
MMAA (Magas anónimas). Imagen libre de licencia: Pixabay.

ERA LA TERCERA VEZ QUE GIARVINI lo intentaba, pero también era la vez que más lejos había llegado. Dejar la magia era tan difícil como dejar de comer palomitas o no entrar a ver los comentarios de los haters en cualquier publicación en Silbapp, la red social más utilizada del muchiverso.
—Hola, me llamo Trery y soy magiómana —dijo una chica que llevaba en las MMAA (magas anónimas) una semana y que todavía no había sido capaz de dar el paso de quitarse el gorro picudo.
—¡Hola, Trery! —dijeron la docena de magas al unísono con tono aburrido.
—Hoy es mi sexto día sin usar magia —continuó Trery, aunque tuvo que hacer una pausa mientras las demás le aplaudían—. El otro día estuve esperando durante ocho horas a que me llegara un paquete a casa, pero a las siete de la tarde recibí un mensaje que decía que no había nadie en el domicilio. —Hubo murmullos indignados—. Estuve a punto de sacar la bola de cristal y buscar a ese hijo de la grandísima… persona-que-debía-ser-su-madre… y convertirlo en un cerdo.
Las demás asintieron. Alguna dijo que ella también lo habría hecho, otra dijo que «Cerdo ya era».
—¿Y qué hiciste, Trery? —preguntó la maga vieja, de pelo largo y completamente blanco, que dirigía aquellas reuniones.
—Fui a la cocina, abrí un bote de crema de cacahuete, metí los dedos —esto lo dijo alzando el dedo índice y el dedo medio, muy juntos— y me puse hasta el culo.
Las magas le aplaudieron despacio, como quien no ha terminado de entender el final de la obra de teatro sobre un niño que sueña con ser tortuga de mar para poder vivir en la montaña.
—Eso estuvo bien, Trery —dijo la vieja—, pero la próxima vez deberías intentar resistir la tentación de usar la magia y descargar la frustración de una forma más… productiva.
—Alguna vez he intentado pintar —confesó Trery.
—¡Eso es genial!
—Pero me he dado cuenta de que siempre pintaba runas de destrucción masiva.
—Entonces pintar no es la mejor idea. ¿Te gusta correr?
—Solo cuando me persiguen esos paletos con antorchas y rastrillos.
—¿Leer?
—¡Mucho! Tengo todos los libros de Morgana.
—Ya, pero no sería la mejor lectura para dejar la magia… Seguro que hay algo que te guste hacer y te ayude a distraerte.
—Me gusta cocinar.
La vieja estuvo a punto de responder entusiasmada, pero entonces suspiró y preguntó:
—¿Pociones?
—¡Qué va! Nunca se me han dado bien, pero hago un pollo en pepitoria que está de muerte.
—¡Pues cocinar puede ser maravilloso! Muchas gracias, Trery —dijo la vieja, que no sabía muy bien cómo continuar con aquella mujer—. ¿Quién es la siguiente? —Giarvini levantó la mano llena de anillos. El rostro de la vieja se ensombreció, suspiró y dijo—: Supongo que podemos seguir contigo, Giarvini.
La joven de ojos rasgados, labios carnosos y nariz afilada, bajó la mano.
—Gracias —dijo en un tono que dejaba claro que no se sentía agradecida—. Soy Giarvini Konsicdin y soy magiómana.
—Hol…
—Sí, sí, ya me lo sé, dejaos de mierdas. Llevo un año, tres meses, cuatro días y… —Giarvini cogió la muñeca de una maga escuálida que se sentaba a su lado, miró el reloj de arena que llevaba en la muñeca y soltó el brazo como si le diera asco tocarlo (cosa que era exactamente lo que le daba)— siete horas sin usar la magia.
Las demás hicieron amago de aplaudir, pero bastó una mirada asesina de Giarvini para que decidieran que ya se había aplaudido demasiado ese día.
—La verdad es que no entiendo por qué sigo viniendo a esta mierda —continuó Giarvini—. Tampoco tengo muy claro por qué sigo sin usar la magia. ¡Joder, cómo la echo de menos!
—Por orden del juez —aclaró alguien por lo bajinis.
—¡¿Quién ha dicho eso?! —exclamó Giarvini, levantándose de golpe y tirando la silla hacia atrás—. ¡No necesito magia para hacer que supliques, cabrona! ¡Sal si tienes lo que hay que tener!
A la derecha de Giarvini se levantó una mujer enorme, medía dos metros de alto y otros tantos de ancho. Tenía los brazos tan musculosos que las mangas de la camisa parecían estar a punto de reventar.
—He sido yo, Media Mierda, ¿quieres hacerme suplicar? —dijo con una diplomacia distinta a todas las que se habían visto hasta la fecha.
Giarvini no respondió, en vez de eso se giró para recoger la silla del suelo. La otra soltó una risotada y le dijo a una chica que se sentaba cerca:
—Ya decía yo. Es una bocaz…
La silla de Giarvini le impidió terminar la frase. Se le estampó en los morros con tanta fuerza que le saltó varios dientes de oro, que repicaron en el suelo de madera. La silla se hizo trizas y algunas astillas se clavaron en la cara de la maga-armario ropero modelo Oushit. Giarvini se habría lanzado sobre la maga, para seguir golpeándola, de no ser porque sabía que no era necesario. La gigantona ya estaba soñando con un mundo de colorines y tardaría un rato en despertarse.
Giarvini se fue hacia el fondo de la sala, cogió una silla plegable de madera que estaba apoyada en la pared, regresó a su sitio, desplegó la silla y se sentó. Miró un momento a la vieja, para comprobar si podía seguir o le iba a sermonear.
—Gracias —dijo al ver que la vieja se lavaba las manos. Las magas que se sentaban alrededor de la maga-armario ropero, miraban los pajaritos amarillos que revoloteaban sobre la cabeza de la mujer inconsciente—. ¿Por dónde iba? Ah, sí… no sé por qué tengo que seguir viniendo. Yo no quiero dejar de usar la magia, me obligan a hacerlo. La magia me gusta, me llena de energía. Cuando la uso siento ese calor tan agradable recorriéndome las venas. —Algunas magas se relamieron y tragaron saliva amarga—. La euforia de la magia no se puede sustituir con nada, ni con chocolate, ni con sexo. Me castigan por un error…
—Tu error fue matar a cinco familias —puntualizó la vieja.
Giarvini suspiró.
—Fue un accidente.
—Y fuiste una de las causantes de que las islas flotantes existan.
—No fui la única que luchó en la Guerra Mágica, pero soy la única a la que han conseguido capturar.
—Deberías haber corrido más —dijo la vieja para sentenciar aquel toma y daca de argumentos.
—Sí… o desintegrado a esos mierdas de los Guardianes de la Luz —respondió Giarvini, que en lo de tener la última palabra era cinturón negro.
La vieja no respondió a aquello, porque le daba igual que aquella mocosa tuviera la última palabra o no. En vez de eso se levantó y miró a todas las magas que se reunían en la sala.
—Giarvini Konsicdin es una de las diez magas más poderosas del mundo —dijo. La mocosa estuvo a punto de interrumpirla, pero la vieja le lanzó una mirada que quería decir: «No me toques mucho el coño, o te retuerzo ese pescuezo terso hasta que puedas mirarte ese odioso culo respingón que tienes», así que decidió guardar silencio—. Para las que no lo sepáis, fue una de las que provocó el Alzamiento. Una de las que crearon las islas flotantes. La ley mágica la condenó a diez años sin usar la magia y a los mismos sirviendo a las Guardianas de la Luz capturando abismales. Miradla bien. Es un ejemplo muy claro de lo peligrosa que es la magia y de lo necesarias que son estas reuniones. Cuando tengáis tentaciones de usar vuestros poderes, haceos esta pregunta: «¿Me quiero parecer a Giarvini Konsicdin?». —La vieja miró el reloj de arena de pared que descansaba sobre el linde de la puerta principal—. No tenemos más tiempo por hoy. Os veo de nuevo en dos días. Estoy orgullosa de vosotras.
La sesión se terminó con un aplauso multitudinario que despertó a la maga-armario ropero. Algunas la ayudaron a levantarse, concretamente cinco magas. Sacudió la cabeza para que los pájaros que daban vueltas a su alrededor desaparecieran con sendas explosiones de humo y miró a Giarvini, sentada en su sitio, con las piernas cruzadas.
—¿Gué me ha pajado?
Al escucharse hablar y sentir un dolor punzante en la boca, se palpó con las manos y notó que le faltaban varios dientes.
—¡Mij diendej! ¡Mij diendej de odo!
Giarvini se echó a reír y se levantó de su silla. Miró a la vieja, luego a la mastodonte, de nuevo a la vieja y se encogió de hombros. Luego abandonó la sala. «Solo nueve años más», pensó, «y podré volver a usar mis poderes y hacerme con este puto mundo». ■