

EL DESTINO era África. Lo acordamos sentadas en una terraza de la rambla Cataluña, mirándonos por encima de las botellas vacías de cerveza Corona. Eramos cuatro, colocadas como los puntos cardinales, siendo yo el sur, tenía al norte a la Grutel, una elfa enorme, cadaquense, llena de cicatrices de batallas pasadas. En su mano la mediana de cerveza parecía un quinto. Tenía ojos pequeños, nariz afilada y una boca que usaba para decir todas las palabras malsonantes que conocía. Con sus ojillos ambarinos, sin iris ni pupilas, miraba a hacia el oeste, donde se sentaba la Joanx, una marciana flaca, de piel oscura, afincada en el barrio de la Mina, cargada de cadenas de oro y anillos gruesos. Llevaba una camiseta de tirantes blanco y, en el hombro derecho, el tatuaje de la representación marciana del corazón y la frase Kutkia matakune o, lo que era lo mismo, Amor de madre. Tenía una mandíbula terminada en hoyuelo que hacía que pareciera que tuviera un culo por barbilla. Su pelo era un conjunto de tentáculos que unía por una goma de pelo negra. Al este se sentaba la señora Laia, una maga anciana muy arrugada con el pelo blanco y los ojos cegados por la magia. La vieja había vivido en casi cada distrito de Barcelona y había sufrido los diferentes conflictos históricos: desde la Guerra dels Segadors, hasta la marcha de Messi del Barça hacía ya ciento noventa y seis años. Vestía una chupa de cuero púrpura con un estampado como de manchas de pintura blanca que, si mirabas de cerca, descubrías que, efectivamente, eran manchas de pintura blanca. Debía ser una chaqueta vieja, porque la última vez que la señora Laia pintó un piso, Gaudí acababa de ser atropellado por un tranvía. Lo escuchó por la ventana. Estaba pasando unos días en Madrid, en un apartamento de alquiler. Una vecina cercana tenía la radio a todo volumen y lo comentaron en las noticias.
—¿Y qué hacemos con puto el transporte? —preguntó la Grutel tras darle un buen trago a la botella de cerveza que acababan de servirle.
—Usaremos un portal de teletransporte para llegar a Tarifa y desde ahí un barco camuflado nos llevará a la costa africana —dijo la anciana.
—¿No podemos llegar a África con el portal? —preguntó esta vez la marciana.
—No, nos detectarían. Es más seguro el transporte tradicional.
—Y más aburrido —dije yo, que ya hacía rato que no metía baza—. ¿No tienes unas águilas gigantes o algo así?
—No soy Gandalf.
—¿Una cabina telefónica que se transporte?
—No soy el Doctor Who.
—¿Un avión privado?
—No soy John Travolta.
—¿Y ése quién es? —preguntó la Joanx.
—Creo que era político —respondí yo.
—Hacia el final de su vida —aclaró la señora Laia—. Fue el quincuagésimo presidente de los estados unidos, a la edad de ochenta y tres años. Antes de eso era actor.
—No cambió mucho la profesión, ¿no? —pregunté entre bostezos.
—Y cuando lleguemos a África, ¿qué coño hacemos? —quiso saber la Grutel. No le interesaba mucho la política, tampoco era muy cinéfila. Ella decía que era elfa y que bastante tenía ella con eso como para andar preocupándose de gilipolleces.
—Nos estará esperando la líder de la revolución. Viene todo en el e-mail que os envié. ¿Alguna se lo ha mirado?
—Yo no abro nunca el e-mail —reconoció la marciana.
—Yo creo que las cosas de la revolución me llegan a la bandeja de spam —dije yo antes de eructar.
—¡¿Y a quién coño le importa?! —Estalló la elfa—. Si estamos aquí danos la puta información, que a veces me hinchas los cojones mucho con tanta tontería.
Cabe destacar que, en otro momento y lugar, la Grutel habría dicho todo aquello con un cuchillo en la mano apuntando al cuello de la señora Laia. También destacaré, porque ya que estoy puesta en destacar cosas tengo que destacarlo todo, que si hubiera hecho tal estupidez, la señora Laia habría convertido el cuchillo en pompas de jabón y el brazo de la Grutel habría explotado llenándonos a todas de sangre. Pero estábamos en una terracita en la rambla Cataluña y teníamos que dar las gracias por haber tenido a bien reunirnos allí.
—Grutel, relájate —dijo la señora Laia. Era un consejo, pero también una amenaza. La señora Laia tenía ese don, podía hacer esas fusiones y le quedaban mejor que mezclar naranjada con vodka—. La líder de la revolución nos llevará al piso franco, descansaremos y nos informará de la situación.
—¿Y los lurbak no nos podrán detectar al llegar a África? —preguntó la Joanx.
—Las revolucionarias tienen métodos para ocultarnos de los lurbak.
—¿Por qué no tenemos esos putos métodos y nos teletransportamos directamente al puto piso franco? —dijo la elfa apuntando a la maga con el cuello de la botella medio llena, o medio vacía, dependiendo siempre del optimismo de cada una.
La señora Laia se quedó mirando una mesa cercana, en la que una familia comía patatas bravas, las dos mujeres bebían cerveza y sus hijas bebían refrescos. Suspiró y posó sus ojos ciegos en los de la Grutel.
—¿Sabías que la Coca-Cola se inventó hace trescientos treinta y un años, Grutel?
—¡¿Y eso qué coño tiene que ver?!
—¿Lo sabías?
—No, no tenía ni puta idea, coño.
—¿Sabías que en estos trescientos treinta y un años nadie ha sido capaz de descubrir la fórmula secreta de ese refresco?
—¿Y?
—¿Lo sabías?
—¡Que no, coño!
—Pero la gente sigue bebiéndola. Nadie dice: «¡¿Por qué no tenemos la receta de la Coca-Cola y la hacemos directamente en la cocina de casa?!», ¿ves por dónde voy?
—¡No me vaciles, vieja!
—¿Lo ves?
—¡Que sí, coño, que sí!
Joanx iba a hablar, pero la maga alzó el dedo índice para que se quedara callada, se inclinó en su silla hacia la derecha y pidió a la elfa que se acercara. La Grutel hizo caso, se inclinó hacia su izquierda y juntó su oído a la boca de la anciana, mientras bebía de su botella. La señora Laia susurró algo. Tanto Joanx como yo nos acercamos para intentar escucharlo, pero fue inútil. Los ojos sin pupilas ni iris de la elfa se abrieron como platos y la botella en su mano empezó a temblar.
—Entonces —dijo la maga como si no hubiera pasado nada—, cuando estemos en el piso franco descansaremos y empezaremos con la misión. La base de los lurbak está bien vigilada y el rey lurbak tiene un ejército de guardaespaldas, pero no es la primera vez que nos enfrentamos a un ejército, ¿verdad, Grutel?
—Sí, señora Laia.
La Joanx y yo nos miramos boquiabiertas.
—Bien, ¿alguna pregunta? —dijo la señora Laia.
Las otras tres negamos.
—Pues yo tengo una, ¿os apetecen unas croquetas? Creo que aquí hacen unas de pata de jiarmic que están de vicio.
La señora Laia hizo una seña a la camarera y ésta asintió. La maga sonreía, la elfa miraba el fondo de su botella, que ya había dejado de temblar, y la Joanx y yo nos mirábamos de reojo. Al final nos encogimos de hombros y dijimos que, además de las croquetas, podíamos pedirnos unas patatas con alioli, que entraban muy bien antes de una misión revolucionaria. ■