Primeras palabras 15: La consola

Vemos un primer plano de una hoguera, el fuego quema la madera y está un poco inclinado hacia la derecha, seguramente debido al viento. El relato se titula: La consola.

La consola. Imagen libre de licencia: Pixabay

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La consola es un relato de fantasía cómica perteneciente a «Primeras palabras», una subsección dentro de «Juegocuentos», en ella escribiré un relato que tendrá que empezar por la frase que una seguidora o seguidor de mi cuenta de Twitter me propondrá.

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• LA FRASE A AÑADIR ES:


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Y ASÍ, niños y niñas, es como acaba esta historia… o no.
      Los críos, sentados alrededor de la hoguera, miraron a la maga con los ojos y la boca abiertos de par en par. Estaban agotados por la emoción, las estrellas se habían movido en el firmamento, para componer imágenes que ilustraban la historia que acababa de contar la mujer. Ésta guardó su varita en un maletín abierto, lo cerró, lo cogió y se alejó del fuego a paso ligero.
      Cuando se adentró en el bosque que había cerca de la aldea, una voz, detrás de un grueso árbol, hizo que se detuviera.
      —Bonita historia.
      De detrás del tronco apareció un hombre muy alto y muy delgado, negro, con los dientes amarillos y unos ojos enormes y completamente blancos.
      —Rushat —dijo la bruja sin emoción alguna, como quien dice «Gracias por tu opinión, que no he pedido en ningún momento»—. ¿Qué se te ha perdido en este lado del planeta?
      —Estaba dando un paseo por el infierno y me ha llegado el olor de una ladrona a la que conocí hace muchos años. Así que me he preguntado: «¿Qué será de mi vieja amiga Tampesta?».
      —Me halagas, querido.
      Tampesta había metido la mano en la maleta y cogido la varita. Rushat le miró la mano y luego sonrió.
      —Sabes que eso no sirve conmigo, Tampesta. Además, si no recuerdo mal, el Oscuro te quitó la magia hace diez siglos.
      —Cierto, la varita no me sirve para lanzar conjuros, pero si me tocas mucho el coño te puedo apuñalar un ojo con ella.
      Rushat lanzó una carcajada y luego levantó las manos en señal de rendición.
      —Vengo en son de paz, Tampesta, no hace falta que seas tan violenta. —Señaló con la cabeza a la aldea en la que Tampesta acababa de actuar—. ¿Cómo lo has hecho?
      —¿Qué cosa?
      —Que miren al cielo como si fuera la pantalla de un autocine. No es posible que estuvieran viendo nada.
      —La mente es poderosa…
      —Y las drogas acentúan ese poder, ¿verdad?
      Hubo un silencio incómodo y Tampesta puso esa cara que ponen los niños cuando les preguntas quién ha arrastrado la silla hasta la cocina, se ha subido a ella y ha cogido el tarro de galletas guardado en el altillo, y ellos señalan al gato.
      —No te juzgo, que quede claro. Simplemente me sorprende que pierdas el tiempo de esa manera, cuando podrías estar luchando junto al Oscuro.
      Tampesta se encogió de hombros.
      —Tengo ciertos límites, Rushat. No suelo trabajar con gente que me roba los poderes, me esconde el mando de la tele o se come el último trozo de pizza.
      Rushan asintió, dando por buena la respuesta.
      Suspiraron. La conversación había llegado a un punto muerto y, si estuvieran en un ascensor, ahora sería el momento ideal para decir: «Está el tiempo loco, ¿eh?».
      —¿Qué quieres de mí, Rushat? Quisiera largarme de aquí antes de que a esos paletos se les pase el efecto de la… magia.
      —Venía a decirte que puedo devolverte los poderes si me echas un cable con un asunto.
      La ceja de Tampesta se arqueó y, en ese momento, supo que no sería una buena jugadora de póquer. Rushat, por su parte, sabía que, si ahora Tampesta le decía que no le interesaba, se estaría marcando un farol.
      —¿Cómo es eso posible?
      —Puede que alguien haya robado el orbe donde está almacenada tu magia.
      Tampesta tragó saliva.
      —¿Y conoces a ese alguien? ¿Cómo puedes saber algo así? No creo que la gente vaya por la vida diciendo: «¡Tronco, le he robado un orbe al Oscuro!». No lo sé, Rick, me parece falso…
      —Yo he robado el orbe, Tampesta.
      A la mujer todavía le costó un poco entenderlo. Tampesta era una bruja poderosa —o lo había sido en otro momento—, pero no era la persona más rápida del mundo captando las cosas.
      —¡Oh! —dijo por fin.
      Rushat puso los ojos en blanco, cosa que, al tenerlos ya en blanco de nacimiento, se convirtió en una redundancia corporal.
      —¿Y por qué quieres devolvérmelos?
      —Porque necesito a una maga para un trabajo. Mis poderes de demonio son insuficientes.
      La mujer miró con desconfianza a Rushat, luego se paró a pensar. Los demonios usaban poderes mágicos, pero eran distintos a los que usaban magas o brujas, como también eran distintos los poderes mágicos de elfos y los vampiros.
      —Tus poderes son superiores a los míos, Rushat, solo hay un sitio en el que podría superarte. ¿Por qué necesitas que te acompañe al infierno?
      Tanto Rushat como ella se sorprendieron de la facilidad con la que había atado cabos.
      —Hay algo que quiero… extraer de allí, pero está escondido en una cámara, sellada con un conjuro que yo no puedo romper.
      Las cejas de Tampesta se alzaron y guardó silencio, invitando a Rushat a que siguiera explicándole.
      —Quiero secuestrar al hijo de Lucifer.
      Un relámpago cruzó el cielo y luego un trueno hizo que el suelo retumbara. No tenía nada que ver con que Rushat hubiera dicho Lucifer, era simple casualidad. La misma casualidad que se da cuando no quieres ver a alguien y te lo encuentras hasta en la sopa.
      —Estás mal de la cabeza —dijo Tampesta con cierta razón—. ¿Por qué querrías hacer una idiotez semejante?
      —Para hacer que el Oscuro espabile. ¿Sabes a qué se dedica ahora?
      —Sorpréndeme.
      —Está enganchado a la Wii.
      —¡Monstruo! —gritó Tampesta fingiendo (o mejor dicho sobreactuando) indignación.
      —¡Ya no nos fustiga! En vez de eso ha hecho que le creen un juego con el que fustigar a los personajes. Cuando le decimos que podría hacer lo mismo en la vida real, nos mira, se rasca la barriga peluda, llena de restos de Cheetos, y eructa. Se vuelve a concentrar en el juego y así pasa horas, días, semanas… ¡lleva once años jugando a la Wii, Tampesta! ¡Ni siquiera la comparte con nosotros!
      —Pues una de las mejores cosas de la Wii es jugar con amigos.
      —¡Lo sé! Por eso hemos trazado un plan en el infierno: secuestramos a su hijo, lo llevamos entre los humanos y le decimos al Oscuro que han sido ellos. Lucifer se pillará un cabreo de tres pares de cuernos, dejará el mando de la Wii y volverá a ser el de siempre. Es cierto que morirán muchos humanos inocentes. ¿Pero a quién cojones le importan esos mierdas?
      —¿Y por qué yo?
      —Porque eres una maga y…
      —Pero no soy la única maga que existe, Rushat.
      —Ah… Bueno, tú… porque… a ver… es que… las otras no han querido.
      Tampesta reaccionó a aquello como si le hubieran dado un bofetón con un anillo particularmente grueso.
      —¡Soy tu última opción!
      —¡Hala, hala! ¡Es que si lo dices así, suena horrible! Yo no diría que eres mi última opción…
      —¿Qué dirías?
      —¿Que eres mi as en la manga?
      —Es un eufemismo para decirme que soy tu última opción.
      Rushat iba a responder, pero era absurdo negar la evidencia, además, Tampesta estaba especialmente despierta ese día.
      —Sabía que contigo aseguraba el tiro, Tampesta. Porque las demás no tenían nada que ganar con este trabajo, pero tú puedes recuperar tu magia.
      «Hijo del averno», pensó Tampesta al darse cuenta de que el muy cabrito tenía razón. Echaba de menos la magia, echaba de menos convertir en sapo al primer gilipollas que le quitara el sitio en el metro o le dijera «Hasta el año que viene» al despedirse de ella el 31 de diciembre.
      Se hizo un poco la interesante, pero sabía que Rushat tenía claro que iba a aceptar. Llevaba mil años sin sus poderes, día arriba, día abajo. Había leído varios libros de autoayuda para conseguir dejar de echarlos de menos. Había intentado por activa y por pasiva dejar de gritar conjuros. Maldecía, pero sus maldiciones no se cumplían, ni siquiera cuando escupía al suelo. Se sentía como un adicto al móvil cuando pierde la cobertura en el Amazonas y no puede subir a Instagram cómo un banco de pirañas se han comido al Caniche.
      —Eres un cabrón —dijo Tampesta.
      —En realidad soy un chivo, pero entiendo a qué te refieres. ¿Entonces aceptas?
      —Primero quiero mis poderes.
      —Obvio, es el primer paso del plan. Creía que había quedado claro cuando te he dicho que necesitaba tus poderes…
      —¿Has dicho que ninguna otra había aceptado el trabajo? —interrumpió Tampesta con una voz que solo podía indicar que ya le estaba tocando el coño y que en cualquier momento le iba a apuñalar el ojo.
      Rushat se calló, había pillado la amenaza, porque a él se le daba bien pescar las indirectas, tenía un sexto o un decimocuarto sentido para esas cosas.
      Tampesta suspiró y luego guardó la varita en la maleta.
      —Como me pille Lucifer, me va a volver a quitar la magia y luego me va a meter el orbe por donde no alcanza el sol.
      Rushat dio unas palmaditas y lanzó un gritito agudo. Estaba encantado con la idea de desenganchar al Oscuro de la maldita Wii. Lo que no sabía el pequeño demonio, era que Nintendo estaba a punto de lanzar la consola Switch, y eso iba a hacer que Lucifer se quedara otra vez pegado al sofá y su hijo permaneciera para siempre en el mundo de los humanos, criado por una familia de Cadaqués y que, algún día, cuando creciera, se convertiría en un superhéroe. O quizá aniquilara a toda la humanidad por culpa de su instinto. Qué se yo.

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