, pues Trasha solo tenía nueve años.
Cuando Mayara salió del dormitorio, su hija ya estaba vestida. Al principio se sorprendió, luego recordó que uno de los poderes de Trasha era la Muchivelocidad, como ella misma había lo bautizado. No llegaba a supervelocidad, pero solo porque las piernas de Trasha eran muy cortas todavía y, en el tiempo que una persona superveloz da una superzancada ella tenía que dar entre dos y tres muchizancadas.
—¿Nos vamos? —preguntó la mujer.
—¡Nos vamos! —exclamó la cría alzando el puño todo lo que pudo.
Trasha corrió hacia la puerta principal del apartamento cuando su madre hizo que se detuviera.
—No te olvides esto —dijo mostrándole un antifaz de piel—. No querrás que tus enemigos te reconozca, ¿no?
Trasha imitó la sonrisa amplia de su madre, aunque a ella le faltaban los dos incisivos.
La calle estaba nevada y Trasha estuvo a punto de caer al suelo, pero en vez de golpearse contra la acera helada, se quedó flotando a pocos centímetros.
—¡Puedo volar! —gritó emocionada—. ¡Mira, mamá, puedo volar!
—Lo veo, cariño. No vayas muy deprisa, ¿vale?
—¡Sí, mami!
La cría empezó a ganar altura tímidamente, luego, a medida que iba dominando la técnica, se atrevió a ir un poco más deprisa.
—¡Mírame, mamá! —gritaba.
Una de las veces se giró para asegurarse de que su madre la miraba y estuvo a punto de atravesar un edificio mítico de la ciudad que su madre le había explicado una vez que estaba en construcción desde mucho antes de que ellas, los abuelos de Tisha o sus bisabuelos nacieran y que, probablemente, seguiría en construcción cuando nacieran sus hijos o sus nietos. Por suerte para el patrimonio de la humanidad, Trasha aprendía rápido y pudo esquivar el monumento.
—¡¿Estás bien, cariño?! —gritó Mayara ahuecando las manos alrededor de la boca.
—¡Sí, mami!
—¡Ve con cuidado!
—¡Sí, mami!
Trasha aterrizó cerca de su madre y tuvo que reconocer que debía pulir el aterrizaje, porque el suelo se hundió bajo sus pies. No podía ir destrozando las calles de su ciudad.
—¿Oyes eso, mamá? —preguntó la cría.
Mayara prestó atención, incluso se quitó las gafas de sol, aunque no hay ningún estudio que demuestre que al quitarte las gafas seas capaz de escuchar mejor, al igual que nadie puede demostrar que si bajas el volumen de la radio del coche encontrarás aparcamiento antes.
—No escucho nada. ¿Qué es, cariño?
—Hay un atraco. ¡Es un banco! ¡Mamá, están atracando un banco! ¿Podemos ir? ¡Porfiplís!
—¡Vale, vale! No hace falta que me pongas ojillos de Gato con Botas. Vamos a ver, pero prométeme que tendrás cuidado.
—¡Sí, mami!
Trasha voló y su madre la persiguió a la carrera desde la acera. En la carretera, cruzados de cualquier forma en una esquina, tres coches de policía protegían a varios agentes, que apuntaban con sus pistolas, por encima de los techos, a las puertas de un banco. Una policía vestida de civil, mucho más gorda y vieja que el resto, hablaba a través de un megáfono.
—¡Os habla la inspectora jefa Vlazquez! ¡Estáis rodeados! ¡Salid con las manos en alto y no me toquéis más el coño, que es Navidad y mis nietas me esperan para abrir los regalos!
Mayara miró al cielo, donde su hija se mantenía quieta, a unos veinte metros del suelo. La cría contemplaba los vehículos y las puertas del banco.
Una de las puertas se abrió un poco, asomó ligeramente una cara y gritó:
—¡Queremos un helicóptero con el depósito lleno!
—¡UNA HELICÓPTERA OS VOY A DAR! ¡SALID DEL BANCO CON LAS MANOS EN ALTO!
—¡Si no nos hacéis caso empezaremos a matar rehenes! —La cara se metió, pero porque alguien desde dentro del edificio le estaba hablando. Luego salió y añadió—: ¡Ah, sí, QUE ESTAMOS MUY LOCOS!
La puerta se cerró y la inspectora jefa maldijo como solo una persona que lleva la mitad de su vida en el cuerpo de policía puede maldecir.
Trasha miró a su madre, que le hacía gestos desde el suelo. Señalaba el banco, luego a los policías, luego hacía como que se rodeaba el cuello con una soga invisible, tiraba de los cabos, sacaba la lengua por la comisura de la boca y se ponía bizca.
—¡Sí, mami! —gritó la cría, que creyó entenderlo todo a la perfección.
La policía alzó la vista.
Los ojos de la inspectora jefa Vlazquez se posaron en la niña.
—¡¿Qué coño…?!
La cría se dejó caer en picado, como un meteorito o como un pájaro que se ha cansado de que su vida se resuma en aletear, esquivar depredadores y cagarse en jerseys recién estrenados y ha decidido que no quiere seguir viviendo. Trasha extendía ambos brazos apuntando al suelo, con los puños cerrados unidos por los dedos índices y pulgares.
—¡Allá voyyyyyyyyy! —gritó.
Y, como un meteorito con mucho tino, reventó uno de los coches patrulla. Su pequeño cuerpo dibujó una parábola ascendente que arrastró otro choche, lo alzó como si no pesara más que su mochila del cole los miércoles, que tenía Educación Física y lleva menos libros, y lo lanzó por los aires como hacía con su mochila al llegar a casa los viernes, que le tocaba Matemáticas e Inglés y acaba agotada y furiosa.
—¡Qué divertido! —exclamó—. ¡Mírame, mamá!
Mayara sonreía incómoda, sabiéndose observada por la inspectora jefa Vlazquez y por varios agentes que habían tenido que apartarse a toda prisa de los coches patrulla. A punto estuvo de decir: «Cómo son estos niños, ¿eh?», pero prefirió callarse.
—¡Cariño, eso son policías! —gritó con las manos entorno a la boca—. ¡Los malos están dentro del banco!
—¡Lo sé, mamá! ¡Tranquila, los polis malos no van a escapar de esta!
La inspectora jefa Vlazquez miró con severidad a Mayara que estaba sonrojada.
—Ha traído una supervillana a mi escena del crimen —dijo la policía.
Mayara juntó las puntas de los índices y empezó a separarlos y juntarlos rápidamente, con la cabeza gacha y sudando más de lo que desearía. Ahora que lo pensaba fríamente debía reconocer que había sido una torpeza por su parte no preguntarle a Trasha si pensaba usar sus poderes para hacer el bien o para hacer el mal.
Trasha cogió en ese momento a un poli por el tobillo y echó a volar con el hombre, que le sacaba cuatro cabezas, braceando y pataleando. El policía cometió la torpeza de pedirle a la niña que le soltara. Trasha, que a pesar de ser una villana sabía que tenía que obedecer a los adultos, abrió la mano y dejó que el hombre cayera.
Nadie vio el golpe, pero todo el mundo lo escuchó y, de alguna forma, eso fue incluso peor, porque durante meses, cuando cerraran los ojos, reproducirían aquel sonido parecido al de una cucaracha bien alimentada cuando es aplastada por unas botas New Rock.
Mayara veía a su hija volar y destrozarlo todo. La cría era feliz. Reía, gritaba y le pedía que la mirase. De vez en cuando decía que aquella era la mejor Navidad de su vida. La madre sonrió, verla feliz hacía que ella fuera feliz. Si tenía que ser la madre de una supervillana, lo sería a mucha honra. «Qué bien va a dormir esta noche», pensó. «Han sido muchas emociones». ■