Microficción #193

Una mujer está tumbada en la cama, nos situamos en sus rodillas mirando hacia su cara. Tiene un mando en la mano y está comiendo palomitas y riendo. Tiene palomitas encima de la camiseta.

El título del relato es: «¿Hay alguien ahí?»

cenefa2

LA HABITACIÓN estaba iluminada por la luz cambiante del televisor, que es lo mismo que decir: «Ahora no puedo ver si tengo palomitas en la pechera porque un tío se está escondiendo del zombi en una sala oscura» e inmediatamente después decir: «¡Anda, ahora puedo ver que tengo tres palomitas gracias a que la habitación está iluminada de rojo porque el zombi ha salpicado la cámara de sangre al arrancarle la yugular al tío ese! ¿A quién se le ocurre esconderse en una esquina y escudarse tras el palo de una escoba?». La mujer masticaba las palomitas con una sonrisa de oreja a oreja acompañada de vez en cuando con un: «Je, je, je… qué idiota…». Vestía un pijama compuesto por una camiseta vieja y una pantalón que podía mirar con suficiencia a la camiseta y decirle que los jóvenes de hoy en día se quejan por cualquier cosa, añadiendo quizá: «Un pico y una pala os daba yo». Los calcetines eran gruesos, blancos, mucho más jóvenes que el resto del atuendo, tenían toda la vida por delante, aún les quedaba pasar por muchas cosas, como la pérdida de la pareja y esos hitos que todo calcetín tiene que vivir en algún momento de su existencia previa a esa soltería involuntaria que los convierte, inevitablemente, en trapos de cocina o, en el mejor de los casos, en Mister Calcetín, un ser dotado de ojos botoniles.
    En algún punto lejano de la casa sonó un clac, un crash y, como para acompañarlo, un papúm. La mujer pausó la película, dejando a la próxima víctima del zombi, una anciana armada con una zapatilla que había visto tiempos mejores, con la mano alzada y una cara que podía decir: «¡Estoy mamadísima, hijos de puta!» o «¡Que te comas las lentejas, coñoya!». Se sentó en el borde de la cama, buscó a tientas con el pie las zapatillas de Chewbacca y, antes de levantarse, gritó:
    —¡¿Hay alguien ahí?!
    Esperó un momento para ver si alguien tenía la decencia de responderle, aunque solo fuera por educación.
    —¡Solo una asesina a sueldo! —respondió una voz que la mujer localizó mentalmente en la cocina—. ¡¿Es usté María de la Encarnación López Trujillo, natural de Huesca, hija de Ataulfo y Juanita la del quinto B, abogada defensora y defensora, valga la redundancia, del terraplanismo?
    —¡La misma que viste y calza! ¡Bueno, ahora mismo vestir solo visto un pijama compuesto por una camiseta vieja y un pantalón que podría mirar con suficiencia a la camiseta y decirle algo tipo: «¡un respeto a las canas!», ah, y calcetines mucho más jóvenes que…!
    —¡Me envían para matarla!
    —¡¡Oh!! ¡¿Y eso?!
    —¡¿Podría acercarme a hablar con usté?! ¡Es que esto de hablar desde la otra punta de la casa me va muy mal para la garganta! ¡Es que tengo anginas! ¡¿Sabe usté?!
    —¡Bueno, acaba de decir que viene a matarme! ¡No creo que dejarla venir sea la mejor idea!
    —¡Oh, claro, visto así! ¡Bueno, el caso es que me envían para matarla, pero no tengo ni idea del motivo!
    —¡¿Cómo puede matar a alguien sin motivo?!
    —¡Oh, no! ¡No he dicho que no haya un motivo, he dicho que yo no lo conozco!
    —¡Cierto, cierto!
    Hubo un silencio en el que parecía poder escucharse los engranajes de ambos cerebros funcionando a toda prisa.
    —¡¿Doña Asesina a Sueldo?! —dijo la mujer a falta de un nombre propio.
    —¡¿Sí?!
    —¡Creo que no me apetece que me asesinen esta noche!
    —¡Ya veo! —Silencio y engranajes—. ¡Verá usté, es que no puedo ir a mi cliente y decirle que no he hecho el trabajo porque la víctima no quería ser asesinada! ¡Si hago eso no me pagan y si no me pagan… bueno, si no me pagan no tengo dinero!
    —¡Entiendo su problema, pero es que… entiéndame usted a mí!
    —¡Si yo a usté la entiendo, pero es que la mía es una profesión muy puta! ¡No es que tenga un sueldo fijo, si no mato no como! ¡¿Sabe usté?!
    —¡Qué dilema!
    —¡Ya le digo!
    —¡¿Y no puede hacer como que no me ha encontrado?!
    —¡El resultado es el mismo! ¡Si no mato no como! ¡Además tendría que volver en otro momento!
    —¡Ya pero es que no es un buen momento!
    Silencio, engranajes y luego resoplido.
    —¡¿Doña Asesina a Sueldo?!
    —¡Dígame usté!
    —¡No quiero parecer descortés o poco empática, pero creo que he decidido huir!
    —¡No me diga!
    —¡Sí, creo que voy a cerrar la puerta con pestillo y me voy a descolgar por la ventana!
    —¡Buen plan! ¡Bastante peliculero!
    —¡Siento su situación pero hay algo dentro de mí que me dice que eso es lo mejor!
    —¡Instinto de supervivencia!
    —¡¿Cómo dice?!
    —¡Eso que le dice a usté que eso es lo mejor se llama instinto de supervivencia, lo veo mucho en mi profesión!
    —¡Ah! ¡Dicen que nunca te acostarás sin saber algo nuevo! ¡Pues eso!
    —¡Haga, haga, no seré yo la que se interponga entre una persona y su instinto de supervivencia!
    —¡Genial! ¡Pues un placer conocerla, doña Asesina a Sueldo!
    —¡Igualmente!
    —¡Y que usted lo mate bien!
    —¡Muy amable!
    La mujer cerró la puerta y puso el pestillo, luego corrió hacia la ventana, la abrió y miró hacia abajo. La hierba podía amortiguar la caída, solo era un piso. Sacó una pierna al exterior, se sentó en el alfeizar y, cuando estuvo a punto de saltar, la puerta se abrió con violencia, el pestillo saltó y una mujer alta, vestida de negro con guantes y pasamontañas entró en el dormitorio.
    —¡Eh! —gritó la mujer desde la ventana—. ¡Ha dicho que no se interpondría entre una persona y su instinto de supervivencia!
    —Oh, siento lo de la puerta. Verá usté, no puedo dejarla escapar sin más, tengo que perseguirla para poder rellenar el informe de huida. Usté escape si quiere, pero entenderá que yo soy una profesional.
    La mujer resopló y, sin dejar que la asesina dijera nada más, se dejó caer como un buzo cuando se tira de espaldas desde la borda de un barco.
    —¡Ay, Dios, pero de cabeza no! —gritó la asesina corriendo hacia la ventana. Se asomó y vio a la mujer en el suelo. La hierba había amortiguado el golpe, sí, claro que la amortiguación no había evitado que se rompiera el cuello—. ¡Qué forma más tonta de morirse! Si me hubiera dejado a mí habría sido todo mucho más personal y rápido.
    Se alejó de la ventana y resopló. Tenía un dilema, no tenía claro si aquello se podía considerar como un trabajo finalizado. La mujer estaba muerta, eso sí, aunque ella no le había puesto un dedo encima. «Si no matas no comes, Flor», dijo mentalmente su propia voz. Miró de nuevo el cadáver en el suelo, parecía una esvástica humana —pero de las buenas, no de las nazis— se encogió de hombros y decidió que no era culpa suya que la víctima no hubiera cooperado, ella siempre intentaba hacer que sus la gente se sintiera bien atendidas, que al finalizar el trabajo sus víctimas pudieran decir: «¡Oye, así da gusto que te maten!» —si pudieran hablar, se entiende—. Abandonó la casa e intentó ignorar el mal cuerpo que se le quedó, pensando en que a la víctima se le había quedado un cuerpo aún peor. No le gustaba cuando un trabajo no estaba bien hecho, le daba TOC, pero oye, dicen que menos da una piedra, ¿no?


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