
Lagunas. Imagen libre de licencia: Pexels.

ALGUNA VEZ te has despertado en una casa que no conoces, con un dolor de cabeza de tres pares de cojones, la boca pastosa, sin recordar quién coño eres, cubierta de sangre de los pies a la cabeza y la extraña sensación de haber asesinado a alguien pero no tenerlo muy claro? Te diría que yo no lo había experimentado antes pero, al no tener ningún recuerdo de mi vida antes de estos cinco minutos que llevo despierta, podría ser mentira. Es cierto que tampoco tengo claro si soy una persona mentirosa, pero ahora mismo me gusta pensar que no lo soy, así que mejor no te lo digo. Quién sabe si soy una suerte de asesina en serie y esto es mi pan de cada día. Espero que no, aunque, si lo soy, no debería importarme demasiado.
La casa en la que estoy tiene dos plantas, yo me encuentro en la superior, en un dormitorio con la cama destrozada: el somier está partido por la mitad, en horizontal y al colchón le sobresalen los muelles y la espuma, como si alguien lo hubiera destripado. ¿He sido yo? Ahora mismo no se me ocurre un motivo coherente para querer asesinar un colchón, las cosas como son. En la pared hay pósters colgados con chinchetas, rajados por varias partes y salpicados de manchas que no sé identificar, pero que le otorgan a la estancia un aroma nauseabundo que se mezcla con el que yo emito, que no es precisamente un olor a rosa silvestre. En un rincón hay un gran espejo de pie, y una chica joven, con la cabeza afeitada, una talla 60 de pantalón y una 3XL de camiseta, me devuelve la mirada. Me acerco a ella y la contemplo de los pies a la cabeza: lleva botas militares y un pantalón tejano con cuadrados anchos rojos y negros, el torso lo tiene cubierto por una camiseta de tirantes que en algún momento del pasado cercano fue blanca, pero que ahora está completamente manchada de rojo, con trozos de carne pegados aquí y allá. Soy yo, pero ¿quién soy yo? De momento puedo decir que tengo unos ojos preciosos y que su azul resalta por encima de la sangre oscura que me baña la cara.
—¿Qué cojones me ha pasado?
Mi voz me sorprende, es grave y desconocida. Es realmente extraño no reconocer la voz que sale de tu propia boca. Debe ser equiparable a la sensación de enamorarse perdidamente de alguien y, al cabo del tiempo, descubrir que es gilipollas, o que no le gusta la pizza, o peor: que es un gilipollas al que no le gusta la pizza. Digo debe ser equiparable, porque no sé ni si he estado perdidamente enamorada de alguien, gilipollas o no, y no tengo claro si me gusta la pizza. Esto último espero que sí, no me gusta la idea de ser de esa clase de psicópatas. Puedo lidiar con cualquier tipo de… tara, pero no creo que pudiera soportar ser de ese tipo de gente que rechaza un trozo de pizza.
Me despido de mi yo, y echo un vistazo a mi alrededor. La mujer del espejo debe tener unos veintiséis años, pero la decoración del dormitorio corresponde a una niña. Hay juguetes por el suelo, muchos de ellos destrozados, hay libros para pintar, pero la persona que los ha pintado no domina demasiado lo de no salirse de la línea. Los pósters pertenecen a personajes de dibujos de un público infantil, a juzgar por el estilo del dibujo. Uno de ellos tiene una niña de piel marrón y un peinado que no sé describir, pero que lo tiene a media melena. Viste una camiseta rosa, unos pantalones cortos rojos y la acompañan un mono y una mochila con ojos y boca. Me inquieta la mochila, algo me dice que puede sacarte de quicio sin despeinarse.
Decido salir del dormitorio. Abro la puerta y me enfrento a un pasillo largo que desemboca en unas escaleras. Hay dos habitaciones más, una a mi izquierda, al final del pasillo, y otra delante de mí. La que está a mi derecha tiene la puerta cerrada, salpicada de sangre, la de la de enfrente está descolgada del gozne superior y deja ver una habitación en peores condiciones que la que acabo de abandonar: tiene la ventana rota. Bueno, no es exacto, no hay ventana, la pared tiene un agujero enorme de unos dos metros de alto por uno de ancho. La cortina que cuelga del techo, gris con estampado de sangre, se cuela por el agujero y se sacude al viento del exterior. La cama no está rota, y parece que nadie tenía problemas personales con ese colchón, pero sostiene el peso de un armario ropero volcado. El escritorio está partido en dos, hundido por el centro y todo el suelo está lleno de libros. En una de las paredes hay un ordenador portátil, cerrado y clavado en el yeso. Creo que es lo que más llama mi atención. ¿Cómo se clava un ordenador en la pared?
Prefiero no entrar y bajar al piso inferior. No te voy a mentir, me da miedo lo que pueda encontrarme.
Piso el primer escalón y me detengo al escuchar el crujido bajo mis pies. Maldigo, aunque no sé el motivo. Sigo bajando y noto un olor extraño, huele a huevos podridos y a óxido. A mi izquierda hay una pared con retratos colgados de sus marcos torcidos, uno de los marcos ha caído y está tirado en un escalón. Lo piso y el cristal revienta bajo la suela de mi bota. A mi derecha una barandilla de madera me separa de un pasillo en el piso inferior. Hay una puerta abierta que da a la cocina. Las paredes están llenas de sangre, algunos cacharros de cocina están tirados por el suelo, junto a un cuerpo del que solo veo las piernas, desnudas desde los muslos hasta los pies. Parece una mujer, llena de cortes y tendida sobre un charco de sangre.
«Mierda», pienso asqueada.
Sigo bajando y termino en el salón. Las cortinas están descolgadas de su soporte, tiradas en el suelo bajo la ventana, adaptándose a un cadáver que está sentado apoyado en la pared. La tela blanca ensangrentada de las cortinas solo deja al descubierto la mitad inferior de las piernas, cubiertas por un pantalón tejano. No tiene pies y, donde deberían estar éstos, solo hay dos muñones sangrantes. Hay un sofá de tres plazas, con la espuma saliendo por varias heridas profundas. Junto al tresillo, una butaca con orejeras, en una de las orejeras descansa la cabeza ladeada de un anciano pálido con un corte horizontal en el cuello.
«Una decoración un poco grotesca», me dice una voz en la cabeza. Es mi voz, pero tiene un tono que no me gusta, parece que todo eso le divierte.
—¿Qué cojones he hecho?
En cuanto digo eso escucho un crujido proveniente de una sala que hay a la derecha. De la puerta, que no es más que un arco, aparece un tipo enorme, calvo, con la cabeza llena de tatuajes y vestido con un traje negro de seda, con camisa del mismo color y corbata roja. La ropa le queda pequeña, ajustada peligrosamente a sus músculos.
Me mira con la cabeza ladeada. Sus ojos son terroríficos: el globo ocular es negro y el iris, sin pupila, es completamente blanco.
—¿Dónde está Kulius? —me pregunta el mastodonte. Tiene la voz tan grave que parece hablar con un modulador de voz.
—¿Quién?
Silencio. El tipo ya no tiene la cabeza ladeada. Camina hacia mí, pellizcándose el tabique nasal y suspirando.
—¿Otra de tus lagunas?
Su forma de hablarme no es amenazadora. Me conoce y, por lo que parece, desde hace mucho tiempo.
—¿Quién eres y qué ha pasado aquí?
Retrocedo al tenerlo cerca, es como una montaña, sería capaz de eclipsar el sol y darle sombra a un par de personas en un día caluroso de picnic en el campo.
—¿Aquí? —dice abriendo los brazos y las manos y meciendo un poco el tronco a derecha e izquierda para abarcar tooooda la sala—. Aquí has pasado tú, Ponzo.
La palabra que usa para dirigirse a mí hace que me dé un vuelco el corazón. Me suena. «Ponzo». Me suena mucho, joder.
El tipo me mira y suspira de nuevo.
—¿Kulius está muerto? He escuchado jaleo ahí arriba y luego has estado muy callada.
—¿Quién es Kulius?
—Nuestro objetivo. Mierda, te lo voy a tener que explicar todo de nuevo. —Suspira—. Ya le dije a la vieja que era arriesgado meterte en otra misión tan pronto. Tu nombre es Ponzoña, bueno… es tu apodo, nadie sabe cómo te llamas, ni siquiera tú. Tus amigos te llamamos Ponzo, porque no somos la gente más creativa del mundo, eres asesina y tienes ciertos problemas de ira acumulada. Yo soy Marbus, tu compañero. Aunque la verdad es que solo te acompaño para asegurarme de que no te pasas de la raya. —Miro a mi alrededor. Si realmente he hecho yo todo eso, deduzco que el tal Marbus no es muy competente en su tarea—. Kulius lleva años evadiendo a la organización, escondiéndose. El hijo de perra había formado una familia y todo. Pero la gente se hace vieja y descuidada, y alguien le reconoció un día en el autobús mientras discutía con una vieja a la que no quería cederle el sitio. ¿Te imaginas ser descubierto porque te pesan tanto los huevos que no puedes ir de pie en el bus?
—El karma.
No sé por qué he dicho eso.
Marbus me mira con la boca abierta y estalla en una carcajada.
—¡Exacto, joder! ¡El puto karma! Vamos arriba, a ver qué has hecho con ese cabrón.
El tipo me pone la mano en el hombro y, sin siquiera darme cuenta, le cojo de cuatro de sus dedos, tiro hacia arriba, doblándole la muñeca, le paso la pierna izquierda por detrás de la suya, y empujo con todo mi cuerpo a un mastodonte que me saca tres cabezas y al que no le costaría nada arrancarme la mía.
Marbus abre mucho los ojos y la boca. Tiene unos colmillos gruesos y afilados. En menos de lo que se tarda en decir: «No me toques, pedazo de mierda con piernas, o te reviento los dientes a hostias», la montaña está en el suelo boca arriba, con mi espinilla en su nuez y un cuchillo que no sé de dónde cojones he sacado pegado a su gorda nariz.
Jadeo del esfuerzo y de la excitación. No sé cómo he hecho eso, pero lo he hecho y me encanta.
—¿Qué coño haces, Ponzo? —dice Marbus con esfuerzo. Mi pierna le dificulta el habla y la respiración.
—No tengo ni idea, pero algo aquí me huele mal.
—Es el azufre.
—¿Qué? —Husmeo y vuelvo a notar el olor a huevos podridos y óxido. Azufre—. ¡No! Me refiero a que hay algo que me da mala espina.
—Ah, vale, mea culpa. Sal de encima mío y deja que te lo explique.
Sigo jadeando. No sé qué hacer.
Finalmente aflojo la presión y Marbus aprovecha para meter sus manazas entre mi pierna y su nuez y me lanza por los aires, haciendo que me estrelle contra el suelo.
El cuchillo que tenía en la mano se me cae. Marbus se levanta, se acerca a mí y me coge del cuello. Me levanta del suelo como si pesara menos que un saco de plumas y me estampa contra la pared.
—Ya sabía yo que no iba a colar —dice Marbus—. Le dije a la vieja que te matásemos mientras estábamos a tiempo. Un tiro en la sien mientras duermes y a la mierda. Pero te tiene cierto respeto profesional. «Mata a su familia, hagámosla sufrir un poco. Manda a Rois, —al escuchar ese nombre noto un pinchazo en la cabeza que me atraviesa de sien a sien, y me viene la imagen de una mujer asiática, preciosa y sonriente, jugando con dos cuchillos mientras me mira con sus ojos rasgados y negros. De repente su imagen se transforma en las piernas que he visto en la cocina—, a Hulian —un tipo joven de mandíbula cuadrada, delgado y alto, me saluda con un guiño en mi mente, para luego aparecer sentado en el suelo, cubierto por una cortina— y a Kulius. —Un viejo de pelo en las sienes y la nuca me viene a la mente, escupe al suelo constantemente, hasta que su cuello abierto horizontalmente le deja en una butaca con orejeras—, pero haced que parezca un accidente. Destruid la casa». Al llegar aquí ni rastro de tu familia, solo estabas tú. Alguien te sopló que veníamos a joderte. Ya no había tiempo de largarse, teníamos que matarte, pero eso no es nada fácil. ¡Joder, me he tirado una hora peleando contigo después de que te cargaras a esos tres hijos de puta! Por un momento he pensado que destrozaríamos toda la casa antes de conseguir matarte. Y cuando pienso que he conseguido acabar contigo, tirada en el suelo, sin moverte ni un poco, ¡bajas como si no te hubiera hecho nada! ¡¿POR QUÉ NO TE MUERES?!
Abro los brazos de par en par y él los mira, luego los cierro con fuerza, llevando las palmas de ambas manos a sus sienes en una palmada que hace que se tambalee, me suelte y se sujete la cabeza, como si estuviera a punto de reventarle. Corro hacia el cuchillo que se me ha caído, me planto en su espalda y le rodeo con mis brazos, sujetándole por la barbilla con la mano libre, para dejar al descubierto el cuello por el que pienso pasear la hoja de mi cuchillo.
—¡No, espera, esper…!
Un movimiento rápido y la pared recibe un chorro de sangre oscura y espesa, creando un dibujo negro que en algún museo pasaría por una obra de arte que la gente miraría largo y tendido mientras se pellizca la barbilla y asiente muy interesada. Malbus, si es que se llama así, cae al suelo y debajo de él empieza a formarse un charco.
Escupo. Me parece algo importante de hacer en este momento. Le doy una patada para asegurarme de que está muerto y es como patear una roca anclada al suelo.
Suspiro y miro a mi alrededor. Recuerdo las caras, conozco los nombres, pero sigo sin saber quién es esa gente o quién soy yo. Quiero respuestas y las voy a buscar, pero primero tengo que limpiarme la sangre y descubrir algo que lleva mucho rato rondándome la cabeza: ¿me gusta la pizza? ■
POR DARME LA IDEA CUANDO ESTABA ATASCADO