Microficción 226: De relax

En primer plano vemos un vaso de cerveza muy fría, con la condensación en el cristal. Al fondo una barandilla de metal y, más allá, el mar. Hay oleaje, pero no está picado. El cielo está salpicado de nubes blancas. El relato se titula: De relax.

De relax. Fotografía: M. Flóser.

De relax es un relato de fantasía cómica perteneciente a la sección Microficciones, en ella publico historias de temática libre. Microficciones es la categoría principal de este blog.

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LE ENCONTRÉ en una terraza de Sitges, tomándose una clarita mientras se fumaba un puro y contemplaba el mar. Vestía pantalones rojos, largos, remangados hasta las rodillas, y se había quitado las botas New Rock, que descansaban en el suelo de cualquier manera mientras él apoyaba los pies, gruesos y llenos de vello blanco, en una baranda que servía como único obstáculo entre el agua picada y él. Llevaba gafas de sol Ray-Ban, el puro sujeto entre los dientes y una barba espesa y blanca, manchada de amarillo en la zona del bigote, retorcido por las puntas al estilo rococó. Los brazos, descubiertos, eran gordos pero fuertes y estaban llenos de tatuajes con temática navideña. Las manos también estaban tatuadas, y tenía los dedos, gruesos, llenos de anillos. El torso estaba cubierto por una camiseta de tirantes blanca que se ajustaba a su abultada y dura barriga. El puro solo abandonaba la boca cuando le daba un trago a la cerveza, para regresar inmediatamente a su sitio justo después de lanzar un suspiro de placer.
      —Buenas tardes, Santa. —Recuerdo haber dicho.
      Él se sobresaltó, me había acercado por su espalda.
      Lanzó una serie de improperios, entre los que estaba: «¡Por todos los muérdagos!» y me miró de abajo a arriba, recorriéndome los zapatos de cuero verde con puntera erizada hacia arriba, los pantalones rojos, el grueso cinturón de hebilla dorada y la camiseta roja. Llevaba una mano en el bolsillo y sujetaba entre mi costado y el brazo una chaqueta de cuero a juego con mis zapatos.
      Santa chasqueó la lengua con disgusto.
      —¿Qué coño haces aquí? —preguntó con su voz atronadora.
      Dio una calada al puro, mantuvo el humo en la boca unos segundos y luego lo dejó ir, mirándome a través de él, con la ceja arqueada.
      —Hay que volver al taller —dije incómoda, me toqué la oreja izquierda, tan puntiaguda como habría sido la derecha si no la hubiera perdido en un accidente laboral que involucabra dos cosas: cosa 1: una de esas cajas de las que sale un payaso disparado por un muelle, y cosa 2: un cuchillo que alguien poco profesional (o con un sentido del humor demasiado… especial) puso en la mano de dicho payaso.
      Santa no me respondió enseguida, volvió a mirarme de los pies a la cabeza antes de decirme:
      —¿Quieres una cerveza?
      La quería. Había viajado desde el Polo Norte hasta Sitges.
      —No.
      —Mientes.
      —Sí.
      —Tómate una cerveza.
      Suspiré, pero me senté a su lado. Él alzó su vaso de cerveza y le hizo una seña al camarero, señalando el vaso y alzando el dedo índice y el medio.
      En mi defensa debo decir que nadie le dice que no a Santa Claus.
      —El taller… —Empecé a decir.
      —Primero la cerveza —interrumpió él.
      Le miré, lo tenía a mi derecha. Parecía contemplar el cielo despejado, pero desde mi posición podía verle los ojos tras las gafas de sol. Los tenía cerrados y el cristal le proyectaba un reflejo color sepia en las cuencas. El bigote, poblado, ocultaba una sonrisa plácida. Su pecho se movía por la respiración profunda.
      —Me vas a desgastar —dijo de repente en un susurro que casi gutural.
      El camarero llegó con las bebidas. Era guapísimo. De esa clase de hombres a los que deseas atar al cabecero de la cama con correas de cuero y preguntarle quién manda ahí. Dejó las dos cervezas, me miró y me guiñó el ojo, dedicándome una sonrisa perfecta que le pronunció dos hoyuelos en las mejillas. Cuando se alejó le seguí con la mirada.
      —Un poco joven para ti —dijo Santa.
      —Solo quinientos años más joven —respondí sonrojada.
      —¿Qué son quinientos años?, ¿verdad?
      Cogí la clara y le di un trago. Tenía más limonada que cerveza. Se me hincharon los carrillos por el líquido y luego me lo tragué como quien se traga la medicina más asquerosa que haya probado.
      Cuando dejé el vaso en la mesa me di cuenta de que Santa se había encorvado hacia delante y apoyaba sus poderosos brazos tatuados en el regazo.
      —¿Te ha mandado mi mujer? —preguntó de repente.
      Me sentía muy incómoda y no quería responderle, así que le di otro trago a aquel brebaje, lo mantuve en la boca, notando el cosquilleo de las burbujas en la lengua y en las mejillas, y asentí.
      Santa se golpeó la rodilla con rabia a la vez que maldecía algo como: «¡Turrones!». Me asusté y estuve a punto de atragantarme con la bebida. Tragué y traté de respirar hondo.
      —¡Estamos en octubre, por el amor de Dios! No puede uno ni relajarse.
      —Pero el taller… —No sabía cómo decir aquello. Eran demasiados siglos de trabajo y aquel hombre adoraba ese taller casi tanto como le gustaban los telefilmes navideños—. El caso es que el taller…
      —Ha sido destruido —dijo él—. Incendiado.
      —Exacto. Espera… ¿cómo lo has sabido?
      —Sería raro no recordar algo así, me tendría que haber dado un golpe en la cabeza después de reducir ese antro a cenizas.
      —¡¿HAS SIDO TÚ?!
      Mi grito sonó con un eco ni esperado ni deseado. La gente se giró hacia mí, empezó a cuchichear y a señalarnos. Santa no se alteró, cogió su vaso y le dio un largo trago, luego se acomodó en la silla y le dio una calada profunda al puro.
      —¡¿Has sido tú?! —dije susurrando un grito.
      —Sí, he sido yo. —Se terminó la cerveza, miró el vaso con desaprobación y me lo señaló—: ¿es cosa mía o entra muy poca cerveza en estos vasos?
      —¿Pero por qué?
      —Pues porque me la he acabado de dos tragos. ¿Tanto les cuesta ponerme una jarra?
      —¡¿Que por qué has destruido el taller?!
      Santa se encogió de hombros.
      —Estaba harto.
      —¿Harto?
      —Harto.
      —Estabas harto.
      —Sí, estaba harto.
      —¿De qué?
      —De la Navidad, de las cartas interminables de millones de niños mimados y de otros pidiendo imposibles. ¿Sabes la cantidad de mocosos que me escriben pidiendo que «mamá y papá, o papá y papá, o mamá y mamá vuelvan a quererse»? ¿Tengo cara de asesor matrimonial? —No sabía qué responder, desconocía y desconozco qué cara tienen los asesores matrimoniales—. Incluso he recibido amenazas. Una vez abrí una cara que decía algo así: «Oye, gordo mierdas, ¿de qué vas (vas con be)? Yo te pedí la PS15 y me has traído (escrito m’has traio) un pijama de la Lady Bug esa. Como te pille te voy (con be) a reventar (con uve, pero con hache intercalada)». Estoy harto de pasarme toda la noche en el trineo, recorriéndome el mundo entero. ¿Sabes que mientras en unas zonas hace un frío que jode, en otras te sobran hasta los pezones del calor que hace? Al día siguiente no hay año que no acabe con un trancazo de cojones y ya no estoy en edad de arriesgarme. Estoy harto de las quejas de los renos, de las de algunos de tus compañeros elfos y, por encima de todo, estoy harto de pasarme meses creando regalos para que luego nadie me dé las gracias. Antes (y te hablo de hace muchísimas décadas), la gente me dejaba un vasito de leche caliente y galletas. Que me parecía una puta mierda, ojo, y habría preferido un roncola y unos puritos, pero algo era algo, joder.
      Cuando terminó estaba tan rojo como un británico veraneando en Sevilla. Se notaba que llevaba mucho tiempo queriendo soltar todo aquello.
      —¿Y qué pasará con la Navidad?
      —¡LA NAVIDAD ES UN FRAUDE!
      La gente se giró para mirar a Santa y yo reprimí un grito de horror parecido a cuando te estás metiendo poco a poco en el agua de la playa porque está fría y, de repente, una ola algo hija de su madre decide echarse encima tuyo.
      —¡No puedes decir eso, Santa!
      —Creo que ya lo he dicho. No hay ninguna carta que no empiece por: «Querido Santa, este año he sido muy bueno». ¡Ja! ¡Paparruchas! Se creen que no tengo forma de saber si eso es verdad. Spoiler alert: la mayoría miente. ¡¿Cómo le puedes mentir a Santa Claus?!
      —La gente le miente al mismísimo Jesucristo —dije dejándome llevar, pero arrepintiéndome en seguida de no haberme llenado la boca de cerveza antes de hablar.
      Santa me dio una palmada en la espalda que casi me tira al suelo.
      —¡Tú sí que sabes, joder!
      —Santa, no puedes dejar a la gente sin regalos de Navidad.
      —Puedo y lo haré.
      —Pero dejarán de creer en ti.
      —¿Y?
      —Que si dejan de creer en ti desaparecerás. Como Odín, como Zeus, como… como… como las Ketchup.
      —Ya he pensado en eso. No dejarán de creer en mí.
      Había un tono en la voz de Santa que no me gustaba ni un pelo. Tomó mi silencio como una invitación para seguir hablando. Se inclinó hacia mí y me pidió que yo hiciera lo propio. Cuando estuvimos a escasos centímetros se quitó el puro de la boca y, tras soplar el humo y ahuyentarlo con dos sacudidas de la mano para que no me molestase, me dijo al oído:
      —Voy a cambiar de negocio. —Se apartó un poco y me miró a los ojos con una sonrisa enorme. Se había bajado las gafas de sol y los ojazos azules le brillaban—. Voy a secuestrar niños. Me levanté de la silla con un respingo. Él se echó hacia atrás, sorprendido de mi reacción. ¡Sorprendido! Como si le molestara que me escandalizara algo así, como si le hubiera dicho que, en mis ratos libres, mi afición era batear cachorros de perros. Aunque, teniendo en cuenta lo que me acababa de decir, posiblemente si le hubiera comentado algo tan atroz, correría a buscar su bate de béisbol favorito y se habría apuntado al plan.
      —¡No puedes estar hablando en serio!
      Santa se levantó, descalzo, me cogió de la muñeca y me sentó de nuevo en la silla.
      —¡Cierra la boca, condenada elfa! ¿Es que quieres que alguien me robe la idea?
      —¡Nadie te va a robar esa idea!
      —La gente es muy fan de lo ajeno.
      —¿Santa, me lo estás diciendo en serio?
      —¡Ho, ho, ho! ¡Pues claro que te lo estoy diciendo en serio!
      —¿Qué coño tiene ese puro que te estás fumando?
      —No seas idiota. Es una idea magnífica. Le dejo todo el negocio a mi mujer y yo desaparezco para centrarme en lo mío.
      —¿Desapareces? ¡Un momento! —Al ver que había entendido todo lo que ocurría, Santa lanzó una de sus habituales risotadas—. Has destrozado el taller para que parezca un accidente y te den por muerto.
      Santa se dio unos golpecitos la punta de la nariz con el dedo índice, algo que, de donde él venía, significaba que habías entendido de qué hablaba.
      —Tengo hasta un nombre nuevo, lo tengo todo pensado. Me tomé la cerveza que me quedaba de un trago y le hice señas al camarero macizo para que me pusiera otra.
      —Sorpréndeme —dije casi con resignación.
      —La gente me conocerá y temerá, cuando escuche mi nombre se santiguará.
      Le gustaba recrearse.
      El camarero me trajo la cerveza y casi ni le miré, estaba demasiado cansada mentalmente. Bebí un trago tan largo que casi me termino la cerveza y, Santa, que era único buscando el mejor momento para decir las cosas, dijo su nuevo nombre, haciendo que escupiera toda la cerveza:
      —La gente me conocerá por Krampus.

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