Microficción navideña: En la lista

En la foto vemos desde el interior, el tejado de una nave industrial abandonada, el tragaluz tiene cristales rotos, hay vigas que atraviesan el techo de pared a pared y está todo sucio y oscuro. El relato se titula: En la lista.

En la lista. Imagen libre de licencia: Pexels

En la historia es un relato de comedia navideña perteneciente a la sección Microficciones, en ella publico historias de temática libre. Microficciones es la categoría principal de este blog.

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LA LUZ DE UNOS FOCOS traspasaba la tela del saco que Núria llevaba en la cabeza y, a través de las fibras, vio dos figuras moviéndose. Una de ellas se hizo más grande al acercarse a ella. Alguien tiró del saco y el brillo de las bombillas le apuñaló los ojos. El pelo, sudado, le cayó por la cara y un hedor a meados, vómito, sangre y fuet, le inundó las fosas nasales. Lo que ella no sabía era que eso que olía a fuet, no era otra cosa que semen seco.
      Le costó abrir los ojos, pero poco a poco lo consiguió, en parte porque era una mujer persistente y en parte porque una de las figuras, la más alta y gorda, se interpuso entre ella y el foco, como un eclipse de sol.
      Estaba atada a una silla de oficina, con ruedas y reposabrazos, una de esas negras que pretende ser cómoda, pero que tras ocho horas de trabajo el culo acaba quedándose plano y te duele hasta la rabadilla.
      Miró a su alrededor, ya acostumbrada a la claridad. Estaba en una nave industrial, llena de charcos, latas de cerveza, cristales, bolsas de patatas —de las que son con sabor a Huevo frito, a queso o a fricandó—, y condones usados. Muchos condones usados. Frente a ella dos focos altos, con trípode, conectados a un generador, iluminaban gran parte de la nave. Bajo su luz, dos tipos: uno de ellos era bajito, muy delgado y con rasgos angulosos. Tenía la nariz aguileña muy roja, el mentón afilado y unas mejillas sonrojadas e hinchadas. Los ojos eran pequeños, negros y brillantes. Parecía el virus de la serie de animación Érase una vez… la vida, con la diferencia de que, de sus sienes, brotaban dos astas con muchas ramificaciones enrevesadas. Vestía una camiseta negra con el logotipo de Angelus Apatrida y a Núria le pareció ver que los brazos que brotaban de las mangas, estaban cubiertas de pelo marrón grisáceo, los pantalones eran de cuero, muy ajustados y entre las piernas no se distinguía ningún bulto. El otro tipo era enorme, gordo, con barba blanca muy poblada y redondeada. Tenía el pelo ondulado, largo e igual de blanco. Sus ojos, azules, eran pequeños y estaban inyectados en sangre. Vestía una camisa blanca, con las mangas remangadas hasta los codos y unos guantes de cuero rojo. Llevaba un delantal ajustado a su gran panza, estaba cubierto de manchas rojas que no parecían pintura. Entre los dos tipos había un carrito cubierto por un trapo con tantas o más manchas que el delantal del gordo.
      —Núria Solans i Caserna —dijo el de la barba con una voz atronadora—. Has sido una niña mala.
      —¡¿Quién cojones eres, puto gordo?! —dijo ella, con cierto resquemor.
      —¡Ho, ho, ho! ¿Que quién soy yo?
      —Muy buena esa, jefe —dijo del de las astas.
      —¿Qué cosa?
      —Ho, ho, ho ha rimado con ¿que quién soy yo?
      —¿Lo ha hecho? —el gordo alzó la mirada hacia un papel imaginario donde se escribió la rima y sonrió—. ¡Anda! Pues no lo he hecho a posta, ¡ho, ho, ho! Pero vamos a lo que vamos… ¡yo soy Santa Claus!
      Núria se lo quedó mirando, miró también al delgaducho, arqueó una ceja y dijo:
      —¿Es una broma? ¿Es cosa del Arnau?
      —¿Te refieres a Arnau Llorens?
      —¡Lo sabía! ¡Qué hijo de puta! Va, me habéis acojonado. ¿Eres uno de esos actores que hace de Papá Noel? Uno de esos amargados y fracasados.
      El tipo gordo miró a su compañero y chasqueó los dedos.
      —Rudolph, tráeme el otro saco.
      El de las astas se puso firme, giró sobre sus talones y se acercó a un baúl, lo abrió y sacó un saco cuyo contenido parecía pesar. La base del saco estaba completamente mojada de un líquido rojo. El tal Rudolph le entregó el saco al tal Santa Claus, este lo cogió, miró a Núria, sonrió con una dentadura perfectamente blanca y, luego, lo lanzó a sus pies. El saco se abrió y de su interior salió rodando una cabeza humana, independizada de su cuerpo, como el hijo que se emancipa de casa de sus padres a la edad temprana de cincuenta y seis años. La expresión de la cara de aquella cabeza era de sorpresa, como si le impactara tanto como a Núria haber acabado en el suelo mugriento de una nave industrial vete-tú-a-saber-dónde.
      Núria miró la cabeza, cuya cara había quedado convenientemente mirando hacia ella, porque queda mejor para la historia, las cosas como son. Si hubiera quedado de nuca a ella, alguien del equipo de producción debería haberse acercado a gatas, para no salir en el plano, y le tendría que haber dado la vuelta. Eso o repetir la toma hasta que cayera como tenía que caer. Por suerte para el ritmo de la historia, todo esto no fue necesario, la cabeza cayó bien a la primera, el equipo contuvo la respiración y las ganas de aplaudir, y la escena pudo continuar. Núria sintió como el desayuno subía a toda prisa por su aparato digestivo, hasta que tocó el timbre en su esófago y dijo: «Yo de ti abriría la boca, porque voy con todo». Núria hizo caso, abrió la boca y vomitó. La cabeza pertenecía a Arnau Llorens. No le costó reconocerlo. No fue como cuando te vas de viaje a otro país y te encuentras con alguien a quien conoces, pero como estás en otro contexto, te cuesta ubicarle. Núria Solans i Caserna sabía a ciencia cierta que esa cabeza, que pedía a gritos un cuerpo para completar el puzle, era la de su novio.
      —Arnau también ha sido un niño muy malo este año —dijo el gordo.
      Núria empezó a llorar y siguió vomitando. También hubo mocos y se meó encima. Se podría decir que tenía un póquer de fluidos y eso, en lo que a miedo se refiere, era una mano ganadora.
      —¡¿Qué le habéis hecho?!
      Santa Claus y Rudolph se quedaron mirando, extrañados por la pregunta.
      —Pensaba que había quedado claro al lanzarte el saco con su cabeza… es decir… mírala, tienes la cabeza a tus pies. —Núria vomitó un poco más—. Le hemos cortado la cabeza. Con un cuchillo, de esos, como los de Rambo, ¿sabes? Pero muy chulo, el mango tiene forma de bastón de caramelo, con líneas rojas y blancas. Es para que los niños no se asusten tanto cuando se han portado mal y tenemos que destriparlos. Es muy útil, la verdad, aunque siempre he pensado que los padres deberían educar a su hijos para que huyan de un tipo con un cuchillo, tenga la forma que tenga.
      —¿Por qué le habéis cortado la cabeza? ¡Monstruos!
      —Es más fácil cargar con cabezas que con todo el cuerpo. Rudolph, enséñale la del tío aquel que se comió un murciélago el año pasado y la lió pardísima en todo el mundo.
      —No tenemos fotos de aquel, señor, no pudimos acercarnos mucho, así que enviamos un Furby explosivo para que hiciera el trabajo.
      —Ya veo. Bueno, te haces a la idea, Núria.
      —¿Quiénes sois? ¿Sois psicópatas disfrazados de Papá Noel y lo que seas tú?
      —No, no, no. Esto no son disfraces, somos los genuinos Santa Claus y Rudolph. Hacemos nuestro trabajo. Llevamos regalos a los niños buenos y le damos pasaporte a los malos. Y tú, Núria, has sido muy mala, como tu novio.
      Núria llevaba un buen rato intentando librarse de las ataduras, pero como se me acaba de ocurrir en este punto de la historia, lo meto aquí, que también queda bien.
      —¡No hemos hecho nada! ¡Soltadme!
      Santa Claus chasqueó los dedos y le dijo a Rudolph que le trajera la lista. El de las astas obedeció pero, por lo bajinis, dijo: «Qué manía con el chasquidito de las narices, tiene complejo de Thanos o algo así el puto viejo». Santa Claus cogió un rollo y lo desenrolló. Valga la redundancia.
      —Veamos… —El gordo se puso unas gafas pequeñas—. Llevas todo el año evadiendo impuestos. Robaste unos cuantos paquetes de papel higiénico y los revendiste a precio de oro en Wallapop.
      —¡Eso fue en 2020!
      —¡No interrumpas a Santa! —dijo Rudolph asestándole un tortazo a Núria.
      —Gracias, Rudolph. ¿Por dónde iba? Aquí, papel higiénico. ¿Dices que fue el año pasado? Ya veo. Bueno, es que estos dos años han sido un poco caóticos y se nos han juntado las cosas. Perfecto, pues lo tacho. —Santa Sacó un boli de algún sitio, hizo unas rayas en la hoja y se la enseñó a Núria—. Ya está, tachado, ¿ves? Sigo. Has acosado a gente en Twitter. Sobre todo a famosos. Sobre todo a Brie Larson. ¡Brie Larson, Núria! ¡Has acosado a un ser de luz! Eso no está bien, chata. Y por último has hecho spoilers de la última peli de Spider-Man, ¡el mismo día del estreno!
      Santa Claus enrolló el rollo. Valga la redundancia. Se lo entregó a Rudolph con un chasquido y el de las astas pensó, por un momento, que ese último chasquido, lo había hecho para joder.
      —Como ves, has tenido un año bastante completo.
      —¡Pero eso no son motivos para matar a alguien y-y-y… decapitarlo!
      —¡OYE, NIÑATA, TÚ A MÍ NO ME DICES CÓMO HACER MI TRABAJO! Solo faltaría. Rudolph, el pañuelo.
      Esta vez no chasqueó los dedos, pero solo porque estaba muy enfadado con Núria.
      El de las astas cogió el trapo que cubría el carrito y tiró de él. La luz de los focos iluminó una bandeja de aluminio sobre la que descansaban varios utensilios: un taladro, un martillo, unas tenazas, una cizalla, una batería de coche con sus pinzas y un cuenco con nueces peladas.
      —No te voy a mentir, Núria. Esto te va a doler.
      Santa se acercó al carrito y pasó las manos sobre cada herramienta. La dejó suspendida sobre el cuenco de nueces y sonrió.
      —Eres alérgica a los frutos secos, ¿verdad, Núria?
      —¡Estáis enfermos!
      —Eso es un sí. ¿Hemos tenido alguna vez una cabeza hinchada, Rudolph?
      —No que yo recuerde, Jefe.
      —Genial. ¿Algo que decir antes de que empecemos con la sesión, Núria?
      Pero Núria lo único que pudo hacer fue llorar, vomitar, sorberse los mocos, mearse y preguntándose por qué narices olía aquella nave a fuet.

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