Microficción 233: El brilli brilli

Nos situamos en las alturas, sobre una carretera larga rodeada de bosque y vemos un coche, como si voláramos por encima. Es una foto que puede recordar al inicio de El resplandor, con los Torrance viajando hacia el hotel Overlook. El relato se titula: El brilli brilli.

El brilli brilli. Imagen libre de licencia: Pexels.

El brilli brilli es un relato de terror cómico perteneciente a la sección Microficciones, en ella publico historias de temática libre. Microficciones es la categoría principal de este blog.

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UN COCHE ESTABA A PUNTO DE CONVERTIRSE en la diana del momento all-bran de un pájaro. Sobrevolaba un vehículo que circulaba dentro del límite de velocidad permitido, por una carretera secundaria. Los esfínteres del ave empezaron a relajarse, entornó los ojillos, llevado por el placer de quien empieza a notar los efectos de una dieta rica en fibra, pero algo le interrumpió. El pájaro se dio cuenta de que aquel coche estaba enfilando la carretera que llevaba al maldito hotel Mirador. Se mordió los labios —algo que no deja de ser una proeza porque los pájaros no tienen ni labios ni dientes—, abrió mucho los ojos, y decidió que ya cagaría más tarde.
      En el coche, un Volkswagen Polo GTI de 2010, viajaba la familia Tetorras, compuesta por Jacobo, su esposa Wendolín y su hija, la pequeña Daniela. Llevaban el maletero repleto de maletas e ilusión —y unas revistas que habrían sido sobre moda, de no ser porque los y las modelos que aparecían en ella, no llevaban nada de ropa—. Wendolín, miraba con orgullo a su marido, que llevaba seis semanas sin probar el mosto, ese brebaje que le había llevado a la perdición. Tampoco había vuelto a tener ningún acceso de rabia, excepto aquella vez que pidió una pella en un restaurante y el camarero le trajo un plato de arroz con cosas. Pero Wendolín no le podía recriminar la escenita que montó, porque incluso ella tuvo ganas de atrancar las puertas del restaurante y prenderle fuego con todo el personal dentro. Estaba contenta, sobre todo porque Jacobo había conseguido ese trabajo como vigilante del hotel Mirador durante el crudo invierno que se avecinaba. Su hija Daniela, por otro lado, había dejado de hablar con su dedo índice y había empezado a hacerlo con la mano entera, poniéndola como si fuera una serpiente. Era un avance, porque al verla no daba tan mal rollo y, si le ponías mucha imaginación, podías verle los ojillos a la serpiente y escuchar su voz. Parecía que las cosas empezaban a marchar bien entre los Tetorras.
      —Papi —empezó Daniela—. ¿Está muy lejos el hotel Mirador?
      Jacobo miró a su hija a través del retrovisor y sonrió. Los días en los que esa pequeña diablilla le había puesto los pelos de punta con sus voces y sus amigos imaginarios, parecían haberse disipado. Quería con locura a esa cabrona.
      —No, Doc, estamos muy cerca. Cuando pasemos todos estos árboles podremos verlo en lo alto de la montaña.
      Llamaban a Daniela Doc, cariñosamente, porque a veces era tan mal hablada, hiriente y odiosa como el doctor House, interpretado por Hugh Laurie.
      —¡Putos árboles, ahí va la hostia! —dijo Daniela con una voz grave.
      —¡Daniela, esa puta boca! —dijeron Jacobo y Wendolín al unísono.
      —¡No he sido yo, ha sido Antxon!
      Jacobo miró por el retrovisor y vio que Daniela tenía la mano alzada y formaba la cabeza de serpiente de su amigo imaginario Antxon. Suspiró y en su mente un señor bajito se acercó con una escalera a un cartel enorme en el que ponía: «Jacobo Tetorras. Días sin que Daniela le dé mal rollo 90», tachó el número con una brocha impregnada en pintura roja y sobre este pintó un gran cero.


El hotel Mirador era enorme. El propio director les hizo un tour para enseñarles cada rincón. Les explicó que durante la segunda quincena de diciembre empezarían las nevadas y se quedarían atrapados, pero que tenían suministros de sobra.
      —Luego les presentaré al señor Azafrán, el cocinero del Mirador —dijo el director—. Él les explicará bien lo que se encontrarán en la cocina. Yo, la verdad, es que soy incapaz de freír un huevo.
      —Seguro que es más apañao de lo que dice —comentó Wendolín, que a amable no le ganaba nadie.
      —No, se lo aseguro, señora Tetorras. Un día intenté hervir pasta y me quedó cruda.
      —Bueno, eso no significa nada. A todas nos ha quedado cruda la pasta alguna vez. ¿Miró el tiempo recomendado por el fabricante?
      —No, no me ha entendido, lo que me quedó cruda fue el agua.
      El director le explicó a Jacobo que tenía que revisar la caldera periódicamente, y que era muy importante que tuviera cuidado.
      —Es una caldera muy antigua y se puede sobrecalentar. No quiere que pase eso, porque si ocurre…¡bam! —dijo el director con una palmada fuerte.
      —¡Su puta madre en bragas! —exclamó Wendolín con un respingo, pero la risotada del director hizo que su maldición no fuera escuchada.
      —Ahí está el señor Azafrán —dijo el director señalando a un hombre alto, negro y calvo. Tenía los ojos saltones y el labio inferior mucho más grueso que el superior.
      El señor Azafrán se acercó a la familia Tetorras con la enorme mano derecha extendida. Jacobo se la estrechó, luego hizo lo mismo con Wendolín y, por último, con Daniela.
      —Ustedes deben ser la familia Tetorras —dijo el cocinero—. Mi nombre es Ricardo, Ricardo Azafrán.
      —Les dejo con el señor Azafrán —interrumpió el director—. Tengo cosas que hacer antes de irme. Señor Tetorras, venga a mi despacho cuando termine de hablar con Ricardo, y firmaremos el contrato.
      —De acuerdo. Muchas gracias por la oportunidad.
      —No, hombre, no. Gracias a usted por acceder a quedarse encerrado en un hotel todo el invierno, aislado de la civilización, con su mujer y su hija pequeña.
      El director se fue y la familia Tetorras se quedó con el señor Azafrán. Este cogió a Daniela por las axilas, la levantó como si no pesara más que un paquete de arroz, y la sentó en una encimera metálica.
      —¿Te gustan los caramelos, Doc? —preguntó el señor Azafrán.
      —Pos claro, coño. ¿A quién no le gustan?
      —¡Daniela, esa boca! —exclamó Wendolín.
      —Perdón, mamá. Sí, me gustan los caramelos. Sobre todo esos que son verdes y que al rato te dan risa.
      Wendolín le tapó la boca entre risas nerviosas y dijo:
      —Estas niñas…
      El señor Azafrán se encogió de hombros y sacó de su bolsillo un caramelo, lo sostuvo en la mano, cerró el puño y, al abrirlo, ya no estaba allí.
      —Lo tiene en la otra mano —dijo Daniela—. Es un truco viejo.
      —Eres muy lista, Doc.
      El señor Azafrán le dio el caramelo y rió. Wendolín y Daniela también reían, pero Jacobo tenía una ceja arqueada en la que podía leerse: «Algo huele me huele mal». Alzó un pie, miró la suela de su bota y vio que estaba limpia, hizo lo mismo con la otra y tampoco había ni rastro de excrementos. Tampoco lo olían las axilas, ni el aliento. Supuso que lo que le olía mal era que aquel hombre le parecía sospechoso.
      —Dígame, señor Azafrán —empezó Jacobo—. ¿Cómo sabía que llamamos Doc a Daniela?
      —¿Cómo dice?
      —Ha llamado Doc a mi hija dos veces, pero es un mote que le pusimos nosotros, es imposible que el director se lo haya dicho.
      —¿En serio? Debo habérselo oído a ustedes, señor Tetorras.
      —No, no lo creo. No recuerdo haber llamado Doc a Daniela desde que hemos puesto un pie en el hotel.
      —Yo a veces no recuerdo dónde he puesto las gafas y, después de una hora buscándolas, me doy cuenta de que todo el rato las he llevado puestas. La memoria es un asunto curioso, señor Tetorras. ¿No te parece curiosa la memoria, Daniela?
      —Memoria suena como me moría —dijo Daniela.
      —¡Ja! Es cierto, qué curioso.
      Jacobo se encogió de hombros.


Tras enseñarles la despensa, llena hasta los topes de fruta, pescado congelado, carne, pasta, arroz, cereales, licores varios y otras cosas que se pueden encontrar en cualquier despensa, como un táper con pedazos del anterior guardia del hotel Mirador, el director pidió a Jacobo y Wendolín que le acompañaran. El señor Azafrán les dijo que podía cuidar a Daniela, y el matrimonio Tetorras no vio ningún motivo para no dejar a su hija con un completo desconocido en un hotel vacío, perdido en las montañas.
      El señor Azafrán, cuando se aseguró de que los Tetorras se habían marchado, se puso serio y miró a Daniela a los ojos. Se concentró en ella y, sin mover los labios, se comunicó con ella. Su voz sonó dentro de la cabeza de la cría.
      —Vale, corta el rollo, mocosa. Me puedes escuchar, ¿verdad, Daniela?
      Daniela se sobresaltó, pero luego sonrió y miró con mucha atención al cocinero.
      —¡Sí! ¡Holiwis, señor Hallorann!
      —Lo sabía. Espera, ¿cómo me has llamado?
      —Señor Azafrán. ¿Por qué? Es como se llama, ¿no?
      —Sí, pero por un momento, me ha parecido escuchar otra cosa. Da igual. ¡Esto es maravilloso! Lo tienes.
      Daniela se quedó callada, o mejor dicho, la mente de Daniela se quedó callada.
      —Es la primera vez que hablo así con alguien, a parte de Antxon —dijo Daniela telepáticamente.
      —¿Quién es Antxon, Daniela?
      —Es mi mejor amigo en el mundo mundial. Me habla y me dice cosas como: «¡Kaixo, Daniela! ¡¿Sabes cómo quedó la Real Sociedad?!», pero yo no sé qué es eso. Mi papá dice que es un equipo de fútbol, pero a mí no me gusta ese deporte, me gusta más el boxeo. Una vez mi papá me llevó a ver un combate y me cayó sangre del señor que se quedó dormido en el ring. Fue muy divertido.
      —Entiendo —mintió el señor Azafrán.
      —Miente.
      —¿Cómo lo sabes, Doc?
      —Lo pone un par de líneas más arriba. ¿Lo ve? Pone: «Entiendo, mintió el señor Azafrán».
      —Es fascinante. Definitivamente lo tienes.
      —¿Qué cosa tengo? —preguntó Daniela algo preocupada.
      —El brilli brilli —respondió el cocinero.
      —¿El brilliqué?
      —El brilli brilli. Es un poder, Daniela. Muy pocos lo tenemos. Mi abuela lo tenía, sabía que había hecho una trastada mucho antes de que la hiciera. ¡La de veces que me tiró la zapatilla a la frente mientras decía: «Así aprenderás a no estar a punto de hacer esas cosas»!
      —¿Usted tiene el brilli brilli ese?
      —Lo tengo, pero me temo que no se puede comparar con el tuyo. Dime una cosa, Daniela, ¿crees que podrías hacerme daño si te lo propusieras?
      Daniela se quedó pensando un rato.
      —Claro —dijo por fin—, si le diera un puñetazo en las pelotas. Mi papá dice que el punto débil de un hombre es un buen golpe en los cataplines.
      El señor Azafrán se quedó boquiabierto. Podía ser que tuviera el brilli brilli, pero Daniela no tenía muchas luces.
      —Me refiero a si podrías hacerme daño usando el brilli brilli. Daño con la cabeza.
      —Claro, un cabezazo en los cataplines es igual de doloroso que un puñetazo.
      —¡Deja los cataplines tranquilos, leñe! Me refiero a si podrías hacerme daño con la mente.
      —¡Ah! Creo que sí. Una vez me concentré mucho en un señor que le puso arroz con cosas a mi padre en un restaurante, quería que se hiciera daño, y lo conseguí.
      —¿Qué le ocurrió a ese señor, Daniela?
      —Le atropelló una moto.
      —Pensaba que estabais en un restaurante.
      —Lo estábamos. Era una moto que tenían en el restaurante, de esas que hacen mucho ruido. Mi papá dice que esas motos solo se las compran hombres con la crisis de los cuarenta o señores que tienen complejo de tener la pilila pequeña.
      El señor Azafrán estaba asombrado y asustado. Quería comprobar el poder de la pequeña Daniela.
      —Quiero que te concentres en mí y me hagas daño, Daniela.
      —Mi papá dice que no tengo que hacer daño a la gente. Tampoco a los gatos. Pero eso fue porque el gato quería colarse en casa y en mi casa no se cuela nadie. ¿No tengo derecho a defender mi casa, señor Azafrán?
      —Hazme daño, Doc.
      Daniela suspiró, miró a su alrededor para asegurarse de que sus padres no estaban cerca y luego se concentró en la mente del cocinero. Había miedo. Le tenía miedo a ella, a los payasos y a que le llamaran a la hora de la siesta para venderle un seguro. Vio al señor Azafrán con una camisa hawaiana, en una playa muy bonita. Luego vio que el agua de la playa estaba infestada de tiburones. Ahora el señor Azafrán estaba en el agua. Cuando el señor Azafrán veía la aleta dorsal de un tiburón, nadaba tan deprisa que, en menos de lo que se tarda en decir ERPMEIS AP OTREUM, se ponía a salvo en la orilla, intentaba recuperar el aliento y, mientras lo hacía, le caía un coco en la cabeza y le mataba. La conexión mental entre Daniela y el señor Azafrán se cortó. De la nariz de ambas caía un hilo de sangre.
      —¿Eso ha sido el futuro, Doc? —preguntó el cocinero.
      —No, ha sido un coco.
      El señor Azafrán temblaba. Su plan, en cuanto saliera del hotel, era viajar al caribe a tomar piña colada y tomar el sol con su camisa hawaiana favorita.
      —¿Quién es El Rata? —preguntó Daniela.
      El señor Azafrán palideció.
      —¿Cómo has dicho?
      —El Rata. ¿Quién es? Le va a llamar mañana, para decirle que le debe el dinero de los gramos que le pasó. ¿Le pasó harina para un bizcocho?
      —¿Cómo sabes eso, Daniela?
      —¡Macho, pero si el que me ha dicho que tengo el brilli brilli has sido tú!
      —Escúchame, Daniela —dijo el cocinero, intentando cambiar de tema—. Es muy importante que me escuches. En este hotel pasan cosas horribles. Ha muerto mucha gente. El anterior vigilante le pegó un tiro en la cabeza a su mujer y a sus dos hijas con una escopeta. Esparció sus sesos por las paredes y el servicio de limpieza tardó mucho tiempo en desincrustar los pedacitos de materia gris. Más tarde encontramos un ojo, creemos que de la mujer del vigilante, la señora Gradería, bajo una cama. Pero mucho antes de eso, este hotel estuvo frecuentado por señores de la mafia, que se mataban día sí y día también. ¡Puñalada por aquí! ¡Tiro entre las cejas por allá! Además, un día, una camarera de piso, mientras limpiaba la habitación 217…
      —Por el culo se la hinco.
      —No rima. Pues cuando estaba limpiando la habitación 217, dijo que encontró algo que la escandalizó tanto que se metió a monja y no le hemos vuelto a ver el pelo. Se afeitó la cabeza, porque tenía piojos. Quiero que me prometas una cosa.
      —No le hablaré a mis papás de El Rata.
      —¿Qué? ¡No! Eso no, Daniela. Quiero que me prometas que nunca entrarás en la habitación 217. Tu padre tendrá una llave maestra y seguro que en algún momento tendrás tentaciones de cogerla y entrar en esa habitación, pero no lo hagas. De hecho, quiero que me prometas que no pasarás por esa zona. Esa habitación está prohibida. ¿De acuerdo?
      Daniela se concentró en la mente del cocinero, vio en ella la puerta de la habitación 217, cogió el pomo con las manazas del hombre, lo giró y entró. Lo vio todo, con tanto detalle como si hubiera estado ahí.
      —¿Por qué no quiere que se sepa, señor Azafrán? —dijo la cría.
      —¿Cómo dices?
      —He visto la habitación. En su mente. Todas esas películas. Mi papá dice que no le gustan esas películas, que no le atrae ver a otras personas haciendo el ñiqui-ñiqui, porque a él le gusta hacer él mismo el ñiqui-ñiqui y que para él es como ver en YouTube un gameplay de esos, que él prefiere jugar a los Sims, que ver como alguien juega a los Sims, y que con el ñiqui-ñiqui es igual que con los gameplays esos de los Sims. ¿Por qué no quiere que se sepa que tiene todas esas pelis de ñiqui-ñiqui escondidos en la habitación 217, señor Azafrán?
      El cocinero no sabía qué responder. Miró su reloj, hinchó los carillos, abrió mucho los ojos y dijo:
      —¡Mira qué hora es! Creo que hay un avión que me espera, pequeñaja.
      La cría frunció el ceño. Aquel idiota parecía no entender que podía saber cuándo mentía, a pesar de que había sido él el que le había soltado toda esa tontería del brilli brilli. Tenía que preguntarle a Antxon qué pensaba del señor Azafrán, pero lo haría cuando se quedaran a solas.
      —Una cosa más, Daniela.
      —Tampoco le hablaré a nadie de las pililas que vibran, señor Azafrán.
      —¡No es eso, maldita moco…! Daniela, cariño, tesoro, tienes que dejar hablar a los mayores.
      —¡Eso dice siempre mi papá!
      —Tu papá es un hombre muy listo.
      —Qué va. Una vez mi mamá le pidió que le hiciera una buena comida, y él le preparó unos macarrones. Ella se cerró el camisón, resopló y se comió los macarrones. Yo creo que mi mamá quería hacer el ñiqui-ñiqui.
      —¿Puedes dejar de decir ñiqui-ñiqui, por favor? Lo que quería pedirte, Daniela, es que si en algún momento estás en peligro. Si tu padre intenta matarte de una forma sanguinaria, quiero que uses el brilli brilli para avisarme y yo cogeré un taxi hasta el aeropuerto, casualmente conseguiré un billete de avión para volar hasta Estados Unidos, pediré a alguien que me traiga a pesar de las inclemencias del tiempo, atravesando la espesa nieve, y vendré a salvarte.
      —¿Y si le doy un puñetazo en los cataplines a papá y cuando esté en el suelo le empiezo a golpear la cabeza con un objeto contundente, como su máquina de escribir, hasta que el suelo se llene de su propia sangre y deje de estar despierto?
      El señor Azafrán miró a la niña boquiabierto.
      —Sí… supongo que… bueno, quiero decir… supongo que eso sería mucho más efectivo, sí. Y ahorraría mucho tiempo.
      —Es que entre que usted viene y no viene, nos ha matado para siempre.
      —No te falta razón, pequeña, no te falta razón.
      El cocinero empezaba a sentirse un poco incómodo en presencia de aquella niña. Estaba contento de haber conocido a alguien con el brilli brilli, pero tenía ganas de largarse de allí y no regresar hasta que se fundiera la nieve del invierno. Estaba agotado física y mentalmente. Hablar con esa condenada cría había sido como participar en un triatlón. Necesitaba playa, sol y, sobre todo, alejarse de los cocoteros.

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