

[Nota fija]→ Cuentacuentos es una subsección dentro de Juegocuentos, en ella escribiré una reinterpretación personal de cuentos e historias más que conocidas. Es un recurso llamado plagio creativo. ¡Espero que disfrutes!

—¿DON, ME recibes? —dijo una voz que habría sonado dulce si no estuviera aliñada con frustración, odio y algo a medio camino entre la rabia y esa sensación que tienes cuando vas por la calle y de repente necesitas ir al baño con urgencia, pero el dueño del restaurante más cercano te señala un cartel en el que pone: «Lavabos exclusivos para clientes».
La dueña de la voz era alta y joven. Vestía una chaqueta de cuero sobre una sudadera negra cuya capucha le cubría la cabeza. Tenía colocados los dedos de la mano derecha, enguantada, en la oreja para presionar el botón del intercomunicador.
—Alto y claro, jefa —dijo una voz metálica que provenía del aparato—. ¿Cuál es su situación?
—He pasado el Bosque del Lobo Feroz y me encuentro en una especie de llanura. Hay una cabaña ruinosa, creo que es aquí. Cuadrante 4B, cerca de la casa de chocolate. O lo que queda de ella.
—¿Qué quiere decir?
—Alguien la ha derretido, Don. Parece una fondue en la que mojar fresones.
—¿Y la bruja?
—Ni rastro. Voy a entrar en la cabaña.
—Podría ser peligroso, jefa.
—Peligro es mi primer apellido.
—No es verdad, su primer apellido es Willis, como el del actor que sale en Speed.
—Dos cosas, Don: 1) era una forma de hablar y 2) si te refieres a Bruce Willis no sale en Speed, ese es Keanu Reeves.
—¿Está segura?
—Voy a entrar.
La mujer apartó el dedo del intercomunicador y la voz de Don se apagó en el momento en el que decía: «… pos yo diría que sí que salía…».
La mujer corrió hacia la cabaña, sus zancadas no hacían ruido, parecían amortiguadas, como cuando pones mucho papel higiénico en el fondo de la taza del váter para que nadie escuche el «¡plop!» cuando haces tus cosas en casa de un amigo.
En menos de lo que se tarda en decir «Es mejor el libro que la peli», la espalda de la mujer se apoyó con suavidad en la pared de la cabaña, se acercó al lugar donde debería haber estado la puerta de entrada —aquí las palabras clave son «debería», «haber» y «estado». Aquella cabaña de madera podrida parecía pertenecer a una dimensión alternativa en la que las puertas son animales mitológicos1—, echó un vistazo al interior, había una gran mesa llena de comida podrida y ya desde fuera podía percibirse el olor a descomposición, muerte y excrementos de diferentes seres vivos. Asomó un poco más la cabeza y cuando se hubo asegurado de que no había nadie2 entró con mucho cuidado, por si acaso. Se quitó la capucha de la sudadera, tenía el pelo negro, corto y liso.
—Don, ¿estás ahí?
—Hasta que usted me dé un día libre, jefa. ¿Ha entrado?
—Estoy en ello. Esto es un desastre, debe hacer meses que nadie pisa esta casa.
—¿Por qué lo dice?
—Estoy viendo una rata muerta encima de un plato lleno de comida mohosa. No sé si la rata se murió por comerse esa porquería o es parte del manjar. El suelo está pegajoso —dijo levantando la pierna, de la suela de sus botas colgaron unos hilos de una sustancia que a primera vista parecía de color verde, pero que tras echarle otro vistazo una podía llegar a la conclusión de que daba exactamente igual de qué color fuera, la realidad era que aquello parecía queso fundido mutante—. Hay tres platos, dos están llenos y uno completamente vacío, aunque con restos que no me atrevo a analizar. Las paredes están forradas con papel floreado, pero hay marcas de zarpazos por todas partes. Frente a la chimenea hay tres mecedoras, una de ellas está destrozada. Veo una puerta entornada, voy a entrar.
—Tenga cuidado, jefa.
—Cuidado es mi segundo apellido.
—No es verdad, su segundo apelli…
—Cállate, Don.
La puerta entornada daba a un dormitorio grande. El papel de las paredes estaba desgarrado también allí. Había un armario ropero con ambas puertas descolgadas de sus bisagras, mostrando el interior, lleno de ropa, polvo y telarañas. Había tres camas, una enorme, otra mediana y una mucho más pequeña. La pequeña tenía las sábanas revueltas y manchadas de algo oscuro.
—Don, estoy dentro del dormitorio.
—¿Qué ve?
—La he encontrado, Don, he encontrado a Ricitos de oro. Está muerta.
Decir que estaba muerta era una forma amable de decirlo. El cadáver que la mujer tenía delante estaba descompuesto, en su boca había excrementos y faltaba la lengua, algún animal se la habría comido. El pelo había empezado a caerse, pero era indudablemente dorado e indudablemente rizado. La mitad superior del cuerpo y la mitad inferior parecían haber discutido, porque se mantenían separada, como si se dieran la espalda mutuamente hasta que la otra se dignase a pedirle disculpas.
—Envía a un equipo. Hay que tachar este cuento.
—Eso es mucho papeleo, jefa.
—Lo sé, Don, pero nuestro trabajo consiste en revisar la ley de «Felices para siempre». Ricitos de oro no escapó de los osos, este cuento no tuvo un final feliz. Punto.
—A sus órdenes, jefa. Colorín colorado, este cuento será borrado.
—Déjate de bromas, Don, una niña ha sido asesinada.
—Ni siquiera es una niña de verdad, jefa, es un conjunto de letras y signos de puntuación.
—Aun así, Don, un poco de respeto.
La mujer salió de la cabaña, necesitaba aire fresco, aunque llamar «aire fresco» a aquella cortina de humedad asfixiante era pasarse de optimista.
Suspiró. A veces odiaba su trabajo3. Desearía buscar a esos tres osos y decirles cuatro cosas acerca de matar a niñas, por muy allanadoras de morada que fueran. Ni que aquello fuera Texas. Qué ganas tenía de que llegara el momento de decir: «Dimito, soy demasiado vieja para esta mierda». ■
La dueña de la voz era alta y joven. Vestía una chaqueta de cuero sobre una sudadera negra cuya capucha le cubría la cabeza. Tenía colocados los dedos de la mano derecha, enguantada, en la oreja para presionar el botón del intercomunicador.
—Alto y claro, jefa —dijo una voz metálica que provenía del aparato—. ¿Cuál es su situación?
—He pasado el Bosque del Lobo Feroz y me encuentro en una especie de llanura. Hay una cabaña ruinosa, creo que es aquí. Cuadrante 4B, cerca de la casa de chocolate. O lo que queda de ella.
—¿Qué quiere decir?
—Alguien la ha derretido, Don. Parece una fondue en la que mojar fresones.
—¿Y la bruja?
—Ni rastro. Voy a entrar en la cabaña.
—Podría ser peligroso, jefa.
—Peligro es mi primer apellido.
—No es verdad, su primer apellido es Willis, como el del actor que sale en Speed.
—Dos cosas, Don: 1) era una forma de hablar y 2) si te refieres a Bruce Willis no sale en Speed, ese es Keanu Reeves.
—¿Está segura?
—Voy a entrar.
La mujer apartó el dedo del intercomunicador y la voz de Don se apagó en el momento en el que decía: «… pos yo diría que sí que salía…».
La mujer corrió hacia la cabaña, sus zancadas no hacían ruido, parecían amortiguadas, como cuando pones mucho papel higiénico en el fondo de la taza del váter para que nadie escuche el «¡plop!» cuando haces tus cosas en casa de un amigo.
En menos de lo que se tarda en decir «Es mejor el libro que la peli», la espalda de la mujer se apoyó con suavidad en la pared de la cabaña, se acercó al lugar donde debería haber estado la puerta de entrada —aquí las palabras clave son «debería», «haber» y «estado». Aquella cabaña de madera podrida parecía pertenecer a una dimensión alternativa en la que las puertas son animales mitológicos1—, echó un vistazo al interior, había una gran mesa llena de comida podrida y ya desde fuera podía percibirse el olor a descomposición, muerte y excrementos de diferentes seres vivos. Asomó un poco más la cabeza y cuando se hubo asegurado de que no había nadie2 entró con mucho cuidado, por si acaso. Se quitó la capucha de la sudadera, tenía el pelo negro, corto y liso.
—Don, ¿estás ahí?
—Hasta que usted me dé un día libre, jefa. ¿Ha entrado?
—Estoy en ello. Esto es un desastre, debe hacer meses que nadie pisa esta casa.
—¿Por qué lo dice?
—Estoy viendo una rata muerta encima de un plato lleno de comida mohosa. No sé si la rata se murió por comerse esa porquería o es parte del manjar. El suelo está pegajoso —dijo levantando la pierna, de la suela de sus botas colgaron unos hilos de una sustancia que a primera vista parecía de color verde, pero que tras echarle otro vistazo una podía llegar a la conclusión de que daba exactamente igual de qué color fuera, la realidad era que aquello parecía queso fundido mutante—. Hay tres platos, dos están llenos y uno completamente vacío, aunque con restos que no me atrevo a analizar. Las paredes están forradas con papel floreado, pero hay marcas de zarpazos por todas partes. Frente a la chimenea hay tres mecedoras, una de ellas está destrozada. Veo una puerta entornada, voy a entrar.
—Tenga cuidado, jefa.
—Cuidado es mi segundo apellido.
—No es verdad, su segundo apelli…
—Cállate, Don.
La puerta entornada daba a un dormitorio grande. El papel de las paredes estaba desgarrado también allí. Había un armario ropero con ambas puertas descolgadas de sus bisagras, mostrando el interior, lleno de ropa, polvo y telarañas. Había tres camas, una enorme, otra mediana y una mucho más pequeña. La pequeña tenía las sábanas revueltas y manchadas de algo oscuro.
—Don, estoy dentro del dormitorio.
—¿Qué ve?
—La he encontrado, Don, he encontrado a Ricitos de oro. Está muerta.
Decir que estaba muerta era una forma amable de decirlo. El cadáver que la mujer tenía delante estaba descompuesto, en su boca había excrementos y faltaba la lengua, algún animal se la habría comido. El pelo había empezado a caerse, pero era indudablemente dorado e indudablemente rizado. La mitad superior del cuerpo y la mitad inferior parecían haber discutido, porque se mantenían separada, como si se dieran la espalda mutuamente hasta que la otra se dignase a pedirle disculpas.
—Envía a un equipo. Hay que tachar este cuento.
—Eso es mucho papeleo, jefa.
—Lo sé, Don, pero nuestro trabajo consiste en revisar la ley de «Felices para siempre». Ricitos de oro no escapó de los osos, este cuento no tuvo un final feliz. Punto.
—A sus órdenes, jefa. Colorín colorado, este cuento será borrado.
—Déjate de bromas, Don, una niña ha sido asesinada.
—Ni siquiera es una niña de verdad, jefa, es un conjunto de letras y signos de puntuación.
—Aun así, Don, un poco de respeto.
La mujer salió de la cabaña, necesitaba aire fresco, aunque llamar «aire fresco» a aquella cortina de humedad asfixiante era pasarse de optimista.
Suspiró. A veces odiaba su trabajo3. Desearía buscar a esos tres osos y decirles cuatro cosas acerca de matar a niñas, por muy allanadoras de morada que fueran. Ni que aquello fuera Texas. Qué ganas tenía de que llegara el momento de decir: «Dimito, soy demasiado vieja para esta mierda». ■
1. O, en su defecto, las puertas en esa dimensión son como un hater enamorado de las nuevas entregas de Star Wars, simplemente no existe o, si existe, nadie ha podido hablar con él y preguntarle: «¿entonces te gustan?, ¿de verdad de la buena?». |
2. Con un método infalible que consiste en gritar: «¡¿Hay alguien ahí?!» y luego esperar unos segundos para ver si alguien responde. |
3. En realidad los únicos momentos en los que no lo odiaba eran los viernes de donuts rellenos, especialmente si había de esos que saben a Oreo, pero por lo demás, aquel trabajo era una mierda. |
No quiero matar un gaticornio jaja
Es buenísimo, me ha encantado.
¡ Felicitaciones !