
Cocina al día. Imagen libre de licencia: Pexels.

LA CUENTA ATRÁS EMPEZÓ. Cinco segundos para comenzar a grabar. Las cámaras estaban listas, los ingredientes dispuestos en la encimera y el público expectante. Todo listo. Alguien gritó «¡Prevenidos!» y, en menos de lo que se tarda en decir: «Disculpe, caballero, ¿le importaría cerrar las piernas? Hay más gente que se quiere sentar en el metro. Gracias», la grabación empezó.
Las luces se encendieron, iluminando una amplia cocina, con una isla en el centro en el que había una tabla de madera, cuatro fogones y varios cuencos tapados con campanas de metal.
—¡Señoras y señores, un fuerte aplauso para la chef Agate! —dijo una voz femenina que resonó por todo el plató.
El público empezó a aplaudir como si pretendiera fusionarse una mano con la otra. Una mujer negra vestida con camiseta de lino verde entró en el plató, saludando al público con una sonrisa de oreja a oreja. Llevaba la cabeza rapada y varios aros en sus orejas puntiagudas. Sus ojos eran completamente negros, no tenía ni iris ni pupilas y su piel tenía escamas.
—¡Hola a todo el mundo! ¡Bienvenidos a Cocina al día! —dijo la chef mientras cogía un delantal de tela tejana que descansaba en un colgador de madera y se lo ponía. La tira le dio dos vueltas a la cintura. Hizo un lazo a la altura del vientre y luego se colocó un paño colgando del lateral de la tira del delantal—. Hoy vamos a preparar un plato de pasta. ¿Os gusta la pasta? —El público enloqueció—. Como sabréis, mi madre era mitad italiana mitad marciana, y siempre decía que hay que desconfiar de la gente a la que no le gusta la pasta, la pizza, el grundir gratinado o echar un polvo antes de dormir. Esto último no tenía nada que ver con su doble nacionalidad, por supuesto, pero qué narices, estamos de acuerdo con ella en todo, ¿verdad?
El público se echó a reír y aplaudió. La gente adoraba a la chef Agate. Su programa era líder de audiencia cada día, la gente compraba sus libros de cocina y bautizaban a sus hijas con su nombre —no era raro que alguien se le acercase para que conociera a su hija Chefagate—.
La chef se colocó entre el público y la cocina. Disfrutó de los aplausos y las risas.
—Está bien, está bien. Cuánto más me aplaudáis menos cocinaré. —Más risas—. Ahora en serio. Hoy vamos a preparar unos tallarines con grutnal en salsa. Luego os explicaré bien qué es el grutnal.
Agate destapó las campanas y dejó al descubierto varios ingredientes.
—Para la pasta vamos a necesitar harina y huevos. Además le vamos a añadir un poco de pasta de tomate, que le va a dar un toque distinto. Para el sofrito necesitaremos el grutnal, que lo tengo guardadito. —Pasó sus manos por encima de los distintos ingredientes, enumerándolos—: Cebolla dulce, ajo, zanahoria morada (aunque si no tenemos zanahoria morada podemos usar la zanahoria normal), algas del inframundo, un vasito de vino, uno con el agua de la cocción de la pasta y tomate triturado. Las especias que usaremos serán curry, orégano, y kuakalakjahja, que es muy parecida a la nuez moscada, así que podemos usarla sin problema, solo que la kuakalakjahja es muy buena para la circulación. Si ponéis un bote de kuakalakjahja en medio de la autopista, se acabarán los atascos.
La gente volvió a reír. Agate sonrió ampliamente, sabía que esos chistes malos tenían éxito.
—Nos lavamos las manos y empezamos. —La chef abrió un grifo y empezó a lavarse las manos—. Hacer pasta fresca es muy fácil y rápido. —Cerró el grifo, se secó con una servilleta de papel absorbente y fue hacia los ingredientes. Apartó la tabla de madera y echó la harina en la encimera impoluta—. Para preparar la masa hacemos un volcán en la harina —dijo mientras hacía un hueco en la montañita de harina—, echamos los huevos, le añadimos nuestra pasta de tomate y amasamos con fuerza. No tiene más misterio. Se nos tiene que despegar de las manos, que no sea como ese ligón pesado que se te pega a la espalda en la discoteca. Si nos queda muy seca (si se quiebra), le echamos un poquito de agua y si nos queda demasiado húmeda (si se nos pega en las manos), un poco de harina. Así, ¿veis cómo va quedando? Además tiene este tono rojizo gracias a la pasta de tomate. A mí me ha quedado un poco húmeda, porque los huevos eran enormes. Creo que mis compañeros me han puesto huevos de dodo en vez de gallina. —Risas—. Un poquito más de harina y amasamos. Vale, esto ya está. Ahora envolvemos la masa con papel film y la dejamos reposar. Tiene que estar una hora más o menos. Como yo ya sabía que vendríais a verme, he preparado una masa y ya la tengo lista.
La chef colocó la masa nueva, envuelta en papel transparente, en un cuenco y la dejó en un mueble del fondo de la cocina, cogió otro que había al lado y se acercó a la cocina.
—Ahora tenemos que dividir la masa y bolearla. Es como si hiciéramos albóndigas o como si le sacáramos unos cuantos mocos a un gigante y quisieramos hacer un muñeco de nieve con ellos. Así, ¿veis? Ahora ponemos un poco de harina en la encimera y estiramos cada bola con la ayuda de un rodillo. Para este punto es importante que penséis en alguien que os caiga mal. Vuestra jefa, un cuñado que os cuenta demasiados chistes o ese brujero que os ha cobrado de más por espantar a un espíritu de vuestra casa que acabó siendo una zarigüella. La masa tiene que quedar bien plana y lo más rectangular posible. Cuando ya tenemos la pasta estirada, la espolvoreamos con un poco de harina y doblamos cada lámina en zigzag. Así. Enrollándola. Ahora, con un cuchillo, hacemos cortes de más o menos un centímetro de grosor. —Agate pasaba el cuchillo por todo el rollo de pasta, cortando rodajas—. Cuando terminemos de cortar un rollo, lo colocamos en la mesa como si fuera un nido del dodo ese al que le han quitado los huevos mis compañeros y cubrimos con un paño mientras hacemos lo mismo con las otras láminas. ¿Veis? Hacer pasta fresca no cuesta nada, es mucho más sana y nos ahorramos un dinero.
La chef se lavó las manos, puso la pasta en una fuente de cristal y limpió la mesa con un paño húmedo.
—Ahora que tenemos la pasta fresca preparada, os voy a enseñar lo que es un grutnal.
Agate se fue hacia la parte trasera de la cocina, donde los de decorado habían hecho una pequeña sala donde la chef solía guardar sorpresas. Una vez preparó una sopa de ajo con lengua de lamia y mostró cómo cortarle la lengua a una lamia que tenía en esa habitación.
Cuando volvió, tiraba de una carretilla en la que había una planta enorme, carnívora, con lo que parecía una gran boca dentada.
—Esto de aquí es un grutnal civilizado. Lo diferenciaremos del grutnal salvaje porque el salvaje tiene mucha menos educación. Si le preguntas la hora te dice que te vayas a la mierda y le envía recuerdos a tu madre. Esto es importante: el grutnal salvaje no es comestible, en todo caso será él el que os coma.
La gente río.
—Esto no era broma. Los grutnal salvajes son muy peligrosos. Lo que necesitamos del grutnal es la cabeza, con lo que cogeremos un cuchillo muy afilado, le sostendremos la cabeza en alto, así —dijo apartando la enorme y bulbosa cabeza de la planta y alzándola para dejar al descubierto el tallo.
Acercó el filo del cuchillo al tallo, que parecía un cuello, presionó un poco y se escuchó una maldición.
—¡Auch! ¡Eso duele, cabrona!
La chef Agate se apartó de un respingo y soltó el cuchillo que repicó contra el suelo.
La planta se irguió y su altura aumentó, ahora le sacaba varias cabezas a la chef.
—No-no-no deberías estar hablando —dijo la chef.
—Y tú no deberías ir rebanando cuellos ajenos, gilipollas.
—Los grutnals civilizados no hablan. Solo hablan los grutnals salvajes…
—Salvaje lo será tu madre, imbécil.
La chef se llevó la mano al pinganillo de la oreja.
—¡¿Chicas?! ¡Os habéis equivocado de grutnal!
En su oreja sonó un solitario y poco alentador ¡ups!
Agate se dirigió a la cámara, sonrió y, tratando de ser lo más graciosa posible, dijo:
—Pues parece que voy a morir.
Es cierto que no fue su comentario más gracioso, pero teniendo en cuenta que fue lo último que dijo antes de que la planta abriera su boca y descendiera en picado sobre ella, cerrándola, cubriéndola desde la cabeza hasta la cintura y disolviéndola en el ácido que desprendían sus glándulas digestivas, nadie podría echárselo en cara.
La gente gritó. Alguien aplaudió, pero porque pensó que aquello era parte de la receta.
Hubo una estampida. El público abandonó el plató justo cuando la planta alzaba su cabeza, con la chef dentro de la boca y los pies de la mujer, lo único que asomaba ya, apuntando hacia el techo.
Seguramente con el tiempo alguien de su equipo diría que la chef Agate murió haciendo lo que a ella más le gustaba, pero eso no sería cierto, porque la chef Agate murió haciéndose sus necesidades encima. Cosa totalmente comprensible dadas las circunstancias, pero que dudo mucho que fuera lo que más le gustaba. ■