
Tulanda Zomson. Imagen libre de licencia: Pexels.

UNA DE LAS GRANDES OBSESIONES de Tulanda Zomson era mantener sus armas bien limpias y, cuando pensaba que estaban sucias, necesitaba solucionarlo, estuviera donde estuviera. No importaba demasiado que se encontrase en medio de un tiroteo, en el funeral de su tía abuela Pristina o tomando una copa en la taberna El pegaso bailaor, donde, además de servir la peor cerveza del universo —literalmente—, tenían un tablao flamenco por el que pasaban artistas de los planetas vecinos, como El Centaurico de Urano que, justo en ese momento, se había ganado el aplauso del público y un olé por un quejío.
Tulanda estaba sacando brillo al tambor de su revólver láser sónico 2000, cuando alguien se sentó en la silla libre que tenía justo delante, dejando la mesa circular como única separación. Era un tipo alto, con cabeza de lobo y cuerpo de humano, estaba cubierto de pelo azul eléctrico. En su mano derecha tenía una tostada con paté rico en buey y arroz con guisantes, en la izquierda una pistola cuyo cañón apuntaba directamente a la cabeza de Tulanda. Tras él, de pie, una husky con cuerpo humano y un zorro albino con la misma fisonomía, le guardaban las espaldas.
—Tulanda Zomson… —dijo el lobo arrastrando mucho las letras, para darle más énfasis.
—Berry —respondió Tulanda, asegurándose de no arrastrar ninguna letra—. ¿Qué tal, Zali? Yon… —dijo mirando a la husky y luego al zorro.
—Hola, Tulanda —respondió la husky amistosamente.
Berry se giró hacia ella mientras le daba un bocado a su tostada. La husky tragó saliva y apartó la mirada de Tulanda, que sonrió.
—Nos hemos enterado de lo que ocurrió en el satélite abandonado —prosiguió Berry.
—Es normal que os hayáis enterado, no lo he ocultado. Dejé los cadáveres de tus amigos para que os enteraseis.
Tulanda seguía limpiando su revólver, ahora escupía en las balas láser y las frotaba con el trapo. Percibió un cambio de presión en el arma de Berry, sujetaba la culata con más fuerza y parecía dispuesto a apretar el gatillo. Zali y Yon miraban a Tulanda y a Berry, cuyos pelos del cogote se habían erizado.
—¿Visteis la pintada? —preguntó Tulanda, sabiendo lo que iba a provocar.
Se refería a una pintada que hizo en una pared, utilizando las tripas de uno de los secuaces de Berry como si fueran una brocha. Había pintado: «Tulanda Zomson mató aquí».
—La vimos —respondió Berry entre dientes.
—¿Os acercasteis al cubo?
Había dejado en un cubo los miembros amputados de uno de los matones. Se los cortó y, en un momento dado, armada con los dos brazos de su enemigo, empezó a darle bofetones al grito de: «¡No te pegues a ti mismo!».
—Nos acercamos —contestó Berry. Si no hubiera tenido todo ese pelo azul, podría haberse distinguido perfectamente que su piel estaba roja de rabia.
—¿Le habéis bajado los pantalones al tipo con cabeza de serpiente?
—¡SUFICIENTE! —gritó Berry dando un golpe en la mesa con la culata de su pistola—. ¿Crees que puedes matar a mi gente y luego venir a tomarte algo en mi territorio como si nada?
—Sí, algo así.
Zali y Yon suspiraron. Berry alargó el brazo y apuntó a la frente de Tulanda. Se hizo el silencio en la taberna, El Centaurico de Urano se calló, pero la música y la voz siguieron sonando. Algunos turistas miraron a los de la mesa, pero otros se percataron del timo y empezaron a abuchear al centauro, que se deshizo de sus patas de caballo, bajando una cremallera oculta y, descubriendo que en realidad era un humano vulgar y corriente, salió corriendo mientras le gritaba al propietario del local: «¡Me han descubierto, yo me largo!». Un grupo de clientes se acercó al propietario para pedirle explicaciones, uno le preguntó cuánto pedía por el disfraz de centauro, porque era una fantasía sexual suya. Por su lado, Tulanda tenía el cañón del arma de Berry pegado a la frente, pero no dejó de sonreír en ningún momento.
—Tu manía de limpiar las armas te va a llevar a la tumba —dijo Berry—. Tu revólver está descargado.
—Cierto —confesó Tulanda Zomson—. Por suerte tengo tu pistola.
El lobo abrió la boca para responder, pero Tulanda Zomson se movió a la velocidad del Rayo —un señor al que apodaron Rayo porque murió muy deprisa: en un segundo estaba vivo y al siguiente ya no—, le quitó la pistola a Berry con un movimiento ágil y le apuntó directamente entre los ojos. Zali y Yon se llevaron las manos a las cartucheras, pero una mirada asesina de Tulanda les hizo ver que lo que pretendían hacer era tan estúpido como meterse en un Jacuzzi con un gremlin. La husky y el zorro albino apartaron las manos de sus armas y las levantaron en señal de rendición.
—Siempre me he preguntado una cosa —empezó Tulanda—. Llevo cerca de sesenta años en el negocio, y hay una cosa en la que muchos idiotas coincidís: me intentáis eliminar enviando a un grupo de matones a por mí, los mato a todos y luego me amenazáis. ¿Cuántos matones enviaste para acabar conmigo, Berry?
Berry abrió la boca y, por su expresión facial, era evidente que no iba a responder a la pregunta, sino que pretendía lanzar una serie de improperios y maldiciones que Tulanda no tenía ganas de escuchar, así que le dio un golpe en el hocico, tan fuerte que el lobo se golpeó contra la mesa, tirando al suelo algunas balas de Tulanda. Ella le colocó la pistola en la sien, haciendo que pegara más su cabezota a la madera pegajosa.
—¿Cuántos matones enviaste para acabar conmigo, Berry?
—Di-di-diez…
—Diez… ¿Te parecían competentes cuando les diste el encargo?
—Sí…
—Y de esos diez matones competentes que enviaste para acabar conmigo, ¿cuántos sobrevivieron, Berry?
—Ninguno…
—Ninguno. —Tulanda miró a Zali y a Yon y sonrió—. Ninguno. Así que, resumiendo, envías a diez matones competentes para matarme, me tienden una emboscada y los mato a todos. Entonces, cuando os enteráis, pensáis que la mejor idea que podéis tener es venir solo tres para intentar lo que diez matones competentes no consiguieron. ¿Es eso?
Hubo silencio. Zali y Yon se miraron, Berry lo habría hecho, pero seguía con el cañón de su propia arma aprisionando su cabeza.
—¡¿ES ESO?!
—S-s-sí…
Tulanda apretó el gatillo y una bala atravesó la cabeza de Berry, la mesa pegajosa y se incrustó en el suelo de la taberna. La husky y el zorro albino abrieron mucho los ojos y los hocicos, intentaron desenfundar sus armas, pero Tulanda era mucho más rápida, alzó la pistola y colocó una bala entre las cejas de cada uno. Los clientes de la taberna gritaron tanto que alguien, un poco despistado, lanzó un olé, pensando que El Centaurico de Urano seguía con sus quejíos.
Tulanda miró los cadáveres, luego miró el arma que tenía en la mano, y la lanzó al suelo con cara de asco. «¿Cómo puede la gente tener las armas tan sucias?», pensó. Se sentó, recogió las balas que Berry había tirado al suelo, escupió en el trapo, y se puso a limpiar su arma, porque cualquier momento es bueno para que un revólver quede impoluto. ■