Primeras palabras #3

Una calle envejecida de la Habana, con un con un coche amarillo. El sol está despejado y los edificios  parecen abandonados.

El título del relato es: Un sueño cumplido.

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[Nota fija]→ «Primeras palabras» es una subsección dentro de «Juegocuentos», en ella escribiré un relato que tendrá que empezar por la frase que una seguidora o seguidor de mi cuenta de Twitter me propondrá.

La frase a añadir es:

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—CUANDO SALÍ de Cuba era joven e inocente —dijo la mujer encarada al gran ventanal. Era una mujer de piel marrón y pelo negro, con mechones de canas aquí y allá (más aquí, que allá, eso sí), vestía chaleco de traje gris, camisa blanca remangada hasta los codos y corbata negra. Tenía los brazos a la espalda, con las manos cogidas a la altura del trasero, amplio, respingón y enfundado en un pantalón gris de raya diplomática. Debía medir un metro sesenta y era corpulenta. Su voz sonaba como debería sonar cualquier voz que haya crecido macerada en ron: profunda y añeja—, era un lienzo en blanco, solo tenía trescientos años.
    Alguien resopló tras la mujer, ella se giró y dedicó una mirada de sus ojos completamente blancos a la gente que ocupaba las sillas de cuero alrededor de una amplia mesa de madera caoba ovalada. Frente a la ventana, en el lado opuesto de la mesa, justo delante de la mujer, había un hombre que parecía tener la edad suficiente como para haber jugado a las canicas con Adán y Eva. Tenía la piel de color ceniza, los ojos esmeralda y los dientes torcidos pero completamente blancos. Tenía pelo en las sienes y la nuca, largo, pero la coronilla estaba completamente despejada. Vestía una túnica negra. A la izquierda del viejo, la derecha de la mujer, había una criatura en apariencia más joven que él, pero igualmente tenía pinta de haber sido compañera de juegos infantiles de cualquier otro personaje bíblico. Ésta tenía la piel blanca, y no me refiero al blanco de alguien ligeramente pálido que no ha tomado el sol en su vida, me refiero al blanco de la hoja de papel que cualquier escritor teme en algún momento de su carrera. No tenía nariz, en su lugar habían dos rendijas que se ensanchaban cuando respiraba, tampoco tenía labios y, por lo que se sabía de ella, no disponía de dientes. Sus orejas eran una leyenda urbana mal explicada y sus ojos tan rasgados que parecía tenerlos cerrados. Una gran melena negra, lisa, caía por encima del respaldo de la silla y se desparramaba por el suelo. Si te fijabas bien podías ver como la melena se movía ligeramente, con pequeños latidos. A su lado había un tipo tan alto que parecía haberse sentado en una de esas sillas de plástico que puedes encontrar en el cuarto de juegos de un niño de cinco años, su piel era el resultado de mezclar a lo loco varios colores solo para descubrir un nuevo tono de rojo. Tenía manos grandes y uñas afiladas, tenía orejas, pero con un número desproporcionado: dos a cada lado, una donde cualquier hijo de vecino tendría cada una de sus orejas y otra en los laterales del cuello. Tenía ojos, concretamente cuatro, y no porque usara gafas, que las usaba, por eso solían llamarle Seis Ojos. No tenía pelo en la cabeza, pero lo compensaba con la ingente cantidad de vello corporal. Al otro lado de la mesa, a la derecha del viejo y la izquierda de la mujer, había una sola mujer que ocupaba el mismo espacio que la de la melena y el tipo alto. Era alta, ancha y profunda. Su piel era un enigma, estaba cubierta por una sustancia parecida al lodo, si el lodo oliera como una fosa séptica que se hubiera comido diez platos de fabada asturiana y le empezara a pasar factura. Todos bebían de sus vasos de tubo fríos.
    —¿Algún problema, Morty? —preguntó la mujer de forma tranquila, dirigiendo sus ojos en blanco al viejo.
    —Estamos cansados de escuchar tu lacrimógena juventud. Todos hemos pasado lo nuestro, ¿te crees que fue fácil para mí cargar con la guadaña cuando era un mocoso? ¿Te crees que fue fácil para mí descubrir que cuando tocaba algo o a alguien se moría? ¿Sabes cuál fue el consejo que me dio mi padre cuando le dije lo que pasaba con mis manos? «Pues ten cuidado cuando vayas al baño, Morty, no querrás que se te caiga el soldadito, ¿no?». ¡Se supone que un padre tiene que ayudarte y no mofarse de ti! ¿Te crees que fue fácil para mí crecer sin poder acariciar a un perro? ¡No lo fue! ¡Siempre quise tener un perrito!
    —¿Has acabado?
    —¡Claro que no he acabado! ¡¿No ves que estoy sufriendo?
    Morty apoyó los brazos en la mesa, acomodó la cara y empezó a llorar.
    —Mientras el compañero se recupera —dijo la mujer—, seguiré con lo que estaba diciendo…
    —¡Quiero un perrito!
    —Cuando salí de Cuba era joven e inocente, un lienzo en blanco, solo tenía trescientos años.
    —¡Lo llamaría Matarile!
    —Bonito nombre, Morty, déjame seguir. ¿Por dónde iba? Ah, sí, trescientos años. Llegué a los Estados Unidos sola, mi familia había sido asesinada y el que había dado la orden vivía aquí, en Nueva York.
    —¡No sé qué se siente al masturbarse!
    Hubo un silencio en el que la mujer y los que se sentaban cerca de Morty se quedaron mirando. El tipo alto miró a la de piel de lodo y vocalizó un claro: «¿Masturbarse?», a lo que la del lodo se encogió de hombro y vocalizó: «Debe ser un país de Europa», el tipo alto abrió mucho la boca para expresar que ahora lo entendía.
    —Me costó encontrarlo, pero cuando lo encontré hice que le reventaran todos los órganos vitales. Fue fácil, un conjuro de nivel diez y, en aquel momento yo estaba ya en el nivel cincuenta porque acababa de encontrar el Báculo Divino de la Muerte y había ganado un +40 de magia.
    —¡No puedo humedecerme el dedo pulgar para pasar las páginas porque me quedaría sin lengua!
    —Ahora, cien años después de haber matado a ese cabrón, y tras haber conquistado los territorios de la mafia, los brujos y los cobradores del frac, puedo decir que casi soy la ama del mundo.
    —¡Quiero chocarle los cinco a alguien!
    —Por eso os he llamado. Sois los tres líderes de los territorios que quedan. Me habéis ayudado a llegar hasta donde estoy y quiero haceros partícipes de mi victoria. ¡Bebed por el éxito!
    Tres de los cinco presentes en la sala bebieron como si acabaran de descubrir lo que es la sed y, mejor aún, lo que es saciarla. Morty seguía llorando y la mujer simplemente miraba con una sonrisa de oreja a oreja.
    Los que bebieron empezaron a sonreír y de sus sonrisas brotaron cascadas de sangre que cayeron por sus barbillas. Los tres vomitaron a la vez, sin parar, perdiendo poco a poco sus respectivos colores —excepto la del lodo que, bueno, seguía siendo color lodo—, luego cayeron hacia delante, sobre sus propios vómitos, y no volvieron a levantarse.
    —¡Si como con las manos se pudre la comida!
    —Morty.
    —¡Y tengo que ir con cuidado de no sacarme los mocos!
    —Morty…
    —¡Nunca he podido regalarle flores a nadie!
    —¡MORTY!
    —¡¿Qué quieres?! —Morty levantó la cabeza, miró primero a la mujer y luego a los otros, muertos sobre charcos de una sangre demasiado espesa y pestilente—. ¡Por todos los demonios! ¿Qué ha pasado aquí?
    —Los he matado, solo me faltas tú para dominar el mundo. En cuanto mate a la Muerte, nada podrá detenerme.
    —Ya, claro. Esto… ¿te das cuenta de lo que dices? Matar a la Muerte, es una contradicción de términos. No me puedes matar.
    —¿No?
    —Eh… no…
    —Vaya, qué faena. Bueno, pues si es así… me quedaré a las puertas de la dominación mundial. En fin…
    La mujer miró a Morty con mucha atención, primero entrecerró los ojos y luego los abrió de golpe señalándole.
    —¡Morty, en tu cabeza!
    —¿Qué pasa? ¡¿QUÉ PASA?!
    —¡Tienes una araña!
    —¡¿UNA ARAÑA?!
    Morty se levantó y empezó a dar saltítos, giró sobre sí mismo y se empezó a sacudir la cabeza de forma nerviosa mientras gritaba: «¡QUÍTAMELA, QUÍTAMELA!», luego se detuvo, se dio cuenta de que se había estado tocando con las manos desnudas y empezó a decir:
    —Qué hija de pu…
    Pero solo lo empezó a decir, su cabeza se hinchó como un globo y, como un globo excesivamente hinchado, explotó, salpicando la habitación de sangre y trocitos de carne, cráneo y cerebro.
    La mujer puso los ojos blancos en blanco, que quieras que no es una proeza en sí misma, suspiró y volvió a encarar el ventanal.
    —Soy la ama del mundo.


¡Coméntame o morirá un gaticornio!

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