Microficciones 239: Tres cazadoras

En la foto vemos un plano detalle de la garra de lo que parece un oso. Está posada en un suelo de tierra y tiene unas uñas gruesas y grandes. El pelaje es marrón oscuro. El relato se titula: "Tres cazadoras".

Tres cazadoras. Imagen libre de licencia: Pixabay.

Tres cazadoras es un relato de fantasía cómica perteneciente a la sección Microficciones, en ella publico historias de temática libre. Microficciones es la categoría principal de este blog.

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EL FUEGO DE UNA HOGUERA crepitaba en el claro del bosque y, a su alrededor, se sentaban tres cazadoras muy distintas entre ellas. Por un lado estaba Rabiona, una vampira que debía medir cerca de los dos metros. Rabiona era fuerte. Qué diablos, Rabiona era extremadamente fuerte, tenía unos brazos enormes y solía vestir prendas sin mangas porque estaba cansada de reventarlas a la altura de los bíceps cada vez que flexionaba el codo para encogerse de hombros —cosa que, por alguna razón, hacía mucho—. Tenía la cabeza afeitada y repleta de tatuajes rúnicos que la protegían del sol.
      Por otro lado estaba Ceresa, alta y delgada, vestida con camisa vaquera con mangas remangadas a la altura de los codos y pantalones del mismo material. Llevaba un sombrero de cowgirl picudo, que la identificaba como hechicera. En sus caderas tenía dos cartucheras cilíndricas en las que descansaban sus dos varitas. Tenía la piel marrón oscuro, el rostro repleto de arrugas y el pelo blanco por el exceso de poder —o por sus más de mil años de vida, quién sabe—. Ceresa era la responsable de las runas protectoras de Rabiona. Le había lanzado el conjuro factor 580.
      Por último Bulia, menuda y de piel olivácea, con una cresta negra y las sienes afeitadas. Bulia vestía de cintura para arriba con un chaleco antibalas y una camiseta de camuflaje y, de cintura para abajo, llevaba al descubierto sus cuartos traseros de cabra. La sátira había clavado en el suelo, junto a ella, sus dos espadas cortas de hoja ligeramente curva.
      Bulia miraba el cielo enmarcado en el círculo que formaban las copas de los árboles de aquel claro. Hacía días que no veía tantas estrellas. En la ciudad era imposible verlas, con todas aquellas luces que teñían el cielo nocturno de naranja.
      La sátira suspiró.
      —¿Qué ocurre? —preguntó Ceresa al tiempo que empalaba una lagartija muerta en una rama y la acercaba a las llamas.
      Rabiona, que estaba haciendo dibujos en el suelo, alzó la mirada, miró a la hechicera y luego a la sátira. Ésta, sin dejar de mirar el cielo, volvió a suspirar y dijo:
      —¿Alguna vez pensáis en dejarlo? —Bulia tenía una voz muy grave, cosa que tenía mucho que ver con la cicatriz que le cruzaba el cuello de lado a lado.
      Hacía cinco años que una asesina a sueldo le había sorprendido por la espalda y le había rajado el cuello. Los poderes de Ceresa le salvaron la vida, pero la cicatriz seguía allí, recordándole dos cosas: 1) nunca descuides la retaguardia, y 2) que te rajen el cuello duele que te cagas.
      Ceresa y Rabiona intercambiaron miradas. La vampira se encogió de hombros y movió los labios para decir sin voz: «Ya empezamos». La hechicera asintió.
      —¿Qué ocurre? —volvió a preguntar Ceresa, aunque esta vez la pregunta tenía un significado distinto.
      —No lo sé. Supongo que estoy harta. Te paras a mirar el cielo y piensas en lo pequeña que eres comparada con el universo. Llevamos ¿cuántos? ¿Doscientos años cazando monstruos? Y, sin embargo, somos tan hipócritas que no nos damos cuenta de que nosotras mismas somos tres monstruos. —La sátira bajó la vista y miró a sus dos amigas, con sus ojos de pupilas rectangulares—. Tú, Rabiona, eres una vampira que parece que busque ser la campeona del mundo de culturismo, tú, Ceresa, eres una hechicera, alumna aventajada de Merlín y yo… una sátira que debería estar muerta y que, sin embargo, sigue en pie, mandando al abismo a monstruos por unas cuantas piezas de oro.
      —Siempre te pones filosófica cuando hay una hoguera delante —dijo Rabiona sonriendo de oreja a oreja y encogiéndose de hombros. Su dentadura estaba llena de colmillos y refulgían a pesar de su color amarillo. Parecían encerrar el brillo del sol o el de una linterna con pilas nuevas.
      La hechicera reprimió una carcajada. Era cierto, la jefa siempre se ponía intensa cuando acampaban en el bosque.
      —Es cierto que somos monstruos, Bulia —reconoció Ceresa—, pero a diferencia de las criaturas a las que cazamos, nosotras no vamos matando inocentes. Mira nuestro actual contrato, por ejemplo: una píara ha erradicado ella sola a tres aldeas distintas y cada vez está más cerca de Terráguila. Si llega a la ciudad será un desastre. Entiendo que estás cansada… los humanos se jubilan a los 67…
      —¿No era a los 65? —preguntó Rabiona.
      —Yo pensaba que era a los 60 —dijo Bulia.
      —He perdido la cuenta, la verdad —tajó Ceresa—. El caso es que nosotras llevamos dos siglos en esto. Es normal estar un poco quemada.
      —Quemada, rajada, atravesada, exorcizada —añadió Rabiona encogiéndose de hombros.
      —En realidad —continuó la hechicera— podríamos dejarlo cuando quisiéramos. Sí, podríamos, Bulia, no me mires así. La pregunta es: ¿realmente quieres jubilarte? Imagina que lo dejas y te vas a vivir a una casita en el bosque, donde puedas ver las estrellas y ponerte filosófica delante de la chimenea tantas veces como quieras, imagina que incluso te casas, estás con tu esposa y formas una familia.
      —Pinta bien —confesó Bulia, que se había imaginado casada con Scarlett Johansson muchas veces.
      —Pinta fenomenal, pero cada vez que escuches un ruido, cada vez que se parta una rama, tú te pondrás en tensión y buscarás esas dos espadas —dijo Ceresa señalando con la cabeza las armas clavadas en el suelo—. Cada vez que vayas a la ciudad y veas en un tablón de anuncios el cartel de se busca de un monstruo, tendrás tentaciones de arrancarlo, acercarte a la oficina del sheriff y decirle que tú te encargas. No puedes jubilarte, Bulia. Ninguna de nosotras puede.
      La sátira miró a su amiga hechicera y suspiró de nuevo.
      —Podrías dejarme fantasear —dijo por fin—. Se te quema la lagartija.
      Ceresa apartó la comida del fuego y se dio cuenta de que se le había carbonizado. Se encogió de hombros, porque Rabiona no tenía el movimiento patentado, y se la comió igualmente.
      Tras ellas sonó un estruendo, eran pisadas que se acercaban peligrosamente.
      Las tres se levantaron.
      Bulia cogió sus dos espadas. Ceresa desabrochó el seguro de sus cartucheras y relajó las manos abiertas cerca de las empuñaduras de las varitas. Rabiona se encogió de hombros y se puso en guardia, haciendo que sus uñas se afilaran y que sus dientes se alargaran.
      Del bosque emergió una criatura enorme. Tenía las patas y la envergadura de un oso, la cola de un ornitorrinco, el cuerpo de un guepardo, las alas de un murciélago y la cabeza de un lobo. Parecía el resultado de una orgía muy desfasada en el reino animal. Una píara adulta.
      —¿Y bien, jefa? —preguntó Ceresa sin dejar de mirar al monstruo—. ¿Quieres presentar tu jubilación ahora?
      La sangre de Bulia hervía de excitación, sus dos corazones latían con fuerza y en su cara se dibujaba una sonrisa salvaje. Miró a la píara y tragó saliva.
      —Creo que me lo he pensado mejor —dijo al fin.
      —Eso pensaba yo.
      —¡A POR ELLA, CHICAS!
      Bulia salió corriendo hacia la píara —o quizá sería más acertado decir que salió al galope—, sus pezuñas de cabra resonaban en la tierra.
      El monstruo lanzó un rugido, se alzó sobre sus patas traseras, alcanzando los dos metros de altura. Lanzó un zarpazo horizontal sobre la sátira, pero ésta se agachó y siguió trotando. Iba a lanzar una estocada con su espada derecha, pero la píara intentó golpearle con el revés de la zarpa con la que acababa de atacarla. Bulia tuvo que apartarse para que no la mandara donde Cristo perdió las llaves de su Seat Ibiza.
      Rabiona se encogió de hombros al ver que el combate ya había comenzado, flexionó las piernas y dio un salto de unos seis metros de altura. La monstruo alzó su cabeza de lobo y contempló a la vampira, que descendía con todo su peso sobre ella. La píara intentó aplastarla con una palmada, pero sus patas delanteras se quedaron paralizadas en el aire, rodeadas por un aura púrpura. Ceresa la apuntaba con sus dos varitas, cuyas puntas brillaban con una luz lila. La vampira sonrió con aquella boca terrible y aterrizó en la cabeza de la criatura, haciendo que se comiera el suelo del bosque.
      La píara se levantó, haciendo que Rabiona perdiera el equilibrio un momento. Rugió rabiosa y lanzó un bocado a la vampira. Estuvo a punto de partirla en dos, pero Rabiona detuvo las fauces de la píara con sus manos desnudas y empezó a darle cabezazos mientras gritaba: «NO. TE. ATREVAS. A. INTENTAR. COMERME». Se libró de la mordida y se apartó de la bestia, que sacudía la cabeza mareada.
      Ceresa empezó a sacudir sus varitas de abajo arriba y en cada sacudida un rayo de luz lila salía disparado hacia la píara. La bestia lanzaba alaridos y el bosque empezaba a oler a corteza quemada. Bulia aprovechó para lanzarle un tajo, entrecruzó las hojas de sus espadas, como si fueran una tijera gigante, y las separó sobre el pecho de la píara, provocándole un corte profundo en forma de equis. La criatura cayó al suelo sobre su lomo moteado y de su pecho brotaba una columna de humo y una cascada de sangre.
      —Pues ya está —dijo Bulia algo decepcionada.
      —Eso parece —confirmó Ceresa, que le dio un par de vueltas a las varitas y las enfundó con pericia.
      En ese momento la criatura se incorporó como un relámpago —aunque personalmente nunca he visto un relámpago incorporándose y no tengo claro que esta analogía sea correcta— y atacó a las dos cazadoras, pillándolas completamente desprevenidas. Cerraron los ojos, esperando el impacto de las garras o de las mandíbulas y pensando: «Pues al final sí que nos vamos a jubilar». Pero el impacto no se produjo. Sonó un estruendo. Bulia y Ceresa abrieron los ojos y vieron a Rabiona de espaldas a ella, con el brazo extendido en una postura que dejaba claro que acababa de dar un buen puñetazo. La píara estaba tendida en la tierra. La vampira se encogió de hombros, se acercó a ella, abrió la boca, afiló todavía más los colmillos, y se los clavó en el cuello a la bestia.
      —Gracias, Rabiona —dijeron Ceresa y Bulia al unísono. Luego añadieron—: Que aproveche.

El blog volverá el viernes 1 de julio. ¡Gracias por leerme!

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