
Relevadios. Imagen libre de licencia: Pexels.

EN LA INFINIDAD DEL COSMOS, que era dos veces más grande que Barcelona, pero mucho menos cosmopolita, una diosa llamada Viczoria se removía en su trono celestial, se pellizcaba su celestial tabique nasal, lanzaba suspiros celestiales y maldecía de forma poco celestial.
A su lado, de pie sobre el suelo formado por gases cósmicos, polvo de estrellas y una alfombra con forma de bocadillo de cómic, su consejera asentía y, de vez en cuando, decía cosas como: «Toda la razón, mi diosa» o: «Si es que no hay derecho».
Viczoria se levantó del trono y caminó, con la túnica de seda ceñida a su cuerpo: a sus pechos grandes, a su barriga, a sus amplias caderas y sus gruesos muslos. Era una mujer alta y gorda, tan atractiva que la nada se giraba para mirarla, y eso que la nada era y es muy suya con la gente a la que mira. Viczoria anduvo con la sensualidad de una diosa y la impaciencia de una escritora que ha abierto el portátil para plasmar esa idea que le hará millonaria, y que se ha encontrado con que el ordenador ha elegido ese momento y no otro para actualizarse.
—¿Cuántos han muerto, Marda? —preguntó la diosa, pillando desprevenida a su consejera, que la miraba de arriba a abajo. Viczoria sonrió y pensó que si no fuera por el pequeño problema que tenían entre manos, su consejera haría rato que no llevaría toda esa molesta ropa.
—Solo queda usted, mi diosa —respondió Marda sonrojada.
—¡Maldita sea mi estampita! ¿Rodert también ha muerto?
—Su cabeza cuelga del techo del Gran Salón de la Guerra, mi diosa.
—¿Litia?
—Encontraron su cuerpo empalado en el Bosque de la Vida. Irónico, cabe decir. Alguien había escrito en su vientre: «Tonto el que lo lea», eso generó una pelea entre dos semidioses, Zez y Kantisko. El primero se rió y le dijo al segundo: «¡Eres tonto, lo has leído!», y Kantisko le clavó un puñal en la papada a Zez, que le sobresalió por la coronilla.
—¡Por todos los dioses!
—Es decir, por usted misma, mi diosa.
Viczoria hizo aparecer una jarra de barro vacía y un cáliz de oro, volcó la jarrita sobre el cáliz y lo llenó de un vino salido de la nada. Se lo llevó a la boca y bebió. No le gustó el sabor, así que hizo aparecer una botella de Coca-Cola vacía y la vertió sobre el vino, haciendo el primer Kalimotxo de la historia. Le entró hambre, así que hizo aparecer un plato de pintxos de chistorra, en este caso no eran pintxos imaginarios.
—¿Los nuevos dioses ya han ocupado sus tronos? —preguntó Viczoria con la boca llena, cosa que, en realidad, hizo que sonara así: «¿Goj uevoj biojej a hang ogupao juj dronoj?».
—Así es, mi diosa. Solo usted se interpone en los planes del Gran Relevo.
—¿Y se sabe ya quién viene a por mi? —preguntó la diosa después de tragar el pintxo y antes de meterse otro.
—Se sabe.
—¡¿Ji?! ¡¿Guién ej?!
—Yo, mi diosa. Soy la encargada de asesinarla.
¡Toma plot twist! Esa no te la veías venir, ¿eh?
Viczoria se atragantó con el pintxo y empezó a boquear. Marda, por instinto, corrió a rescatarla, le dio unos cuantos golpes en la espalda mientras le decía: «¡Respire, respire!», algo curioso de decirle a una persona que tiene un trozo de chistorra alojado en la tráquea. La diosa se empezó a poner azul, luego morada, las venas de sus sienes se le hincharon y los ojos se le salieron de las órbitas. Su consejera se colocó detrás de ella y le practicó la maniobra Heimlich*, a la tercera sacudida el trozo salió disparado, rebotó en el infinito y se perdió de vista tras un sofá de escay rojo.
—¡¿Está usted bien, mi diosa?! —dijo Marda jadeando de cansancio. Levantar a una diosa es una proeza que solo pueden realizar dos personas, pero a una de ellas le cortaron los brazos a la altura de los codos, por destripar el final de la Odisea, de Homero.
—¡Estoy bien, estoy bien! ¡Muchas gracias, Marda! ¡Casi me mue…!
Ambas abrieron mucho los ojos y dijeron al unísono:
—¡MIERDA!
Se señalaron la una a la otra y cada una dijo:
—¡Pretendes matarme!
—¡Podría haberla dejado morir!
Viczoria se llevó una mano al pecho y ahogó un grito. Lo que acababa de decir su consejera le había dolido como un latigazo. O eso creía. Nadie le había fustigado en sus más de muchocientos millones de años de edad.
—Pero… ¿por qué? —preguntó la diosa mientras caminaba de arriba a abajo, gesticulando mucho con las manos y resoplando cada dos por tres—. Habíamos conectado, pensaba que éramos amigas. Todo este tiempo juntas, tantísimas aventuras vividas, tantísimas historias por contar a nuestros vástagos, tantas…
—Me contrató ayer —interrumpió la consejera, que seguía a la diosa con la cabeza..
—Oh… —Viczoria se detuvo y miró a Marda—. ¡Oh! ¿En serio? —Marda asintió—. Ya veo… ¿qué fue de mi anterior consejera?
—La maté para conseguir el puesto y acercarme a usted.
—Entiendo. Buena táctica.
—Gracias.
—Lo que es de ley, es de ley. ¿Y has venido tú sola para matarme?
—No necesito a nadie más.
—Bueno… no te ofendas, pero yo soy una diosa y tú… una consejera —la última palabra la dijo como si de repente se hubiera dado cuenta que la palabra consejera en realidad era una cucaracha y que todo ese rato la había estado acariciando.
—No soy consejera, era solo una tapadera.
—Bonito pareado.
—Soy cazadora de dioses, mi trabajo es matar a seres como usted.
Hubo un breve silencio que rompió Viczoria:
—Pero… si me matas te conviertes en diosa.
—Sí…
—Entonces serás cazadora de dioses y diosa.
Marda frunció el ceño. No le gustaba el camino que había tomado esa conversación, pero le gustaba menos que no lo hubiera contemplado ella misma.
—¿Tendrás que cazarte a ti misma? —siguió la diosa—. ¿Te cazaría otra persona? ¿El suicidio, en tu caso, si te convirtieras en… bueno, en mí, contaría como trabajo?
—No lo había pensado… No puedo matarla, porque en el momento exacto en el que le matara, tendría que matarme a mí misma, a poder ser mirándome al espejo y soltándome el mismo discurso que le iba a soltar a usted…
—Oh, ¿tenías un discurso preparado?
—Sí, pero ahora ya da igual.
—¡No, mujer! Me gustaría escucharlo.
—No me apetece, me he quedado un poco plof.
—¡Venga, Marda! ¡Suéltame tu discurso! Alegra esa cara, más se perderá en Pompeya.
—¡Que no, leñe!
Viczoria se volvió a llevar la mano al pecho, ofendida.
—Tampoco hace falta gritar, hija, que yo no tengo la culpa de que no pienses las cosas…
Marda le lanzó una mirada asesina, tan afilada, que si las miradas pudieran matar, ahora la cazadora de dioses se habría convertido en diosa. Envainó su odio, suspiró y empezó a caminar hacia la plenitud de la nada, en la que recientemente habían construido un Fnac y varias rotondas. Marda, que hacía unos minutos tenía claro su futuro, de repente se dio cuenta de que todo su empeño, su sueño de ser cazadora de dioses era, en sí mismo, una contradicción. Por suerte nunca había conseguido cargarse a ningún dios, porque si no, su vida —o la ausencia de esta—, habría sido muy distinta. Viczoria vio alegarse a su consejera, aunque llamarla así ya no tenía mucho sentido. Iba a tener que entrevistar a algunas mujeres y, acababa de decidir, preguntarles al final de la entrevista si tenían pensado, a corto o largo plazo, atentar contra la vida de su jefa. ■
Nota del autor.
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