

SI DE una cosa podía estar segura Zoa era de que el mundo se estaba yendo a la mierda, y así se lo hizo saber a su compañera en el coche patrulla mientras se acercaban a la escena del crimen. Zoa miró a Rasha mientras conducía, emitió un gruñido que siempre servía para iniciar una conversación y le dijo:
—El mundo se está yendo a la mierda, Rasha.
—¿Tú crees? —dijo Rasha sin apartar los ojos de la carretera, a pesar de que contaba con media docena de ellos.
—Si de una cosa puedo estar segura es de que el mundo se está yendo a la mierda. Hazme caso, sé de estas cosas.
—¿Por qué lo dices? —Rasha se mordió los labios morados con sus colmillos afilados e impolutamente blancos.
—Las cosas cambian y no para bien.
Se detuvieron en un semáforo en rojo y Rasha aprovechó para mirar a su compañera. Tenía el pelo muy corto, blanco como la tiza, de punta, era alta, delgada y jodidamente atractiva —palabras textuales de Rasha tras un par de jarras de hidromiel—, tenía la piel negra y los ojos de un azul que brillaba en la oscuridad. Las orejas puntiagudas, largas, estaban repletas de aros.
—Los hechiceros están vendiendo conjuros arcanos —siguió Zoa—, los muertos vivientes se han metido a influencers. Son una plaga, ¿los has visto? Hacen tutoriales de todo: rutinas de ejercicio para mantenerse en forma y poder cazar a los humanos más rápidos, reseñas de libros de temática zombi, challenges como ese de sacarse los ojos y dejárselos colgando, o ese otro en el que asustan a gente mayor para echarse unas risas. Los elfos se dedican vender cosmética, ¿has visto los precios de sus potingues? La crema antiage élfica cuesta cuatro doblones de oro. ¿Pero sabes por qué vale ese pastizal?
—¿Porque se vende?
—Porque se vende, exacto. Se vende como las gabardinas anchas en una convención de exhibicionistas. Y hablando de depravados, ¿qué me dices de los minotauros? Mira, no, mejor no entremos en ese tema, porque esos pervertidos me ponen enferma. Está en verde.
Rasha condujo, aunque habría preferido seguir mirando a Zoa, cuando se ponía así de indignada se volvía aún más sexy.
—Si hasta las bandas callejeras han dejado de tener sentido. Ahora para ingresar a una banda te preguntan si te gusta la pizza con o sin piña. ¿Te lo puedes creer? Ahora las guerras callejeras dependen de si le pones fruta a la pizza o no. El otro día mataron a un chaval, un sátiro de unos cuatrocientos años, un crío, vamos. Resulta que era de la banda de la Pizza sin Piña y un día el líder se lo encontró en el salón de su casa, dormido, con una botella de hidromiel y una pizza de esas precocinadas. ¿Y sabes qué? ¡Sorpresa! Le había añadido piña antes de hornearla. Le cosió a disparos, solo por eso. Y ni siquiera esperó a que se despertase.
—Leí algo sobre ese caso. Fue en Boston, ¿no?
Zoa asintió y Rasha la vio de reojo.
—Y el caso este… joder, Rasha, el caso este es una puta locura.
—Sí que lo es.
—Ya te digo yo que lo es.
Estaban investigando a un asesino en serie, había estado matando unicornios. Les serraba los cuernos y los dejaba junto a los cadáveres. En el suelo escribía con sangre multicolor: «¡Arre caballito!».
—A veces pienso en dejar esta vida, te lo juro, Rasha.
—¿Y qué harías? —preguntó ella con cierto miedo.
—¡Pff! Yo qué sé, tía. En realidad creo que si no hiciera esto me aburriría, ¿sabes lo que te quiero decir?
—Sí, yo tampoco sé si podría hacer otra cosa.
—Claro que podrías, pero te aburrirías, esa es la cosa. Odio el aburrimiento, con todas mis fuerzas. Pero que el mundo se está yendo a la mierda es un hecho. ¿Sabes que cada vez somos menos vampiros?
—Eso leí en el New York Times, ¿y eso?
—El puto alcohol, Rasha, el puto alcohol. Desde que descubrieron el Bloody Mary no hay forma de desengancharles. Mira que los más jóvenes les hemos explicado mil veces que no es un smoothie hecho con sangre de una tal Mary, pero nada, ellos hacen oídos sordos y siguen dale que te pego. Una de las especies más longevas de la historia echada a perder por una puta adicción. ¿Lo ves normal?
—El alcohol es un asco.
—El alcohol, las drogas. Toda esa mierda es un asco. Es ahí, 458 de la calle Shirley Jackson.
Rasha detuvo el coche, puso el freno de mano y quitó las llaves del contacto. Antes de salir miró a Zoa, preocupada, y suspiró.
—¿Estás en condiciones, Zoa?
—Sí, tranquila, solo quiero acabar con esto. Cuando resolvamos este caso nos vamos de vacaciones a una isla de esas paradisiacas, a tomar el sol.
—Nunca he entendido eso de que puedas tomar el sol siendo vampira.
—Las novelas han hecho mucho daño. Que si los vampiros explotamos con el sol, que si nos convertimos en ceniza, que si brillamos como si nos hubiéramos bañado en purpurina. No te creas todo lo que lees o ves en el cine. Tampoco nos mata el ajo, en todo caso te mataré a ti si te echo el aliento después de un buen plato de patatas con alioli. Venga, vamos, y piénsate lo de la isla paradisiaca. Tú y yo en bañador, tomando el sol, el mar turquesa y cero preocupaciones.
Rasha había dejado de escucharla después de «en bañador», aunque el plan fuera ver a Zoa vestida con armadura medieval, ella firmaba encantada. Solo tenía que resolver el caso y eso era lo que complicaba todo el asunto. Al final Zoa tenía razón en que el mundo se estaba yendo a la mierda, porque cuando se resolviera el caso se descubriría que era ella la que estaba matando a los unicornios y serrándoles los cuernos, y algo le decía que cuando se descubriera todo, el único viaje que podría hacer sería o bien a una cárcel de máxima seguridad, o bien al otro barrio en una caja de pino. ¿Por qué empezó todo aquello? Lo peor de todo era eso, que no recordaba por qué narices llevaba ya cinco años matando unicornios. ¡Cinco años! Y no podía dejarlo porque cuando no lo hacía notaba que le faltaba algo, como a esa gente que dice: «Yo hasta que no me tomo el café no soy persona», a ella le pasaba lo mismo, era una adicción, una costumbre que le había servido para trabajar con Zoa, la mujer de sus sueños, a la que ahors, muy a su pesar, ahora solo podía imaginar en traje de baño. ■
—El mundo se está yendo a la mierda, Rasha.
—¿Tú crees? —dijo Rasha sin apartar los ojos de la carretera, a pesar de que contaba con media docena de ellos.
—Si de una cosa puedo estar segura es de que el mundo se está yendo a la mierda. Hazme caso, sé de estas cosas.
—¿Por qué lo dices? —Rasha se mordió los labios morados con sus colmillos afilados e impolutamente blancos.
—Las cosas cambian y no para bien.
Se detuvieron en un semáforo en rojo y Rasha aprovechó para mirar a su compañera. Tenía el pelo muy corto, blanco como la tiza, de punta, era alta, delgada y jodidamente atractiva —palabras textuales de Rasha tras un par de jarras de hidromiel—, tenía la piel negra y los ojos de un azul que brillaba en la oscuridad. Las orejas puntiagudas, largas, estaban repletas de aros.
—Los hechiceros están vendiendo conjuros arcanos —siguió Zoa—, los muertos vivientes se han metido a influencers. Son una plaga, ¿los has visto? Hacen tutoriales de todo: rutinas de ejercicio para mantenerse en forma y poder cazar a los humanos más rápidos, reseñas de libros de temática zombi, challenges como ese de sacarse los ojos y dejárselos colgando, o ese otro en el que asustan a gente mayor para echarse unas risas. Los elfos se dedican vender cosmética, ¿has visto los precios de sus potingues? La crema antiage élfica cuesta cuatro doblones de oro. ¿Pero sabes por qué vale ese pastizal?
—¿Porque se vende?
—Porque se vende, exacto. Se vende como las gabardinas anchas en una convención de exhibicionistas. Y hablando de depravados, ¿qué me dices de los minotauros? Mira, no, mejor no entremos en ese tema, porque esos pervertidos me ponen enferma. Está en verde.
Rasha condujo, aunque habría preferido seguir mirando a Zoa, cuando se ponía así de indignada se volvía aún más sexy.
—Si hasta las bandas callejeras han dejado de tener sentido. Ahora para ingresar a una banda te preguntan si te gusta la pizza con o sin piña. ¿Te lo puedes creer? Ahora las guerras callejeras dependen de si le pones fruta a la pizza o no. El otro día mataron a un chaval, un sátiro de unos cuatrocientos años, un crío, vamos. Resulta que era de la banda de la Pizza sin Piña y un día el líder se lo encontró en el salón de su casa, dormido, con una botella de hidromiel y una pizza de esas precocinadas. ¿Y sabes qué? ¡Sorpresa! Le había añadido piña antes de hornearla. Le cosió a disparos, solo por eso. Y ni siquiera esperó a que se despertase.
—Leí algo sobre ese caso. Fue en Boston, ¿no?
Zoa asintió y Rasha la vio de reojo.
—Y el caso este… joder, Rasha, el caso este es una puta locura.
—Sí que lo es.
—Ya te digo yo que lo es.
Estaban investigando a un asesino en serie, había estado matando unicornios. Les serraba los cuernos y los dejaba junto a los cadáveres. En el suelo escribía con sangre multicolor: «¡Arre caballito!».
—A veces pienso en dejar esta vida, te lo juro, Rasha.
—¿Y qué harías? —preguntó ella con cierto miedo.
—¡Pff! Yo qué sé, tía. En realidad creo que si no hiciera esto me aburriría, ¿sabes lo que te quiero decir?
—Sí, yo tampoco sé si podría hacer otra cosa.
—Claro que podrías, pero te aburrirías, esa es la cosa. Odio el aburrimiento, con todas mis fuerzas. Pero que el mundo se está yendo a la mierda es un hecho. ¿Sabes que cada vez somos menos vampiros?
—Eso leí en el New York Times, ¿y eso?
—El puto alcohol, Rasha, el puto alcohol. Desde que descubrieron el Bloody Mary no hay forma de desengancharles. Mira que los más jóvenes les hemos explicado mil veces que no es un smoothie hecho con sangre de una tal Mary, pero nada, ellos hacen oídos sordos y siguen dale que te pego. Una de las especies más longevas de la historia echada a perder por una puta adicción. ¿Lo ves normal?
—El alcohol es un asco.
—El alcohol, las drogas. Toda esa mierda es un asco. Es ahí, 458 de la calle Shirley Jackson.
Rasha detuvo el coche, puso el freno de mano y quitó las llaves del contacto. Antes de salir miró a Zoa, preocupada, y suspiró.
—¿Estás en condiciones, Zoa?
—Sí, tranquila, solo quiero acabar con esto. Cuando resolvamos este caso nos vamos de vacaciones a una isla de esas paradisiacas, a tomar el sol.
—Nunca he entendido eso de que puedas tomar el sol siendo vampira.
—Las novelas han hecho mucho daño. Que si los vampiros explotamos con el sol, que si nos convertimos en ceniza, que si brillamos como si nos hubiéramos bañado en purpurina. No te creas todo lo que lees o ves en el cine. Tampoco nos mata el ajo, en todo caso te mataré a ti si te echo el aliento después de un buen plato de patatas con alioli. Venga, vamos, y piénsate lo de la isla paradisiaca. Tú y yo en bañador, tomando el sol, el mar turquesa y cero preocupaciones.
Rasha había dejado de escucharla después de «en bañador», aunque el plan fuera ver a Zoa vestida con armadura medieval, ella firmaba encantada. Solo tenía que resolver el caso y eso era lo que complicaba todo el asunto. Al final Zoa tenía razón en que el mundo se estaba yendo a la mierda, porque cuando se resolviera el caso se descubriría que era ella la que estaba matando a los unicornios y serrándoles los cuernos, y algo le decía que cuando se descubriera todo, el único viaje que podría hacer sería o bien a una cárcel de máxima seguridad, o bien al otro barrio en una caja de pino. ¿Por qué empezó todo aquello? Lo peor de todo era eso, que no recordaba por qué narices llevaba ya cinco años matando unicornios. ¡Cinco años! Y no podía dejarlo porque cuando no lo hacía notaba que le faltaba algo, como a esa gente que dice: «Yo hasta que no me tomo el café no soy persona», a ella le pasaba lo mismo, era una adicción, una costumbre que le había servido para trabajar con Zoa, la mujer de sus sueños, a la que ahors, muy a su pesar, ahora solo podía imaginar en traje de baño. ■