
VIADÉ CONTEMPLABA al gato pensativo, examinando las piezas de ajedrez dispuestas en el tablero. Casi podía escuchar los pequeños engranajes de su cabeza funcionando a pleno rendimiento. Hacía media hora que había movido su peón de reina y el felino no parecía tener prisa por contraatacar. En la calle los pájaros tenían una conversación acalorada en la rama de un árbol cercano a la ventana, los conductores tocaban el claxon y se lanzaban improperios como quien le lanza las bragas a su cantante favorito en pleno concierto. Dio un sorbo a su café caliente y sintió paz, el calor de la taza le reconfortaba y la lista de reproducción Las mejores óperas del mundo mundial y parte del extranjero le ralentizaba la respiración. Volvió a mirar al gato y suspiró.
—¿Vas a mover, Feu?
—No me presiones, humana —dijo el gato con una voz que sorprendía por dos cosas fundamentales: 1) era extremadamente grave para un gato tan pequeño y 2) estaba saliendo del hocico de un gato.
—No te presiono, es que me gustaría ganarte antes de año nuevo.
—Para eso todavía faltan dos meses… ¡oh, entiendo, entiendo! Muy graciosa, Viadé.
La mujer sonrió. Feu era un accidente, afortunado, pero accidente al fin y al cabo. Cuando lo adoptó era un gato normal y corriente, no hablaba o al menos no decía nada que ella pudiera entender. Un día en el que practicaba con su libro de conjuros, Viadé confundió dos hechizos muy distintos, uno servía para que la primera tortita te saliera igual de bonita que el resto y el otro era para otorgarle inteligencia a los jarrones. Ninguno servía para gran cosa, pero tenía el examen de Conjuros a la vuelta de la esquina y tenía que estudiar. Cuando lanzó el hechizo, Feu se interpuso entre la tortita y la varita mágica y recibió el impacto de la magia. Desde entonces habla por los codos.
Feu llevó su patita a un alfil y lo movió por todo el tablero, como una mosca revoloteando sobre la calva de los peones. Derribó un caballo que seguía en su casilla inicial y gritó:
—¡Uno! Y ahora te como y cuento veinte.
Viadé miró al gato con una ceja arqueada y luego miró todas las fichas derribadas en el tablero. Había sido una masacre, parecía que hubiera caído un meteorito en el campo de batalla.
—¿Qué te crees que estás haciendo, Feu?
—Darte una paliza, humana, eso estoy haciendo. Y ahora, de oca a oca y tiro porque me toca.
—¡¿De qué hablas?!
—¡Mira y llora, Viadé! Y ahora robas cuatro.
—¡Deja de mezclar juegos!
—¡No seas mala perdedora! ¡Ajá! Así que fue el general Plum en la biblioteca con malas palabras, ¿eh? ¡Pues a la cárcel sin pasar por la casilla de salida!
—¡Feu!
—¡Toooooooma! Un seis doble.
—¡Si ni siquiera tienes dados!
—¡Pues imagínate la suerte que he tenido!
—¡¿Qué haces?! ¡¿Por qué te estás poniendo a dos patas?!
—«Para ganar la partida solo tienes que gritar una cosa» —recitó de cabeza el gato, cogió aire y gritó—: ¡JUMANJIIIIIIIIIII!
Viadé miró a Feu, agotada. Nunca aprendía la lección: el gato podía hablar y razonar, incluso se sabía la tabla de multiplicar del siete, que para su gusto era la más complicada, pero no había que olvidar que seguía siendo un gato, que su capacidad de concentración era limitada. Santa paciencia tenía que tener con Feu, pero la verdad era que le gustaba jugar con él sin necesidad de tener un láser rojo en la mano o un ovillo de lana.
—¿Echamos otra? —preguntó Feu.
Viadé sonrió, quería con locura a aquel cabroncete.
—Echamos otra.
—Vale, pero recuerda que como jugamos en casa, los tiros desde fuera del área valen un quesito amarillo.
Viadé rió.
—No podía ser de otra forma.
Cogió un peón blanco con una mano y uno negro con la otra, las escondió en la espalda, cambió los peones varias veces de sitio y colocó los puños cerrados delante de Feu. El gato tocó la mano derecha de Viadé, ésta la abrió y le mostró el peón blanco.
—¡Toooooooma! Diez puntos nada más empezar. Eso significa que si saco un uno, un tres o un cinco, puedo elegir campo.
—Claro, por qué no…
—¿Jugamos con las normas clásicas?
—Claro… seas las que sean.
Dispusieron las fichas en su sitio y Viadé esperó a que el gato hiciera su primer movimiento. Ya no había impaciencia, ahora solo sentía curiosidad por saber si sería un movimiento de Scrabble, de la Jenga o del Quién es quién. La suerte estaba echada, y parecía que, de entrada, le iba a tocar robar diez cartas. ■