

Resultado de la tirada de los Story Cubes:
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COMO SI su vida dependiera de ello, Divelop, una joven fotógrafa, se lanzó al bosque para capturar con su cámara a la criatura de las leyendas. Había escuchado en una taberna cercana, entre risas, tintineos de jarras chocando entre ellas, y gritos de borrachos, la historia del demonio3, que habitaba en el bosque. Divelop sabía que todo aquello podía ser una patraña, pero le daba igual. Se montó en su Reliant Robin, un vehículo absurdo de tres ruedas que solo a ella le gustaba, con la L1 en la luna trasera, que indicaba que llevaba menos de un año conduciendo —al menos de forma legal. Ya había conducido antes de sacarse la licencia. El parachoques del Lada Riva de su padre, un coche anguloso y pequeño, parecido al que suelen dibujar los niños, había saboreado a distintas víctimas de la conducción temeraria de Divelop: animales, enanos de jardín, varios buzones y al señor Wistel, a cuyo entierro no asistió ningún miembro de la familia de Divelop—, y condujo hasta el punto exacto en el que se ambientaban los cuentos.
El clima era terrible, las sombras de los árboles protegían del sol que parecía querer quemar el mundo, como un pajillero que parece decidido a sacar fuego de su pene por la constante fricción.
Divelop se bajó del coche, el volante estaba situado en el lado derecho, se colocó la cámara y destapó el objetivo. Si algo se movía por ahí, pensaba disparar tan rápido como un redneck de Texas sentado en el porche de su casa, con una cerveza caliente y una gorra con el texto Make America great again. Notó algo extraño: silencio. ¿Podía ser aquel el bosque menos ruidoso que hubiera visitado jamás? No se escuchaba ningún pájaro y, de hecho, ningún otro animal, y ni siquiera parecía soplar el viento. Aquella ausencia de sonido le pareció más terrorífica que si hubiera aparecido por allí, de repente, un cinéfilo de esos que te dicen qué pelis tienen que gustarte.
Divelop hizo alguna fotografía aquí y allá, a las copas de los árboles ocres de otoño, al camino lleno de hojarasca, que es una palabra que le había gustado mucho desde pequeña y que siempre que tenía oportunidad decía, saboreando cada letra como se saborea el humo de un puro, o un vaso de horchata fresquita en verano. Hojarasca. A través del visor vio un matorral moviéndose. No escuchó el sonido de las hojas parecido a un sonajero, propio de un matorral sacudido. Solo escuchó una cosa: silencio. Apartó la cámara y miró atentamente la maleza, que se movió de nuevo con aquel agitar mudo. Divelop dio un paso hacia atrás y sintió el corazón en las sienes. De entre los matorrales salió una criatura caminando sobre sus dos pies, peludos y desnudos. Era un cíclope4, solo que debía medir unos cuarenta centímetros. Era calvo, no tenía nariz, las orejas de punta y una expresión de enfado que parecía esculpida en su rostro. Tenía pelos en sus pequeños hombros y llevaba gafas. Unas gafas especiales de una sola lente. En la mano llevaba una gran porra que, vista desde la perspectiva de la fotógrafa, parecía una rama gruesa.
Divelop miró a la criatura en silencio, la criatura le devolvió la mirada con aquel ojo ampliado por la graduación del cristal, con un iris color avellana realmente bonito. La mujer no pudo evitar acordarse de ciertos seres amarillos de cine que no puedo mencionar para no tener problemas de copyright con los creadores de Gru, mi villano favorito. Sin saber muy bien por qué lo hizo, levantó la cámara y, sin molestarse en mirar por el visor, apretó el botón.
—¡Oye! —gritó el cíclope indignado y algo mareado2 por el destello que salió de la cámara—. ¡Podrías al menos quitar el flash!
—Sabes hablar.
—Y cagarme en tus muertos si es menester. ¿Qué haces en mi bosque?
—¿Es tu bosque?
—¿Qué insinúas?, ¿que soy muy pequeño para ser dueño de un bosque? ¡Mira, dos ojos, lo que tengo de pequeño lo compenso con una mala hostia que lo flipas!
—Yo no he dicho nada. Debes ser la criatura de la que hablan en el pueblo.
—Esos borrachos tocapelotas. Vienen cada fin de semana para buscarme.
—Pero no te encuentran. Ninguno te ha sabido describir, creen que eres un demonio.
—¿Bromeas? Esos idiotas van tan pedo que no podrían encontrarle la polla a un elefante aunque éste se la restregase por la cara.
Divelop intentó no imaginarse la escena, pero igual que a ti ahora, al leerme, le fue imposible.
—¿Eres un cíclope?
—Culpable de todos los cargos, señoría.
—Siempre había pensado que los cíclopes eran gigantescos.
—Lo fueron en su día, pero a los gigantes se les caza rápido, es decir… son gigantes, no se pueden esconder en ningún puto sitio. Un día nació un cíclope bajito que sobrevivió y bueno, ya sabes cómo va esto de la evolución.
—Curioso, no tenía ni idea.
—Ya sabes lo que dicen: nunca te acostarás sin haber aprendido algo nuevo.
Divelop le hizo otra foto.
—¡Oye, ya vale!
—Perdona, es que me pareces fascinante. Nunca había visto un cíclope.
—Pues si vas cegándonos por ahí, no me extraña.
Foto.
Era casi un tic nervioso, parecido a cuando tu mascota hace alguna monería y no puedes evitar estrujarla aun a riesgo de hacer que se le salgan los ojos de las órbitas.
El cíclope se hartó, corrió hacia Divelop y le asestó un porrazo en el la punta de la bota.
—¡Auch!
—Te jodes. Ahora vete de mi bosque antes de que te meta este bastón por donde amargan los pepinos.
Divelop arqueó una ceja y sonrió. ¿Qué iba a poder hacer un cíclope de casi cuarenta centíme…?
—¡Auch! ¡En la espinilla duele, cabrón!
—Te jodes.
—¡Ah! Para ya o te pateo como a un balón.
—No tienes ovarios.
—¡Auuuuch!
El cíclope salió despedido de una patada, voló varios metros y se golpeó contra el tronco de un árbol. Divelop no esperaba que aquel cabrón fuera tan ligero, fue como chutar una pelota de plástico con el viento a favor.
—¡Mierda!
Corrió hacia él, ahora tirado en el suelo, sobre la hojarasca. Hojarasca. Le salía sangre de la nariz y de una oreja, tenía el ojo abierto, en blanco, y no respiraba.
—¡La puta, acabo de matar a un cíclope!
Foto.
Se golpeó la frente por aquel último disparo. Miró a su alrededor y se preguntó si aquel ser tenía familia. Una pareja y sus hijos, esperando que vuelva a casa. Pero ya no volvería, nunca podrían verlo con vida, porque ella se había encargado de arrebatársela.
—¡Joder! ¿Qué hago ahora? ¿Lo entierro? ¿Llamo a una ambulancia? ¿Al veterinario? ¿Qué coño hago?
—Prueba a no ir pateando a la gente.
—Sí, eso debo hacer.
—Y si lo haces intenta reanimarla.
—Sí, eso es lo correc…
Divelop miró al cíclope, tumbado, clavando el ojo en los suyos. El ser alzó la porra y le golpeó la frente. Divelop se levantó y se empezó a frotar la cabeza. La boca le sabía a sangre. No era muy doloroso, era más bien molesto, como cuando te golpeas con la puerta de un altillo.
El cíclope se puso en pie y se le lanzó a la yugular. Se agarró del cuello del jersey y empezó a propinarle bastonazos.
—Esto. Es. Para. Que. Aprendas. A. Tratar. Con. Respeto. A. Las. Criaturas. Del. Bosque.
Cada palabra fue acompañada de un golpe.
—¡Suéltame, psicópata!
—¡Y un huevo de poni! ¡Te voy a romper la crisma!
—¡Suéltame! ¡Y los ponis no ponen huevos!
—¡Los ponen en el desayuno! ¡Pueden ser revueltos, estrellados o fritos con beicon!
—¡Para de zurrarme!
—¿Te vas a largar de mi bosque?
—¡Sí!
—¿Lo juras?
—¿Qué? ¡Auch! ¡Sí, sí, lo juro!
El cíclope soltó a Divelop, saltó al suelo, flexionando las piernecitas para amortiguar la caída, miró la porra partida y llena de sangre y pelo pegado, y luego miró a la fotógrafa.
—Más te vale decir que el monstruo que vive en el bosque te ha hecho eso. Exagera, que no venga nadie pensando que por ser pequeño pueden tocarme los huevos. Como otro dos ojos como tú venga por aquí me lo cargo. ¿Me oyes?
Divelop no respondió, estaba ocupada limpiándose las heridas con un pañuelo de papel que llevaba en la mochila. El cíclope hizo un ademán de ir a por ella otra vez y la mujer dio un respingo.
—¡Te oigo, te oígo! ¡Dios! Estás como una puta cabra.
—Y más te vale no olvidarlo. ¡Estoy mu loco, madafaca!
El cíclope se perdió entre los matorrales, sin hacer ruido, y dejó a Divelop sola en medio del camino.
Si no fuera por la sangre habría dicho que todo aquello había sido una alucinación producida por las setas de la tortilla que se había comido aquella misma mañana para desayunar. Pero ahí estaba, intentando parar la hemorragia. No era una herida grave, no es que se fuera a morir, pero era lo suficientemente grande como para que no parase de sangrar.
Era lo malo de viajar por el mundo buscando criaturas. Si acababas en el sitio indicado, en el momento justo, te podías llevar ese tipo de sorpresas. ■