
Hansel y Gretel. Imagen libre de licencia: Pixabay.
Hansel y Gretel es un relato de fantasía cómica perteneciente a Cuentacuentos, una subsección dentro de Juegocuentos, en ella escribiré una reinterpretación personal de cuentos clásicos. Es un recurso llamado plagio creativo. ¡Espero que disfrutes!


EL FRÍO del invierno se adhería a los huesos de las dos ancianas como el lado de la mantequilla de una tostada se adhiere al suelo recién fregado de la cocina. Las piernas de las mujeres se hundían hasta las rodillas en la nieve y les dificultaba el paso que, ya de por sí, no solía ser un derroche de agilidad. Las ancianas se cubrían la cabeza con sendas rebecas de punto para intentar —y aquí la palabra clave es «intentar»— resguardarse del aire gélido de aquel día despejado y congelantemente bonito. Las dos mujeres se parecían mucho, a pesar de no guardar ningún parentesco entre ellas: tenían las narices largas y muy afiladas, con una verruga peluda en la punta. de las fosas nasales despuntaban unos pelos gruesos y visiblemente congelados. Eran bajitas, aunque no tanto como parecían con las piernas medio enterradas en nieve, regordetas y vestidas de negro. Las manos desnudas que sujetaban las rebecas tenían un color pálido que no cambiaría mucho una vez entrasen en calor.
—¡Ahí está! —dijo la mujer que iba ligeramente más adelantada. Su voz sonó entrecortada y acompañada por el castañeo de los dientes.
La que iba más atrasada levantó la vista y fijó sus ojos marrones, con una fina neblina gris, en una construcción minúscula de madera en medio de la nieve. Era un retrete con nieve en el tejado.
—¿Estás segura de que es ahí?
—¿Ves más retretes por aquí?
Como argumento dejaba mucho que desear, cierto, pero también era cierto que no había ningún otro retrete —ni ninguna otra cosa, dicho sea de paso— en varios kilómetros a la redonda.
Las dos ancianas apretaron el paso, o lo intentaron, dejando en la nieve un surco de medio metro de profundidad. La puerta del retrete estaba abierta, dentro había un pequeño váter de porcelana que, teniendo en cuenta la temperatura ambiente, nadie en su sano juicio utilizaría. Había algo de nieve en el interior, pero no tanta como cabría esperar viendo cómo estaba el exterior. Cerraron la puerta de madera se miraron, asintieron y se colocaron bien las rebecas, alisándolas con las palmas de las manos, e intentaron peinarse el pelo gris enmarañado y ligeramente congelado.
La anciana que había llevado la voz cantante hasta ahora golpeó rítmicamente la puerta del retrete con los nudillos, seguidamente se echó vaho caliente para intentar mitigar el daño que se acababa de hacer, había sido como dar un puntapié descalza a una mesita en medio del Ártico.
No ocurrió nada.
—Prueba otra vez —dijo la otra mujer.
La primera suspiró y repitió el ritmo en la puerta. Ahora tenía los nudillos rojos.
Nada.
—¿Seguro que es esa la contraseña?
—Lo es. ♫ Pom-popopom-pom-pom ♫, no tiene más.
—Te falta un pom.
—¿Cómo dices?
—Sí, tú has hecho: ♫ Pom-popopom-pom-pom ♫, y es ♫ Pom-popopom-pom-pom-pom ♫. Mira, déjame a mí.
La anciana se acercó a la puerta, se echó vaho en los nudillos y golpeó la madera lentamente, como si quisiera que sus manos pronunciaran cada pom como es debido.
La puerta del retrete emitió una serie de crujidos y luego se abrió lentamente. En el interior no había ni rastro del váter, ni de la nieve, ni de nada parecido. Había un hombrecillo cubierto de plumas blancas, tenía dos cabezas con un ojo en cada una. No tenía boca, así que lo que hizo a continuación fue todo un logro, se mirase por donde se mirase. El ser habló.
—Nombres.
No fue una pregunta, fue una imposición.
—Faustina Segismunda Romuliana Pérez Vitriago —dijo la que había usado la contraseña correcta.
—Priscila Ramona Llull i Pellicer —dijo la otra con un acento catalán que no había mostrado hasta el momento.
El hombrecillo hizo aparecer un libro encuadernado en piel rosácea y ligeramente ensangrentada, cogió una pluma de su cabeza y empezó a repasar la página de arriba a abajo.
—Aquí están. Llegan tarde. Bajen las escaleras, pónganse las túnicas y entren por la puerta del fondo. La grande, la que tiene la calavera en relieve.
Faustina tomó la delantera, se había envalentonado con lo de la puerta, bajó las escaleras, cogió una túnica negra que había colgada en la pared, esperó a que Priscila cogiera la suya y luego anduvo por un pasillo de piedra iluminado con el fuego verde de unas antorchas. Habían decenas de puertas a cada lado del pasillo, pero ellas tenían un objetivo claro, la puerta del fondo.
Cuando llegaron al final del pasillo se pararon delante de la enorme calavera que ocupaba el centro de la puerta con forma de arco y esperaron.
No ocurrió nada. Faustina carraspeó y se escuchó un crujido.
La calavera era de madera, se movió, bostezó y en las cuencas aparecieron dos globos oculares blancos que parecían pelotas de pimpón gigantes.
—¡Holi! —dijo la calavera de madera con una voz que cualquiera estaría de acuerdo en que era una voz que le pegaba a la madera—. ¿Sois Faustina y Priscila? —Las dos ancianas asintieron—. Solo faltáis vosotras. Oh, no os preocupéis, están discutiendo sobre el sitio de la reunión, llegáis a tiempo. Vamos, pasad, pasad.
—Gracias, Charles.
La calavera se dividió en dos mitades y se separó al abrirse la puerta hacia dentro. Las dos mujeres entraron en una sala grande y circular, con una mesa alargada que formaba un aro perfecto, en el centro del círculo había un caldero gigante que desprendía humo verde. En la mesa había un grupo de mujeres vestidas con túnicas negras. Todas eran muy parecidas en los rasgos generales: la nariz afilada, las verrugas y esas cosas.
—¡Os digo que yo no puedo reunirme en estos sitios, tengo problemas en los huesos! —gritó alguien al fondo de la sala.
Priscila y Faustina corrieron a sus sitios, separadas la una de la otra.
—Anotamos tu sugerencia, Gladislava —dijo la voz experimentada de alguien acostumbrado sonar autoritaria y desdeñosa—, pero tenemos asuntos más importantes que tratar.
—¡Más importantes! —estalló otra mujer—. Gladislava tiene toda la razón, ¿a quién se le ocurre poner el portal en un retrete perdido de la mano de Satanás, en medio de la nieve y sin facilitar un transporte? ¿A qué venía eso de «No uséis las escobas»? ¡Somos brujas, por el amor del Todotenebroso!
—Ese es el tema principal, Petronila. Si gustáis empezamos la sesión.
—¡Pero que alguien encienda las chimeneas! —gritó Gladislava.
La mujer autoritaria y desdeñosa, de ahora en adelante Herculiana, dio dos palmadas y alrededor de la sala se encendieron una docena de chimeneas que ardieron con el mismo fuego verde del pasillo que Faustina y Petronila acababan de cruzar.
—¿Mejor, Gladislava?
—Mucho mejor, pero siguen doliéndome los huesos.
—En seguida entrarás en calor. Empecemos la sesión.
La mujer esperó un momento, para ver si alguien decidía interrumpirla, añadir alguna crítica o si alguien alzaba la mano para pedir permiso para ir al cuarto de baño.
—Queridas hermanas, hijas de lo oscuro y lo moralmente criticable, os he reunido aquí…
—En el culo del mundo —interrumpió alguien provocando una salva de carcajadas.
—¡Silencio! Os he reunido para tratar las recientes pérdidas. Las muertes de nuestras hermanas a manos de esos dos hermanos. Hansel y Gretel se han convertido en un peligro para nuestra comunidad.
—¿Esos dos criajos?
—Esos dos. Han matado ya a tres de nuestras hermanas. La última fue Salustiana.
—¿La loca esa de la casa de jengibre?
—¡Un respeto hacia nuestras hermanas! Es cierto que Salustiana era un poco excéntrica.
—¡Excéntrica, dice! —saltó Gladislava—. Tenía un váter de chocolate, y os aseguro que no es nada agradable cagar en un váter de chocolate en pleno agosto. Una se levanta y no tiene claro si se ha manchado de chocolate derretido o es que ha tenido problemas serios de tránsito.
—¡¿Y qué me decís de esa manía suya de darte a probar los muebles?! «Mira, he comprado este boticario de membrillo, dale un bocadito» —dijo Priscila.
—Yo me libraba porque soy diabética —respondió alguien del lado contrario de la mesa.
—El caso es que ha sido asesinada —cortó Herculiana.
—Siempre pensé que se moriría por una intoxicación al comerse la ropa de cama. ¿Entonces esos dos hermanos se la han cargado? ¿Cómo?
—Quería cebarlos para comérselos y al final la niña la empujó y cayó dentro del horno. La han matado a ella y a otras tres. Murió también Demetria.
—Esa no recuerdo quién es —dijo Faustina.
—Sí, mujer —dijo Gladislava—, es la de la manzana envenenada.
—No —intervino Herculiana—, esa es Veneranda, sigue viva, enamorada de su imagen en el espejo, pero un poco depre, porque por más que le tira ficha, el reflejo le da calabazas. Demetria es la que enviaba a esas trillizas dentro de los cuentos.
—¡Uf! Esa siempre me cayó mal —dijo Gladislava que, por lo visto, tenía algo que opinar de todas las brujas de la comunidad—, se creía la gran cosa porque había leído todos esos cuentos. Ya ves tú, no le sirvió de nada, esas tres hermanas siempre conseguían escapar. En mis tiempos a los niños los metíamos en calderos llenos de agua hirviendo y luego los deshuesábamos. La de croquetas de niño repelente que habré hecho en mi vida. Creo que las brujas de hoy en día se han vuelto un poco blandengues con todo esto de la no violencia.
—Esta reunión —dijo Herculiana ignorando a la otra— es para que decidamos qué hacer con esos dos hermanos.
—¿Y para eso nos hemos reunido aquí? —preguntó Priscila intentando sonar amable.
—Lejos de la sociedad para que esos dos críos no nos descubran. Por eso no podíamos usar las escobas, ni teletransportarnos ni nada.
—La próxima vez que quieras reunirte en un sitio al que los niños no se acerquen, nos reunimos en la sección de verduras de un súper.
—¡Ya basta, Gladislava! Si quieres abandonar esta reunión adelante, pero cuando esos dos niñatos vayan a por ti no acudas a la comunidad para que te salve. No soportaré tus impertinencias ni un minuto más.
Gladislava iba a responder con una impertinencia, pero todas las brujas se hicieron un gesto en el pescuezo que significaba: «Yo que tú me callaría de una vez, no vaya a ser que a Herculiana se le hinchen los ovarios y te convierta en una babosa dentro de un tarro de sal marina».
Las brujas gruñeron al unísono y luego se quedaron en silencio, pensando en qué hacer con aquellos dos hermanos. Hansel y Gretel se habían convertido en un peligro que había que erradicar. No era fácil, en aquellos tiempos, como bien había dicho la insolente Gladislava, los niños se habían convertido en algo sagrado, una no podía quitarse la zapatilla y lanzársela a la cabeza aunque el niño o la niña le gastara una de esas bromas repelentes de Tik Tok. En lo que a las brujas respectaba, el mundo se iba a la mierda si el satanismo tenía que empezar a preocuparse de conceptos como: «políticamente correcto» o «el refuerzo positivo es mucho mejor que el refuerzo negativo». Ellas siempre habían sido partidarias de educar a los críos bajo el lema: «Una buena transformación en cerdo a tiempo quita muchas tonterías». ■
—¡Ahí está! —dijo la mujer que iba ligeramente más adelantada. Su voz sonó entrecortada y acompañada por el castañeo de los dientes.
La que iba más atrasada levantó la vista y fijó sus ojos marrones, con una fina neblina gris, en una construcción minúscula de madera en medio de la nieve. Era un retrete con nieve en el tejado.
—¿Estás segura de que es ahí?
—¿Ves más retretes por aquí?
Como argumento dejaba mucho que desear, cierto, pero también era cierto que no había ningún otro retrete —ni ninguna otra cosa, dicho sea de paso— en varios kilómetros a la redonda.
Las dos ancianas apretaron el paso, o lo intentaron, dejando en la nieve un surco de medio metro de profundidad. La puerta del retrete estaba abierta, dentro había un pequeño váter de porcelana que, teniendo en cuenta la temperatura ambiente, nadie en su sano juicio utilizaría. Había algo de nieve en el interior, pero no tanta como cabría esperar viendo cómo estaba el exterior. Cerraron la puerta de madera se miraron, asintieron y se colocaron bien las rebecas, alisándolas con las palmas de las manos, e intentaron peinarse el pelo gris enmarañado y ligeramente congelado.
La anciana que había llevado la voz cantante hasta ahora golpeó rítmicamente la puerta del retrete con los nudillos, seguidamente se echó vaho caliente para intentar mitigar el daño que se acababa de hacer, había sido como dar un puntapié descalza a una mesita en medio del Ártico.
No ocurrió nada.
—Prueba otra vez —dijo la otra mujer.
La primera suspiró y repitió el ritmo en la puerta. Ahora tenía los nudillos rojos.
Nada.
—¿Seguro que es esa la contraseña?
—Lo es. ♫ Pom-popopom-pom-pom ♫, no tiene más.
—Te falta un pom.
—¿Cómo dices?
—Sí, tú has hecho: ♫ Pom-popopom-pom-pom ♫, y es ♫ Pom-popopom-pom-pom-pom ♫. Mira, déjame a mí.
La anciana se acercó a la puerta, se echó vaho en los nudillos y golpeó la madera lentamente, como si quisiera que sus manos pronunciaran cada pom como es debido.
La puerta del retrete emitió una serie de crujidos y luego se abrió lentamente. En el interior no había ni rastro del váter, ni de la nieve, ni de nada parecido. Había un hombrecillo cubierto de plumas blancas, tenía dos cabezas con un ojo en cada una. No tenía boca, así que lo que hizo a continuación fue todo un logro, se mirase por donde se mirase. El ser habló.
—Nombres.
No fue una pregunta, fue una imposición.
—Faustina Segismunda Romuliana Pérez Vitriago —dijo la que había usado la contraseña correcta.
—Priscila Ramona Llull i Pellicer —dijo la otra con un acento catalán que no había mostrado hasta el momento.
El hombrecillo hizo aparecer un libro encuadernado en piel rosácea y ligeramente ensangrentada, cogió una pluma de su cabeza y empezó a repasar la página de arriba a abajo.
—Aquí están. Llegan tarde. Bajen las escaleras, pónganse las túnicas y entren por la puerta del fondo. La grande, la que tiene la calavera en relieve.
Faustina tomó la delantera, se había envalentonado con lo de la puerta, bajó las escaleras, cogió una túnica negra que había colgada en la pared, esperó a que Priscila cogiera la suya y luego anduvo por un pasillo de piedra iluminado con el fuego verde de unas antorchas. Habían decenas de puertas a cada lado del pasillo, pero ellas tenían un objetivo claro, la puerta del fondo.
Cuando llegaron al final del pasillo se pararon delante de la enorme calavera que ocupaba el centro de la puerta con forma de arco y esperaron.
No ocurrió nada. Faustina carraspeó y se escuchó un crujido.
La calavera era de madera, se movió, bostezó y en las cuencas aparecieron dos globos oculares blancos que parecían pelotas de pimpón gigantes.
—¡Holi! —dijo la calavera de madera con una voz que cualquiera estaría de acuerdo en que era una voz que le pegaba a la madera—. ¿Sois Faustina y Priscila? —Las dos ancianas asintieron—. Solo faltáis vosotras. Oh, no os preocupéis, están discutiendo sobre el sitio de la reunión, llegáis a tiempo. Vamos, pasad, pasad.
—Gracias, Charles.
La calavera se dividió en dos mitades y se separó al abrirse la puerta hacia dentro. Las dos mujeres entraron en una sala grande y circular, con una mesa alargada que formaba un aro perfecto, en el centro del círculo había un caldero gigante que desprendía humo verde. En la mesa había un grupo de mujeres vestidas con túnicas negras. Todas eran muy parecidas en los rasgos generales: la nariz afilada, las verrugas y esas cosas.
—¡Os digo que yo no puedo reunirme en estos sitios, tengo problemas en los huesos! —gritó alguien al fondo de la sala.
Priscila y Faustina corrieron a sus sitios, separadas la una de la otra.
—Anotamos tu sugerencia, Gladislava —dijo la voz experimentada de alguien acostumbrado sonar autoritaria y desdeñosa—, pero tenemos asuntos más importantes que tratar.
—¡Más importantes! —estalló otra mujer—. Gladislava tiene toda la razón, ¿a quién se le ocurre poner el portal en un retrete perdido de la mano de Satanás, en medio de la nieve y sin facilitar un transporte? ¿A qué venía eso de «No uséis las escobas»? ¡Somos brujas, por el amor del Todotenebroso!
—Ese es el tema principal, Petronila. Si gustáis empezamos la sesión.
—¡Pero que alguien encienda las chimeneas! —gritó Gladislava.
La mujer autoritaria y desdeñosa, de ahora en adelante Herculiana, dio dos palmadas y alrededor de la sala se encendieron una docena de chimeneas que ardieron con el mismo fuego verde del pasillo que Faustina y Petronila acababan de cruzar.
—¿Mejor, Gladislava?
—Mucho mejor, pero siguen doliéndome los huesos.
—En seguida entrarás en calor. Empecemos la sesión.
La mujer esperó un momento, para ver si alguien decidía interrumpirla, añadir alguna crítica o si alguien alzaba la mano para pedir permiso para ir al cuarto de baño.
—Queridas hermanas, hijas de lo oscuro y lo moralmente criticable, os he reunido aquí…
—En el culo del mundo —interrumpió alguien provocando una salva de carcajadas.
—¡Silencio! Os he reunido para tratar las recientes pérdidas. Las muertes de nuestras hermanas a manos de esos dos hermanos. Hansel y Gretel se han convertido en un peligro para nuestra comunidad.
—¿Esos dos criajos?
—Esos dos. Han matado ya a tres de nuestras hermanas. La última fue Salustiana.
—¿La loca esa de la casa de jengibre?
—¡Un respeto hacia nuestras hermanas! Es cierto que Salustiana era un poco excéntrica.
—¡Excéntrica, dice! —saltó Gladislava—. Tenía un váter de chocolate, y os aseguro que no es nada agradable cagar en un váter de chocolate en pleno agosto. Una se levanta y no tiene claro si se ha manchado de chocolate derretido o es que ha tenido problemas serios de tránsito.
—¡¿Y qué me decís de esa manía suya de darte a probar los muebles?! «Mira, he comprado este boticario de membrillo, dale un bocadito» —dijo Priscila.
—Yo me libraba porque soy diabética —respondió alguien del lado contrario de la mesa.
—El caso es que ha sido asesinada —cortó Herculiana.
—Siempre pensé que se moriría por una intoxicación al comerse la ropa de cama. ¿Entonces esos dos hermanos se la han cargado? ¿Cómo?
—Quería cebarlos para comérselos y al final la niña la empujó y cayó dentro del horno. La han matado a ella y a otras tres. Murió también Demetria.
—Esa no recuerdo quién es —dijo Faustina.
—Sí, mujer —dijo Gladislava—, es la de la manzana envenenada.
—No —intervino Herculiana—, esa es Veneranda, sigue viva, enamorada de su imagen en el espejo, pero un poco depre, porque por más que le tira ficha, el reflejo le da calabazas. Demetria es la que enviaba a esas trillizas dentro de los cuentos.
—¡Uf! Esa siempre me cayó mal —dijo Gladislava que, por lo visto, tenía algo que opinar de todas las brujas de la comunidad—, se creía la gran cosa porque había leído todos esos cuentos. Ya ves tú, no le sirvió de nada, esas tres hermanas siempre conseguían escapar. En mis tiempos a los niños los metíamos en calderos llenos de agua hirviendo y luego los deshuesábamos. La de croquetas de niño repelente que habré hecho en mi vida. Creo que las brujas de hoy en día se han vuelto un poco blandengues con todo esto de la no violencia.
—Esta reunión —dijo Herculiana ignorando a la otra— es para que decidamos qué hacer con esos dos hermanos.
—¿Y para eso nos hemos reunido aquí? —preguntó Priscila intentando sonar amable.
—Lejos de la sociedad para que esos dos críos no nos descubran. Por eso no podíamos usar las escobas, ni teletransportarnos ni nada.
—La próxima vez que quieras reunirte en un sitio al que los niños no se acerquen, nos reunimos en la sección de verduras de un súper.
—¡Ya basta, Gladislava! Si quieres abandonar esta reunión adelante, pero cuando esos dos niñatos vayan a por ti no acudas a la comunidad para que te salve. No soportaré tus impertinencias ni un minuto más.
Gladislava iba a responder con una impertinencia, pero todas las brujas se hicieron un gesto en el pescuezo que significaba: «Yo que tú me callaría de una vez, no vaya a ser que a Herculiana se le hinchen los ovarios y te convierta en una babosa dentro de un tarro de sal marina».
Las brujas gruñeron al unísono y luego se quedaron en silencio, pensando en qué hacer con aquellos dos hermanos. Hansel y Gretel se habían convertido en un peligro que había que erradicar. No era fácil, en aquellos tiempos, como bien había dicho la insolente Gladislava, los niños se habían convertido en algo sagrado, una no podía quitarse la zapatilla y lanzársela a la cabeza aunque el niño o la niña le gastara una de esas bromas repelentes de Tik Tok. En lo que a las brujas respectaba, el mundo se iba a la mierda si el satanismo tenía que empezar a preocuparse de conceptos como: «políticamente correcto» o «el refuerzo positivo es mucho mejor que el refuerzo negativo». Ellas siempre habían sido partidarias de educar a los críos bajo el lema: «Una buena transformación en cerdo a tiempo quita muchas tonterías». ■
Más relatos de la sección Cuentacuentos:
Lo del váter de chocolate es un hallazgo. Genial, como siempre.